El Proyecto Gran Simio organizó en 2020 y 2022, los primeros 2 concursos artísticos orientados a visualizar la realidad que atraviesan las poblaciones de grandes simios a nivel mundial. Esto es gracias al apoyo, dedicación e interés de autores que de manera altruista nos comparten sus textos, fotografías, dibujos y otras formas de arte para que esta idea se haya convertido en un éxito, resultando en la publicación de 2 libros. Sobre el PGS El Proyecto Gran Simio NO pretende que se considere a chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos como HUMANOS, que NO son, sino como HOMÍNIDOS que SÍ son. Si la cercanía genética entre el hombre y los demás simios es grande, aún lo es mayor entre estos y otros homínidos como los neandertales, habilis, erectus, etc. Por lo tanto, ya que los grandes simios son tan HOMÍNIDOS como los neandertales, erectus, etc, el Proyecto Gran Simio solo pretende que se les trate y se les reconozca derechos como se los reconoceríamos a estos si no se hubiesen extinguido.

Concurso de Mini Cuentos 2020

 Mini Cuentos Adultos

Primer Premio

 Me llamo Cecilia y hoy les quiero contar una historia

Me llamo Cecilia, o por lo menos ese es el nombre que me pusieron cuando fui parte de una denominada “colección” de animales cuando un grupo de humanos decidió que mi libertad podía ser canjeada en nombre de la conservación y la ciencia , para entretener a la gente y ponerle un precio.-

Hoy vivo felíz en un santuario de Brasil de seres mágicos como yo en donde me cuidan , puedo charlar con mis compañeros que me cuentan sus historias y junto a Marcelino ya tejemos nuestro propio destino, pero siempre es bueno recordar el pasado , aquel que nos hizo como somos en base a nuestras experiencias y heridas del tiempo .-

Antes de disfrutar de mi vida en el santuario, yo era una condenada más, rodeada de paredes oscuras, un techo que asustaba y el piso frío, áspero, que dañaba mi cuerpo y mi alma.-

Mi cuerpo sobrevivía a duras penas en una prisión de cemento que los humanos llaman zoológico y digo solo mi cuerpo porque mi alma volaba libre en el universo como la de todos los animales en cautiverio , nuestra esencia salvaje nunca podrá ser encerrada por nadie, ni siquiera por la más destructiva y peligrosa de las especies .-

En el día pasaba las horas mirando hacia la nada, escuchando sonidos extraños a mi alrededor, sintiendo aromas que no eran de mi especie e imaginando que había más allá, atrás del horizonte donde el sol era lo único cálido que se metía en mi jaula oxidada.-

Por las noches, el lugar despertaba como nunca, gritos desesperados, lamentos infinitos, ruegos y pedidos de libertad que nunca eran escuchados, el humano por la noche desaparece y solo son unos pocos gatos los que tienen permiso para visitarnos y robarnos comida.-

Mi jaula se encontraba ubicada en el sitio más soleado del predio pero la cantidad de rejas solo ofrecía sombras, rejas en todos los ángulos, en las paredes, en el techo, en mi alma.-

No se podía ver el cielo a primera vista, y solo subida en lo más alto alcanzaba a ver la fosa de Kenia, la elefanta que como yo, también estaba sola, esperando ver algún pájaro para ver algo que se moviera adelante de mis ojos.-

Y cuando las gotas de lluvia caían algunas veces, la reja oxidada teñía el piso de cemento haciéndome acordar que yo también tengo sangre en las venas y que no soy una cáscara vacía como muchos creen, yo tenía proyectos de vida, necesitaba creer y sentir.-

Miles de animales me acompañaban en mi viaje hacia la locura, porque todos compartíamos las mismas cadenas, la misma desesperación.-

No alcanzan las manos para taparnos la cara, no alcanza el recuerdo del ayer para borrar tan triste presente, la ausencia del hogar te pega fuerte y el enojo termina cuando los sentidos se adormecen y comprendés que el dolor será profundo.-

En mi jaula dibujaron plantas en el cemento, ¿y después dicen que son la especie más racional e inteligente del planeta? ¿Como hacía para subirme a esas ramas? ¿Como podría esconderme en mis momentos de miedo entre sus hojas?

En las nubes siempre me pareció ver los rostros queridos de Xuxa y Charlie que me sonreían desde el cielo, como dándome fuerzas para no rendirme, algún día yo podría encontrar el camino hacia un mejor lugar, donde mis manos toquen la tierra natural y donde el techo oscuro fuera reemplazado por ese celeste luminoso que se veía lejos.-

Pocos entienden, nadie se pone en nuestro lugar. La vida en el zoológico es dura, monótona, el visitante nos mira cinco minutos sin mirarnos a los ojos, sin sentir nuestra tristeza, sin imaginar la angustia de estar tan lejos del hábitat natural, de la familia, los amigos, los seres queridos.-

Lo más doloroso es ver a la gente pasar, una atrás de otra, y otra más… miles que circulan a mi alrededor usando sus ojos pero sin ver la desolación, tocando la baranda, sacando fotos, gritando para hacernos reaccionar ya que nos quedamos quietos, ellos ven al animal y nosotros vemos la reja.-

La reja interminable, gruesa, proyectada hasta el infinito, que quema en verano y congela en invierno, sucia y sin vida, que se burla y nos hace estremecer.-

Y la soledad… que como un hierro al rojo vivo nos traspasa de lado a lado, quebrando los sueños y haciéndote sentir que no existe futuro y que uno nació en éste agujero en el medio de la nada.-

Me llamo Cecilia, soy un chimpancé único que un grupo de humanos nobles y de alma solidaria le dio derechos y nuevas oportunidades.-

Hoy soy felíz, me dibujaron una sonrisa en la cara… pero por favor, ayúdame a que nunca, pero nunca, nadie se olvide de mi historia, que es la misma que sufren millones de animales en el mundo, sobreviviendo en los zoológicos, tratados como esclavos, explotados hasta su muerte y abandonados a su suerte cuando ya nada les pueden sacar.-

Soy Cecilia, y como todos ellos necesito LIBERTAD .-

Gabriel Alejandro Flores – Argentina


 Segundo Premio

¡Pasen y vean!

- << ¿Circo? >>- pregunta Wendy llevándose la mano derecha a la nariz para después describir en el aire algo similar a un triángulo.

Carolina sonríe al ver el gesto. A pesar de llevar casi un año trabajando con ella, nunca dejará de sorprenderse con las capacidades que demuestra la joven chimpancé. A veces, le cuesta asimilar lo rápido que ha logrado dominar el lenguaje de signos.

- Sí- se limita a responder gesticulando con la cabeza.

Al otro lado de la valla junto a la que caminan, en medio de un enorme descampado de tierra, la imponente carpa de franjas rojas y blancas se alza por encima de sus cabezas. Los cuatro enormes focos que iluminan el lugar, hacen que la estructura sea perfectamente visible desde varias calles de distancia.

Sujetando con fuerza la mano de Wendy, Carolina se acerca al arco de entrada donde un colorido cartel da la bienvenida a los visitantes con su ya famoso “¡pasen y vean!”.

A medida que se aproxima a la taquilla, no puede evitar sentirse nerviosa. Con éste, son ocho los años que ha visitado el circo de su ciudad y, aun así, es incapaz de controlar sus emociones.

- Perdone- dice llamando la atención de la mujer que cuenta billetes en el interior con un cigarrillo entre sus labios.

- El espectáculo ha terminado. Si quiere entradas vuelva mañana…- exclama sin levantar la vista.

- No quiero entradas… he venido para hablar con el director.

Las palabras de la joven logran que la mujer alce la cabeza. Al ver al chimpancé que lleva cogido de la mano, parece asentir.

- ¿Ve esa roulotte de color azul? - dice señalando a lo lejos.

- Si.

- Vaya hasta allí y llame a la puerta.

- Gracias.

Cogiendo a Wendy entre sus brazos, Carolina sigue las indicaciones de la mujer y avanza por un camino de grava flanqueado con diversos carros de madera. Como ya había imaginado, en todos y cada uno de ellos hay simios enjaulados tras gruesos barrotes. Chimpancés, bonobos, orangutanes, gorilas… todos yacen sobre paja sucia sin un solo trozo de comida que llevarse a la boca. Sus miradas parecen vacías.

- << Tristes >>- exclama Wendy pasándose la mano por la cara.

- Lo sé- responde Carolina intentando controlar la rabia que arde en su interior.

Una vez llega hasta la puerta indicada, golpea la madera con los nudillos. Pasados unos segundos, la puerta se abre ligeramente mostrando la figura de un hombre orondo. Su pelo es negro y grasiento, y entre los botones de su camisa asoma una incipiente barriga.

- ¿Qué desea? - pregunta malhumorado.

- Quisiera hablar con usted.

El hombre estudia a su interlocutora con detenimiento. Al igual que la mujer de la entrada, ver a Wendy hace cambiar su semblante.

- Imagino que viene a hacer negocios…- dice abriendo la puerta del todo- ¿Cuánto pide por ese mono?

- Se llama Wendy y es una chimpancé…- contesta ella dejando a Wendy en el suelo- No son negocios lo que he venido a hacer…vengo a pedirle un favor.

- ¿Un favor?

- Si. Quiero que libere a esos animales.

Al escuchar sus palabras, el hombre comienza a reír haciendo tintinear el manojo de llaves que lleva colgado del cinturón.

- Así que eres la veterinaria esa que viene todos los años… me han hablado de ti. Mira niña, si no quieres vender el mono, márchate por donde has venido y cuéntale tus monsergas a otro.

- Le repito que Wendy es un chimpancé. Por si no lo sabe, los homínidos pertenecen a la misma familia que los seres humanos y son seres inteligentes y racionales… algo que, dudándolo mucho, se pueda decir de usted- añade lanzándole una dura mirada.

- ¿Me estas comparando con ese estúpido animal? - dice mientras vuelve a reír al ver como la chimpancé se aleja de ellos con su singular forma de caminar.

- Ese animal es más listo que muchas personas. Algún día, las leyes reconocerán los derechos de los homínidos, equiparándolos con los nuestros y usted tendrá que cerrar su dichoso circo para siempre. Ahórrese tiempo y hágalo ahora mismo.

- Créeme hija, por mucho que insistas no vas a lograr nada y ten por seguro que nunca nos pondremos de acuerdo… será mejor que te vayas en busca de tu mono si no quier... Por un instante, los ojos del director se abren como platos. Frente a él, decenas de simios corren de un lado a otro enloquecidos.

- ¿¡Que demonios ocurre!?

Media hora más tarde, dos agentes de policía se acercan al lugar.

- A ver si lo he entendido bien señor…

- Giuliani.

- …señor Giuliani. Según usted, todos los animales de su circo se han escapado por culpa de esta mujer- dice señalando a Carolina con el bolígrafo que usa para tomar notas.

Ella, permanece inmóvil a su lado con Wendy entre los brazos.

- Así es.

- ¿No acaba de decirme que los hechos han ocurrido mientras estaban manteniendo una conversación?

- Sí… pero… ¡ha sido ese maldito mono suyo! ¡Cogió las llaves de mi cinturón! Que no le engañe su aspecto… es más listo de lo que parece.

- ¿Ahora si le considera inteligente? – pregunta Carolina con sorna.

- Mire señor Giuliani, no quiero perder más tiempo, ni hacérselo perder a usted. Según su declaración, poco podemos hacer.

- ¿Acaso no puede detener a ese animal?

- Para empezar, lo que ha sucedido aquí es más un accidente que algo punible por la ley. Aun así, en el caso de que lo fuera, a día de hoy un chimpancé no puede ser detenido ni enjuiciado como autor de un delito según nuestro código penal.

- ¡Pues cambien esas malditas leyes! – grita colérico el director al ver como Carolina comienza a alejarse.

Al escuchar sus palabras, la veterinaria se detiene y, tras dirigirle una sonrisa, exclama:

- ¿Ve cómo al final sí que nos íbamos a poner de acuerdo?

Manuel Coterón González – España

Tercer Premio

El joven Pani

En ningún sitio como en casa.

Desde que fuera destetado por su madre y de eso hacía ya seis años, Pani no había dejado de escuchar esa frase e independientemente de que el interpelado fuera un macho o una hembra siempre que había preguntado por su significado a un chimpancé adulto había obtenido la misma respuesta.

La época de fabricarse muñecos utilizando palos y lianas secas había pasado. Tenía nueve años y no terminaba de entender porque había de permanecer siempre con el grupo. Era joven, pero había participado en algunas cacerías de cachorros de leopardo y en todas había demostrado su valor y fortaleza.

¿Por qué, entonces, no reconocían que sabía defenderse y estaba capacitado para salir de las lindes de su territorio y explorar otros lugares?

Una mañana, mientras el grupo todavía dormía, se encaramó a lo alto de un árbol y con todo el sigilo que pudo y ayudado de sus largos y poderosos brazos se fue balanceando de rama en rama hasta que dejó atrás la zona en la que el resto del grupo habría comenzado ya a despertar.

Braquiando y braquiando cuando quiso darse cuenta se había alejado varios kilómetros de su territorio. Necesitaba reponer fuerzas, por lo que poco antes de llegar a los lindes de la selva descendió a tierra y se hizo con una buena provisión de frutos, raíces y pequeños insectos.

No se había encontrado con ningún leopardo, lo que hubiera supuesto un problema, y quizás por ello se sentía pletórico y con ánimo para continuar.

Reemprendió la marcha a cuatro patas porque muchos de los árboles estaban caídos y en algunas zonas aparecían grandes claros que le impedían braquiar.

¡Vaya!, había sido pensar en el peligro y este había aparecido.

Unos individuos que caminaban apoyándose solo sobre los pies, como cuando el recorría cortas distancias, se encontraban próximos al lugar desde el que él los avistó.

Era la primera vez que veía a ese tipo de animales. Habría jurado que podría tratarse de parientes cercanos a los chimpancés, de igual forma que lo eran los orangutanes o los gorilas, por la forma en la que se movían y expresaban, pero si había algo que saltaba a la vista era que eran feos a más no poder.

Ensimismado como se encontraba, solo su instinto y el sonido del árbol al caer le previno de ser aplastado.

Buscó un árbol alejado y desde una de las ramas más altas, durante un buen rato, siguió con atención los movimientos de esos individuos que, para ser parientes, le habían puesto en mayores apuros que lo que lo habría hecho un cocodrilo del Nilo o una pitón.

Avanzó por los árboles que circundaban el claro y cuando llegó al último de ellos contempló con sorpresa el pelado paisaje que le mostraban sus ojos.

¿Dónde estaba su selva? No terminaba de entender. Sería que esos individuos no necesitaban los árboles para desplazarse, el rocío de sus hojas para calmar su sed y que no se alimentaban de los frutos, tubérculos y raíces que suministraba su querida selva tropical.

No se atrevió a salir a campo abierto y por primera vez desde que abandonara el cobijo del grupo sintió algo parecido al miedo.

No era lo que esos seres estaban haciendo con su selva lo que le infundía temor sino, el desconocer por qué lo hacían.

Muy a su pesar recordó la frase que tantas veces había escuchado a lo largo de su todavía corta edad y las respuestas que invariablemente le habían dado alertándole de los peligros que acechaban más allá del territorio que habitaba el grupo al que pertenecía.

Se preguntó si serían esos peligros la razón por la que, cada cierto tiempo, el grupo se iba adentrando más y más en la frondosidad de la selva.

No sabía que responderse y si bien su instinto le indicaba que debería regresar, la tozudez y rebeldía de su juventud le decían que hacerlo sería reconocer una derrota, algo a lo que no estaba dispuesto.

Permaneció varias horas en lo alto del árbol y desde su escondite fue testigo de cómo los individuos que habían hecho caer un montón de árboles abandonaban el lugar subidos a unos seres que tampoco había visto nunca y que hacían un ruido enorme mientras se alejaban.

Cuando llevaba un rato sentado en la rama vio a lo lejos una claridad que no tenía que estar allí pues se había hecho de noche.

Sorprendido por ese raro amanecer descendió del árbol y con todo el sigilo que pudo se fue acercando en dirección a ese gran sol que brillaba en la distancia.

Se aproximó con cautela hasta el lugar donde se encontraba el grupo de desconocidos. Oculto a su vista, distinguió cómo algunos de ellos estaban desollando a varios animales y no pudo evitar un gritito de satisfacción cuando vio colgadas varias pieles de leopardo.

Estaba a punto de acercarse, cuando unos gritos le helaron la sangre. No tuvo ninguna duda, se trataba de chimpancés pidiendo auxilio.

Avanzó con cuidado y vio varios chimpancés adultos inmovilizados sobre uno de esos animales que los seres que tiraban los árboles habían utilizado para alejarse.

No le dio tiempo a acercarse más. Uno de esos individuos lanzó unos aullidos que no entendió y casi sin darse cuenta se encontró rodeado por varios de ellos.

Fue entonces cuando acertó a comprender que la presencia de esos individuos era el motivo de que su grupo hubiera ido poco a poco desplazándose hacia el interior de la selva.

Su instinto le dijo que no podría salir airoso de la lucha y aprovechando el descuido de uno de los que, bondadosamente, había considerado parientes cercanos emprendió la huida, se encaramó al primer árbol que encontró y no se detuvo hasta alcanzar el territorio de su grupo.

Pani no tendría que preguntar nunca más por el significado de la frase que tantas veces había escuchado.

Eloy Calvo Pérez – España

 

Mención de Honor

Cocorito y la pocopelo

Cocorito se levanta cada mañana con muchas ganas de jugar. Es un experto columpiándose de rama en rama y el más rápido de sus amigos trepando.

Cocorito, no te alejes demasiado- le dice su mamá.

Pero a Cocorito explorar siempre en el mismo sitio le parece un rollo. La selva es tan grande... ¡y hay tanto por descubrir!

Desde pequeño, ha oído historias sobre los pocopelo, hombres malos que cortan los árboles y no quieren a los animales. Sabe que debe tener cuidado porque ya se han llevado muchas veces a otros amigos de la jungla.

Cocorito, ven rápido. He visto algo muuuuuuuy extraño junto al río, ¿me acompañas a investigar?- oye a su espalda. Es Gila, su mejor amiga lémur.

Cocorito mira al cielo. Está gris y hay muchas nubes. Va a caer una buena tormenta, pero no le importa. Cocorito y Gila saltan por las copas de los árboles como trapecistas y cuando Gila no se atreve a lanzarse, se agarra al pelo zanahoria de Cocorito como una mini mochila.

Mira allí, es una pocopelo pequeña, ¿verdad?- señala la lémur a Cocorito-. Yo creía que los pocopelo eran enormes y tenían unos dientes afiladísimos.

Cocorito ladea la cabeza para verla mejor. Gila tiene razón. Es una pocopelo extraña.

Tiene una nube de rizos naranja en su cabeza y dibuja en una libreta hojas, flores e insectos. No es muy alta y sus dientes no dan miedo. Los dos amigos se quedan un rato mirándola en silencio. Están muy contentos con su nuevo descubrimiento.

De repente, suena un trueno tan fuerte que les pone los pelos de punta. En pocos segundos, la selva se vuelve oscura como una pantera y unas gotas enormes empiezan a empaparlo todo.

La pocopelo corre a resguardarse junto a unos arbustos y se encoge como un armadillo.

¿Qué hace allí sola? Cocorito y Gila usan una hoja gigante como paraguas para

no mojarse.

Deberíamos irnos - dice Gila.

La selva se llena de relámpagos plateados.

No podemos dejarla ahí. Cualquiera podría comérsela en dos segundos.- le explica Cocorito

Nos vamos a meter en un lío - suspira Gila.

Pero Cocorito ya está decidido y va hacia la pocopelo. Algo le dice que no es peligrosa y que puede confiar en ella.

Cuando la pocopelo lo ve, abre mucho los ojos y se queda muy quieta. Cocorito le ofrece una hoja enorme para que se cubra. Los tres se quedan juntos bajo las hojas escuchando la música de la lluvia. La pocopelo mira a Cocorito y a Gila de reojo y los dibuja en su libreta. Parece simpática.

Después de un rato, deja de llover y la pocopelo acaricia a Cocorito en la cabeza.

-Me llamo Maya - se presenta-. Mi familia y yo viajamos por todo el mundo en nuestra caravana para descubrir lugares increíbles como este. Mis padres son biólogos y nos explican a mi hermano Leo y a mí muchísimas cosas interesantes sobre los animales.

Esta mañana, hemos salido a explorar y estaba tan concentrada dibujando en mi cuaderno que creo que me he perdido.

A Cocorito le encanta que él y Maya tengan el pelo del mismo color. Tal vez, Maya también sea un poco orangután como él.

De pronto, oyen un estruendo terrible entre los árboles y una furgoneta oxidada y sucia de barro aparece a toda velocidad.

¡¡Correee Cocoritoooooo!!- grita Gila.

Pero a Cocorito se le ha enganchado una pata en una raíz y, a pesar de que estira y estira con todas sus fuerzas, no consigue liberarse.

De la furgoneta bajan dos pocopelo con escopetas.

Hoy es nuestro día de suerte - exclama uno de los pocopelo frotándose las manos-.

Nos pagarán mucho dinero por esta cría de orangután.

¡Dejadlo en paz!- les grita Maya-. No os ha hecho nada.

Los pocopelo los atrapan. A Maya le atan las manos y a Cocorito lo meten en una jaula pequeña. La única que consigue escapar es Gila que se escurre como una lombriz y comienza a correr todo lo rápido que le permiten sus patitas para avisar a Binti, la mamá de Cocorito.

Cuando le cuenta todo, Binti sale tras la furgoneta. Gila la acompaña prendida de su barriga. No tardan mucho en alcanzarla y Binti empieza a saltar encima del techo sin parar para que los pocopelo se asusten y se vayan. Pero los pocopelo no se mueven.

Mientras tanto, Maya se las ha apañado para soltarse las manos sin que los otros se den ni cuenta y con mucho cuidado abre la jaula de Cocorito.

No te lo pienses, vete - le suplica señalando la ventana abierta.

Los pocopelo discuten, no saben qué hacer. Cocorito escapa por la ventana y Gila, que se ha colado en el coche, empieza a morderles los tobillos. Los dos pocopelo gritan furiosos de dolor y Maya aprovecha la valentía de la pequeña lémur para abrir la puerta de la furgoneta y salir corriendo.

Cocorito se sube a caballito encima de su mamá. ¡Qué feliz está de verla! Antes de desaparecer entre las hojas, Cocorito y Gila se despiden de Maya.

En casa, todos celebran con una gran fiesta la vuelta de Cocorito y Gila. El pequeño orangután explica a todos sus vecinos de la jungla la historia sobre la curiosa pocopelo que lo ha ayudado a escapar. Todos se quedan alucinados. A lo mejor, también existen algunos pocopelo buenos.

Esa noche, arropado en su nido, Cocorito no puede dejar de pensar en Maya y decide pedirle un deseo a la luna.

Luna, por favor, quiero volver a verla. Me gustaría tanto que pudiésemos ser amigos.

Ya en su caravana, bajo las estrellas, Maya sueña con Cocorito. En el sueño, Cocorito la mira y le pregunta:

Maya, ¿sabes por qué los orangutanes tenemos los brazos más largos de toda la selva?

Maya sonríe y entonces Cocorito y ella se dan el mejor abrazo naranja que se haya visto jamás entre una pocopelo y un orangután.

Bárbara Galán Barbero – España

 

Thor

 Amanece; el sol eleva su cabeza por encima del horizonte y comienza a derramar sus dorados rayos sobre la cadena de volcanes Virunga, que emerge, en un exuberante marco natural, entre los lagos Eduardo y Viku. Después de una asfixiante noche la jungla, en su lento despertar, se presenta como un magnífico escenario en el cual se puede observar una enorme diversidad de sonidos extraños y aromas, muchos de ellos dulces y encantadores, pero todos sorprendentes para el oído y olfato de quienes no frecuenten esas maravillosas tierras.

Debajo de un grupo de árboles, en un improvisado refugio de plantas montado la noche anterior encima de un suelo fangoso, duerme Thor, un enorme gorila de lomo plateado, macho alfa de su manada. Está sumergido en un sueño profundo. De pronto, un rosario de pequeñas gotas de agua comienza a caer, desde los árboles, sobre su apacible rostro. Lentamente abre los ojos, mira a su alrededor y se deleita aspirando todo tipo de olores, muy agradables para su olfato, al tiempo que escucha una gran variedad de sonidos que le son muy familiares. Antes de levantarse observa con enorme ternura a Freya, la más joven y hermosa de sus hembras, quien acuna amorosamente a su recién nacido. Se siente feliz con su gran familia, compuesta por cinco hembras y nueve pequeñas crías.

Thor sabe que debería salir a recolectar comida para alimentar a su progenie, pero prefiere permanecer más tiempo jugando con ellos; además es consciente de que muy pronto las crías podrán buscar su propio alimento ya que, al comer solo tubérculos, semillas, flores, frutas, hongos e insectos, los van a encontrar en los árboles y plantas que los rodean.

Repentinamente, Loki, el mayor de sus hijos, comienza a dar saltos y visiblemente asustado, grita

─¡Creo haber oído algo, pero no sé de qué se trata!

Los demás integrantes de la familia, preocupados, guardan silencio y prestan atención. Entonces Thor, sabiendo que su pequeño acostumbra decir muchas mentiras, murmura:

─Debe ser el viento que ulula a través de los árboles… o tal vez sea el ronquido de un okapi… o un elefante barritando… ¡no se muevan ni hagan ruido!... ¡yo iré a investigar!

Se pone de pie y mostrando sus largos caninos les brinda a sus hembras una sonrisa de complicidad. Luego parte caminando, al principio lo hace sobre sus dos patas traseras, pero después, cuando se adentra en el bosque se apoya también en sus manos y sin prisa deambula por los alrededores hasta llegar a un descampado. Se siente tranquilo porque realmente no cree que su pequeño Loki haya oído nada.

De pronto ve un fogonazo y escucha un estruendo; siente un dolor agudo en la espalda y se desploma. A pesar de estar consciente aún, dada su avanzada edad y el gran peso de su enorme cuerpo, ya no se puede mover. Cuando está a punto de perder la consciencia ve una figura emergiendo del bosque.

«Es Odín», piensa. Segundos después le susurran al oído,

─No te preocupes, entre todos te vamos a sacar de aquí…

Thor ve al joven macho pararse sobre sus dos patas traseras, golpearse el pecho y rugir con mucha fuerza. En pocos minutos están rodeados de un pequeño grupo, entre quienes se encuentran Frigg, la jirafa; el búfalo Tyr; Váli, el okapi y una familia de chimpancés; poco después, tras un temblor del suelo surge, en todo su esplendor, Vidar, el majestuoso elefante.

Los cinco mejores amigos de Thor, ayudados por los chimpancés procuran cargarlo con la intención de llevarlo de regreso con su familia, pero de inmediato se dan cuenta de que les será imposible levantar su voluminoso cuerpo. Entonces Odín, quien es muy inteligente dice,

─Vamos a buscar ramas y lianas con las que haremos una especie de camilla, lo subiremos a ella y de esa manera podremos trasladarlo.

A todos les parece una excelente idea, por lo que de inmediato se separan; mientras Frigg, con su enorme altura arranca ramas de los árboles más elevados y las deja caer al suelo, Tyr las va empujando con sus cuernos; Vídar logra levantar con su trompa algunos troncos y ramas más gruesas; Vali se ocupa de arrimar lianas y bejucos. Una vez que terminan de juntarlo todo comienzan a unirlo y atarlo. En pocos minutos ya tienen armada la parihuela y logran acomodar a su amigo encima. Odín y Vidar levantan la improvisada camilla y parten; Tyr, Frigg y Váli caminan detrás en fila india, mientras que los chimpancés van saltando de rama en rama.

Poco después llegan a la morada de Thor. Su familia, al verlo malherido, no sabe qué hacer. Entonces Odín exclama,

─¡No se preocupen, yo iré hasta la aldea para traer a un veterinario, quien seguramente lo va a poder curar! ─dicho esto, el joven macho se despide de todos y parte en dirección al poblado.

Pasa el tiempo. Lentamente, Thor va recobrando la consciencia, siente mucho dolor en todo el cuerpo y nota los vendajes alrededor de su torso, pero se siente tranquilo. Percibe un suave movimiento, como si lo estuvieran hamacando y lo invade una gran ternura.

«Es Freya… que está a mi lado e intenta despertarme… Odín y su pandilla me han salvado… estoy en mi hogar y mi familia me está cuidando», presume. Abre los ojos y, sorprendido, ve los barrotes de la jaula.

«¿Dónde estoy?», se pregunta alarmado. Entonces rememora el momento de la detonación, «fui herido por cazadores furtivos y ahora me llevan lejos de mi hogar para venderme al mejor postor», murmura desolado.

Sus ojos se llenan de lágrimas; la angustia se apodera de él porque sabe que no podrá escapar; su destino está marcado.

«¿Pasaré el resto de mi vida en cautiverio?… ¡no!… prefiero morir», piensa… y se entrega.

Ante sus ojos desfilan los rostros de todos sus seres queridos, a quienes nunca volverá a ver, pero se va feliz sabiendo que han aprendido una lección… ellos nunca permitirán que los atrapen. Thor, finalmente se siente en paz.

Betty Rodríguez Alberte – Uruguay

 

 

Una lección aprendida

Lo ideal es leer este cuento en voz alta.

Para facilitar la entonación de las diferentes voces

he coloreado en forma distinta cada voz.

 

Un científico muy loco, sólo anhelaba la gloria,

era distraído y disperso y tenía mala memoria.

- ¡Voy a ser rico y famoso, saldré en la televisión!

¡Era enorme su soberbia, su codicia y ambición!

 

Y ahora que me gane un premio… decía el hombrecillo aquel.

¡No compartiré ni un trozo de mi preciado pastel!

Ya ataviado con su bata, en aquel laboratorio,

el científico fraguaba un experimento notorio.

 

El lugar era impecable, pero frío como un glaciar.

- ¡Traigan a los animales, es momento de empezar!

Era arisco y mal portado y sus modos eran tales,

que, pienso que allá en su casa, no le enseñaron modales.

 

¡Hundido entre mil papeles, había pasado ya un mes!

Lucía viejo, pero ¿sabes? sólo tenía treinta y tres.

Muy flaco, malencarado y blanco como un papel,

todos temían encontrarlo, nadie quería estar con él.

 

- ¡Esta vez será perfecto! comentaba el erudito.

¡Me darán el Premio Novel! lo sé, porque lo amerito.

Los animales atentos, mientras seguía elucubrando,

confundidos cuchicheaban -¿Ahora qué estará planeando?

 

En cien jaulas resguardaba, el científico insaciable,

monos, gorilas, gibones, ¡terrible e inaceptable!

- ¡Por qué están tardando tanto! Vociferaba impaciente.

¡Chillaban micos, mandriles y corrían los asistentes!

 

Muy agobiado lloraba un pequeño chimpancé.

- ¿Qué está pasando mamita? Y ella decía – ¡No lo sé!

Entretanto el individuo seguía agitando las manos,

y un gorila murmuraba - ¡Qué raros son los humanos!

 

- ¿Aquí tiene sus dos monos? dijo un chico ¿traigo más?

- ¡Quiero 2 orangutanes! ¿qué no recibiste el whats?

Detrás de gruesos barrotes, y en dos jaulas diferentes

había 2 orangutanes, esperando muy pacientes.

 

Uno preguntó intranquilo - ¿Y ahora qué vamos a hacer?

¿será que llegó el momento y no vamos a volver?

El otro orangután dijo en tono amable y calmado.

- Tranquilo amigo, tranquilo. Nuestra hora aún no ha llegado.

 

El muchacho abrió el candado y retiró la cadena.

- Vamos chicos, es su turno. Exclamó luego con pena.

¡Listos los orangutanes! Anunció el mozo temblando.

- ¡Ya era tiempo chamaquito! ¡No sé en qué estabas pensando!

 

Déjame solo con ellos, y no quiero distracciones.

¡Que todos guarden silencio y que no haya interrupciones!

Entonces el de la bata, por fin reveló el misterio

e indicó a los animales, tomándolo muy enserio.

 

Cada uno tendrá una caja y les daré 3 figuras.

Les aclaraba con gestos y mímica a las criaturas.

El científico brincaba, mientras repetía – ¡Ba-na-na!

Me-te fi-gu-ra en la ca-ja… y con señas decía – ¡Ga-na!

 

¡Aquel divertido mimo, entre muecas y ademanes,

ya tenía muertos de risa a los dos orangutanes!

Un orangután curioso, contemplándolo de cerca,

preguntó a su camarada - ¿Habrá perdido una tuerca?

 

- Ahora veré si demuestran coeficiente intelectual.

Explicaba recabando datos de cada animal.

Los dos simios empezaron a realizar la faena.

¡Uno terminó primero y la cosa se puso buena!

 

- ¿Ya ves, orangután tonto? ¡te ganó tu compañero!

y él se lleva la banana porque terminó primero.

El experto entregó entonces, aquel preciado trofeo

mientras decía al otro simio - ¡Eres bobo y eres feo!

 

¡Anda pues, te la has ganado, ya te la puedes comer!

Dijo al vencedor el hombre, y no lo vas a creer…

pero, ‘para bien la oreja’ y escucha lo que pasó.

Al recibir la banana, el ganador la peló…

 

…y la partió en dos mitades, ofreciéndole a su amigo

un pedazo de aquel premio ¡es cierto lo que te digo! 

- No cabe duda macacos… ¡simios torpes! ¡no aprendieron!

Gritaba el tipo furioso, ¡Monos necios, no entendieron!

 

Mientras los orangutanes disfrutaban el bocado,

rascándose la cabeza aquel sujeto enojado

anotó en su cuadernito – ¡El experimento falló!

Y yo me pregunto ahora ¿quién sería el que no aprendió?

Minerva Paredes Rivera – México

 

Monóculos

El viejo Jelani era el líder espiritual de la tribu de los Binademu. Para Adia era alguien más importante aún, su abuelo. Visitarlo era un placer. Contaba historias buenísimas. Esa mañana se había levantado en tren de poeta y la recibió con una rima de su autoría.

“Si hay algo que me atrae del noble andar del mono/ es el altivo orgullo con que lucen sus traseros/ incluso de los mandriles que a nuestro gusto son fieros/ luciendo como a nalgadas, pelados hasta el pellejo/ El gorila me estremece cuando golpea su pecho/ por frente de recio rostro, por detrás noble agujero/ El hombre oculta su culo y los simios lo destacan/ mientras ellos hacen bosta, nosotros hacemos caca”.

Adia tapó su boca para contener la risotada. Había dicho palabras subidas de tono aprovechando que la abuela había salido a hacer compras. Ella lo habría amonestado de inmediato. Nunca perdía la compostura, salvo con las locuras de su esposo.

Las nuevas generaciones habían perdido el gusto por los relatos de los ancianos. Si les nombraban a los Imamus desconocían a sus jefes espirituales. Podían creer que se trataba de una app nueva.

Su familia vivía lindando la Gran Reserva de Gombe. Su padre era naturalista y protegía sus fronteras del avance de la civilización. Mamá era una excelente veterinaria que velaba por la salud del enorme santuario de primates.

Hace ya varias jornadas vino a verme un conservacionista, un simpático muchacho que quería luchar por los derechos de nuestros hermanos monos. Me dijo para adularme que habría deseado nacer negro – Adia se sorprendió ¿Qué importaban los colores?- ¡Si quieres ser negro, empieza por aceptarte blanco! Respondí. Ten orgullo de lo que eres ¿Qué pasaría si por mis simpatías intentara trepar los árboles cual pongo? ¿Y si me meciera como un bonono?

Jelani se asió de una viga, colgó de ella imitando a un chimpancé con arriesgados movimientos. Adia se alarmó, podía lastimarse seriamente. Por suerte tenía una destreza admirable e imitaba con gracia los movimientos. Con la mano libre rascaba sus sentaderas mientas estiraba sus labios emitiendo el sonido de los gorilas beringei. Desde la selva, algunos simios parecieron responderle.

¡Cuidado abuelo! ¡Ya has pasado los noventa!

¡Pavadas! -respondió Jelani, los monos no vivimos mucho más que cuarenta años.

Por precaución detuvo su espectáculo. Ya le dolían las articulaciones. Se incorporó recuperando su humanidad. Podía tener sus mañas, pero no estaba senil.

¿Entiendes lo que quiero decir, pequeña?- volvió a rascar sus nalgas, pero no por mímica. Simplemente porque le picaba o le causaba placer- El otro día vi en mi Smart TV que en América nos imaginan con lanzas, taparrabos y viviendo en tiendas.

Adia volvió a reír con ganas. Era una imagen ridícula. Llevaba una playera con estampa de superhéroes, unos cómodos vaqueros y unas regias zapatillas que le permitían evitar el roce con espinosas plantas e irritantes ortigas. Era como si ella creyera que los europeos aún vestían como soldados romanos y los mongoles seguían luciendo como Gengis Kan.

Y a los monos los conciben tan solo haciendo payasadas, que las llaman monerías. Ni rastros del ancestral orgullo de tan venerables pueblos.

A Adia eso ya no le causó gracia. Cierto que los simios podían ser muy graciosos, pero también eran imponentes, nobles y majestuosos.

Tal vez los humanos no los entiendan –dijo la niña y sin saber por qué, se sintió ingenua.

Jelani se puso serio, casi avergonzado, como cuando la abuela, que acababa de llegar, solía retarlo. Adia recibió un abrazo y un enorme beso de Zuri, quien se retiró hacia la despensa a guardar las provisiones y a escapar de la  perorata de su marido, que ya conocía de memoria tras sesenta años de matrimonio.

Nosotros también somos humanos y los respetamos ¿No es cierto? –Adia asintió con firmeza- Son muy parecidos a nosotros y creo que es lo que a algunos hombres les da miedo –la niña se estaba perdiendo ¿Cómo iba a asustarlos algo que les era familiar?-  Si algo es superior, el hombre mata por temor; si le resulta inferior, lo hace por desprecio. Pero siempre mata.

Pero abuelo, acabas de decirme que hay que estar orgullosos de lo que somos ¿No te gusta ser humano?

Los ojos de Jelani se llenaron de ternura.

Que el orgullo no te ciegue porque se vuelve soberbia, que es la forma más peligrosa de la estupidez. Los hombres se matan por tierras, pensamientos, banderas, riquezas… Son una raza mezquina, pero también crean cosas maravillosas, cuentan historias, aman y cultivan la tierra para que la naturaleza siga su camino. ¡Por supuesto que me gusta ser humano, pero más amo ser vivo! Y allí estamos todos hermanados, primates, felinos, insectos y criaturas que parecen de cuentos. Porque somos personajes de historias que, si aguzas el oído, te contarán las estrellas cuando yo me haya ido.

A Adia la llenó de angustia la idea de perderlo. El mundo se le antojaba injusto y una persona como Jelani, no merecía irse ¡Debían darle más tiempo!

¿Tienes miedo de morir?- Adia asintió. Por su abuelo, pero también por ella, Por todos- Pues aprende de los monos, mi princesa. ¿Sabes cuantos quedan? Menos de los que deberían haber ¿Sabés a cuantos mataron? Yo ya perdí la cuenta. Fueron diezmados.

Adia no sabía que significaba esa palabra pero sonaba a matanza.

Pero… ¿por qué los matan?- rezongó indignada.

Por miedo a ser lo que eran. Les recuerda el pasado de los tiempos. Pues viven sin grandes casas, consumen lo necesario, están en paz con la naturaleza. Pero hay algo más y es lo más importante de todo…

Lo dijo en voz baja. Sabía que recibiría una reprimenda.

Por sus culos ostentosos que pasean muy altivos. Los hombres tapan sus traseros para ocultar su mierda.

¡Jelani!!!!- Gritó la abuela a lo lejos.

Abuelo y nieta rieron y ahogaron las carcajadas cubriéndolas en un fortísimo abrazo.

Martín Ernesto – Argentina

 

Morir por ellos

Año 2021. Dicen que todo en esta vida es temporal, que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. El mundo entero ardió, pero al final simultáneamente todos los países lograron controlar el virus. La mejor noticia fue cuando abrieron las fronteras internacionales, floreciendo nuevamente mi sueño de recorrer el mundo entero junto a ella. Hace unos meses atrás regresamos después de años de separación y, que mejor manera de celebrarlo con un viaje de miles de millas fuera del Perú.

El destino elegido fue la tierra de las mil colinas: Ruanda. Quería hacer de este viaje una experiencia inolvidable y el mejor regalo de cumpleaños para mi novia. Teníamos la ilusión de tomarnos miles de fotos con los gorilas de montaña, aquellos míticos simios que solo habíamos visto en películas o en el internet. El sueño estaba cada vez más cerca de hacerse realidad.

Después de horas de viaje en avión por fin llegó el día esperado. Pagamos 1000 dólares para caminar a través de las boscosas laderas de la montaña Virunga y poder contemplar durante una hora a aquellos extraordinarios homínidos. Será muy breve, pero ambos estamos seguros que nos aguardan los sesenta minutos más inolvidables de nuestra existencia. Es difícil describir las grandes maravillas naturales que alberga el Parque Nacional Virunga entre su frondosa cubierta. Ver cientos de plantas y animales en constante interacción es simplemente fabuloso.

Ya han transcurrido varios minutos, cuando de pronto el guía se para frente a nosotros y nos solicita detenernos. Dando la espalda a la montaña nos ubica de tal manera que formamos un semicírculo. Busca una mejor ubicación espacial para que podamos oírlo con claridad y se dirige hacia nosotros:

_ Señores, les voy a pedir que no se separen del grupo. Porque a pesar de los esfuerzos por parte de las autoridades de incrementar la seguridad, los propios guardabosques del parque están bajo riesgo constante. Incluso decenas de ellos han sido asesinados en esta montaña.

_ ¿Y esta inseguridad a qué se debe? _ pregunta una joven que se encuentra a mi derecha.

_ Se debe a la presencia de cazadores furtivos, que amenazan la existencia de los gorilas de montaña. Al extremo de que hace unos años atrás se les consideró como una especie en peligro de extinción, pero felizmente ahora su población ha aumentado.

_ ¿Por qué razones los cazan esos malditos? _el más joven del grupo parece estar muy indignado.

_ No maldigas, hijo. En cuanto a la interrogante, existen varias razones por las que las personas cazan a los gorilas de montaña, pero la mayoría son con fines comerciales. Algunos venden la carne como alimento y de esa manera se generan ingresos económicos para poder sobrevivir. Otros usan el cuerpo del gorila como una colección privada o una especie de trofeo. Y, también, ciertas partes de su cuerpo son vendidos para efectuar tradicionales remedios medicinales.

Nos da algunas referencias más sobre los gorilas de montaña y proseguimos la caminata. La vegetación es espesa y el ambiente es frío y cubierto de niebla. Después de peregrinar por el sendero tupido durante un par de horas, por fin nos topamos con algunos de ellos. Es un grupo compuesto por unos veinte miembros y liderados por un macho alfa de espalda plateada. Todos ellos comen plácidamente hojas, tallos y flores que abundan en el lugar. 

_ Ahora sí puedo morir en paz _le bromeo a mi novia.

_ Cállate y sigue admirando a nuestros parientes _responde ella un poco incómoda por mi desatinada frase.

Se escuchan algunos ruidos extraños entre los arbustos. No les prestamos mucha atención, porque creemos que son otros gorilas. Pero de pronto irrumpen cuatro cazadores nativos armados con escopetas y atacan a los gorilas de montaña. Casi todo nuestro grupo se da a la fuga y solo quedamos en el lugar el guía, mi novia y yo. 

Los gritos desesperados del guía tratando de evitar la matanza solo enfurece a los cazadores furtivos, quiénes no dudan en dispararle en todas partes del cuerpo. No contento con ello, ante nuestra mirada impotente, lo decapitan con un filudo machete. Mi pareja me jala de los brazos pidiéndome que nos alejemos, pero mi frustración es tan grande que no logro moverme.

Mi corazón quiere salirse cuando veo a un gorila pequeño huyendo de los cazadores. Sus potentes chillidos dan cuenta de lo asustado que se encuentra. Al verse rodeado no duda un segundo en aferrarse a mi pierna derecha, como implorándome que lo proteja.  Uno de los cazadores se acerca apuntándonos con el arma, se para frente a mí y me amenaza:

_ ¡Aléjese antes que le dispare a usted también!

_ No tiene derecho _intento hablar_... ¿Saben que se encuentra en peligro de extinción?

_ Señor, es el único medio por el cual la población pobre podemos sobrevivir.

_ No es cierto, siempre hay otras alternativas. No…

No puedo seguir hablando, porque siento que me han destrozado el pecho. Mi novia pega un grito y trata de sostenerme mientras me desplomo lentamente. Esos malditos me han disparado y acaban de llevarse al gorila pequeño. Se escuchan más disparos. Mi pareja me indica que han llegado guardabosques y que se está produciendo un tiroteo.

_ Acaban de reducir a esos cuatro desgraciados, amor _me dice al oído_... Estarás bien. Pronto te llevaremos al hospital más cercano…

Ella sigue hablando, pero la escucho muy lejana. Siento que voy a perder la conciencia… Solo espero que tanto las autoridades como las organizaciones sigan trabajando intensamente en la protección de los gorilas de montaña, que sigan luchando por sus derechos a la vida y a la libertad… Después de todo morir por ellos es un verdadero honor… No puedo seguir ordenando mis ideas. Todo a mi alrededor se vuelve oscuro y silencioso.

Yony Saavedra López – Perú

 

Historia de una vida trastocada

Esta es la historia de mi vida. Nací en total libertad junto a mi familia en Indonesia, donde era muy feliz. Recuerdo vagamente estar abrazado a mi madre cuando me daba de comer y la compañía de mis hermanos mimándome y cuidándome especialmente por ser el más pequeño.

Sin embargo, mi infancia se trastoco pues siendo muy pequeño al igual que otros muchos orangutanes de mi especie, fui capturado para ser comercializado de manera ilegal en otro país asiático, cuyo negocio mueve bastante dinero. Fue muy triste recuerdo unas llamas aterradoras que parecían provenir del mismo infierno, cada vez avanzaban más rápido y estaban más cerca hasta casi alcanzarnos. Mi madre corría conmigo en brazos buscando una zona más segura pero justo mi hermano se quedo enganchado y me dejo un momento para ir en su ayuda justo en ese momento note como una red caía encima de mi y mis recuerdos a partir de ahí son un poco nubosos. Solo sé que cuando desperté me encontraba encerrado en una camioneta en una especie de jaula haciendo un montón de kilómetros, malnutrido y con la única compañía de mi dueño.

                Esto me originó un gran trauma, puesto que me arrancaron de mis raíces sin mi permiso. Fui privado de la atención apropiada, afecto y compañía de mis semejantes, algo que resulta fundamental en todas las especies especialmente en la nuestra por nuestro carácter social. Vosotros no sois tan diferentes de nosotros, ¿Qué le pasaría a un ser humano si desde que nace es separado de su familia, privado de cuidados, atenciones, desarrollo del lenguaje, etc.? ¿Cómo se desarrollaría esa persona?, ¿Sería capaz después de volver a integrarse en la sociedad? Probablemente no, porque le habrían robado esa parte de su vida tan importante para desarrollarse. 

En mi caso trabajé en circos y otras formas de entretenimiento para que mi dueño se lucrase a costa mía. Todo esto era en contra de mi libertad, pero si no lo llevaba a cabo era maltratado y me dejaban varios días sin comer, así que daba igual que me encontrase cansado, debía hacer el número sí o sí. La manera de entrenarnos por parte de los cuidadores es golpeándonos para que obedezcamos y nos recompensan el buen comportamiento con comida. Es injusto porque tenemos que hacer números para los que no estamos preparados, realizando piruetas casi imposibles en las que podemos terminar lesionados. Si te pones en mi piel no somos tan diferentes a vosotros, si no estáis entrenados ni sois acróbatas profesionales os resultaría muy complicado llegar a hacer lo que yo hago sobre todo teniendo en cuenta que fui despojado de la selva y nunca llegue a subir un árbol por mi cuenta allí, no me dejaron que me diera tiempo a ello.

Todo el público aplaude siempre después de mi actuación. Ellos también son responsables, son cómplices de la fechoría que cometen contra nosotros porque si no demandaran y consumieran este tipo de espectáculos no tendría sentido que se llevasen a cabo y se acabaría en cierta manera nuestra esclavitud.

Ahora ya soy mayor y parece que ya no les merezco tanto la pena, he escuchado conversaciones de mi dueño con sus amigos diciéndoles que está cansado de mí, que ya no gana tanto como antes. Todo esto se ha visto incrementando sobre todo con la última caída que recibí que me dejó una de las patas muy lesionadas tanto que apenas puedo moverme. Desde entonces parece que el público se cansó de mí.  Tengo miedo porque no sé qué va a ser de mí, seguramente me abandonen a mi suerte. y si eso pasa ¿De qué voy a vivir?, ¿Cómo me voy a ganar la vida?, ¿Cómo recuperaré la vida que he perdido?, ¿Cómo podré contactar con los míos si me negaron la posibilidad de tener una familia? 

Mi situación ya no tiene arreglo puesto que el daño ya está hecho y es irreparable, pero si quiero que mi relato ayude a concienciar a la sociedad de lo que están haciendo con nosotros, para que se ponga fin a la caza furtiva ilegal y se nos deje vivir en nuestro hábitat natural al igual que vosotros tenéis vuestras casas y vuestras ciudades, ¿Por qué nosotros no podemos tener el mismo derecho que vosotros cuando supuestamente somos tan parecidos genéticamente?. Tenemos el mismo derecho a la vida, a la libertad, a la alimentación como vosotros. Seguramente no me queda mucho tiempo de vida y no podré ver con mis ojos el fin de esta tragedia que tanto nos asola pero por lo menos mantengo viva la esperanza de que mi testimonio ayude a paliar esta situación tan terrible que vivimos.

Laura González Vizcaíno – España

 

Mención Especial

Doce, cuatro, ocho y diecisiete

—¿Cómo que quedan solamente cuatro bonobos? —dijo irritado el señor Umpiérrez, el gerente de aquella empresa que se dedicaba a realizar terribles ensayos médicos sobre animales.

—Sí señor, disculpe pero... muchos han muerto luego del tratamiento con electroshocks, solo han sobrevivido el doce, el cuatro, el ocho y el diecisiete, creo —respondió temeroso el encargado de las pruebas nocturnas.

—Escúcheme, no sé cómo van a hacer, pero quiero que tengan más cuidado o que consulten de nuevo con los médicos y los ingenieros porque no voy a tolerar que sigan matando a mis animales. ¿Se piensa que conseguir bonobos es como comprar caramelos? —increpó Umpiérrez al empleado.

—No, no... disculpe señor. Vamos a ser cuidadosos, se lo prometo —aseguró el hombre, haciendo una promesa que no tenía certeza alguna de poder cumplir. 

Esa noche tuvo verdadero temor de perder su trabajo. La presión lo llevó a desquitarse con su compañero, que se encargaba de entrar en la zona de las jaulas para darles de comer, asearlos o asistirlos.

—¡Ey, Zacarías! —le gritó—, ¡Hay que darle de comer a esos bichos y cortarles el pelo para hacerles los ensayos! ¡Ahora!

Zacarías sentía que no podría durar mucho tiempo más en ese empleo. Le asqueaba todo: la forma en que trataban a los animales, las pruebas brutales que se realizaban sobre ellos, los gritos desgarradores, incluso la comida pestilente que les daban. Jamás había usado la taser contra los bonobos, sabía que no era necesario si los trataba bien y con cuidado. Era joven y este era apenas su primer trabajo. Quizá, algún día de estos, pudiera conseguir algo mejor allá afuera.

—Sí, ahora me encargo —dijo, intentando disimular la irritación que le causaba todo lo que sucedía en aquel lugar, tanto para con él como para con los animales.

Cuando entró en la tercera jaula y vio al número doce, pudo percibir el dolor de aquel animal por su cautiverio y su sufrimiento y sintió la misma empatía que sentiría por un humano en aquellas condiciones. ¿Cómo era que aquellos sujetos podían ser tan enfermizos y crueles? ¿Cómo el ser humano podía llegar a tales extremos, solo por un poco más de dinero? Sintió asco del señor Umpiérrez, del consejo de médicos y de ingenieros que pasaban cada viernes así como de José, su compañero de todas las noches.

Se dispuso a cortar el pelo del número doce. Lo hizo con cuidado y delicadeza, así como lo había hecho con los demás. Pensó que si tenía que hacer esto entonces lo tenía que hacer bien, lo mejor posible.

Salió de la jaula a paso algo torpe.

Pronto, José pudo escuchar que el número doce se hallaba aturdido, que gritaba y se agitaba como no lo había hecho antes. Encendió el handy.

—Zacarías, ¿qué pasa ahí? —interrogó poco amablemente.

No tuvo respuesta de su compañero.

—¡Zacarías! ¡Ey, Zacarías! ¡Conteste!

Se asomó y vio como el muchacho caminaba de un lado a otro, entre las sombras, sin contestar al ruido chillón que salía del aparato. Abrió la reja principal y pasó al interior, para regañar al chico por no contestarle.

—¡Ey!, ¡Zacar...! —comenzó a decir, para ser sorprendido por uno de los bonobos cuando lo tomó del hombro peludo para girarlo hacia él. El simio llevaba la ropa de Zacarías, o eso creyó ver. Trató de sacar la linterna, para iluminarle el rostro, pero el bonobo se acercó hacia él y, temeroso, José desenfundó su pistola y gatilló varias veces, efectuando un total de tres disparos, olvidándose de aquello de preservar la vida de los animales. El cuarto nunca salió, ni el quinto, solo fueron unos clics sordos de un arma que se había quedado sin balas. El animal se cayó encima de él y entonces pudo ver el rostro agonizante de Zacarías que, de alguna manera, se había adherido los pelos recortados de los simios en los brazos para simular ser uno de ellos. Sintió la tibieza húmeda de la sangre del joven fluyendo hacia sus manos.

Con sus últimas fuerzas, Zacarías presionó a manotazos torpes el botón del mando a distancia en la cintura de José, para que las celdas de los bonobos se abriesen.

Los animales salieron y, en silencio, contemplaron a los dos humanos en el centro del pasillo.

José miró a su alrededor, desesperado, como una presa que se sabe a punto de ser víctima de una situación violenta y dolorosa. Los bonobos se acercaron a él, lentamente. Intentó en vano disparar contra ellos, pero los clics de la pistola le confirmaron que esta estaba descargada y que ya no podría defenderse. Ahora era el humano y sus limitaciones físicas contra cuatro atléticos animales. El corazón le palpitó tan rápida y fuertemente que sintió los latidos en su garganta. Entonces, los bonobos pasaron junto a él y contemplaron con dolor a Zacarías.

Entre los cuatro, tomaron al joven y lo llevaron con cuidado a través de la puerta de salida de aquel horrible lugar, dejando atrás, con indiferencia, al sujeto que, cobardemente, había acabado con su vida.

Patricio Martín dos Reis – Argentina

 

El eslabón

Cuando el último de los orangutanes murió su funeral se televisó. Medios de todas partes cubrieron la noticia. El mundo enteró sintió gran remordimiento por el deceso. Una especie más desaparecía. El hombre había ocupado su hábitat. El último primate vivía en un zoológico de Viena, ser el único lo volvió famoso. Pereció por la edad. Días después científicos exhumaron el cuerpo del orangután para tomar una muestra de ADN. Clonaron una nueva especie de orangutanes dotándolos de una mayor inteligencia.

Así nacieron los dos primeros orangutanes Macaco y Caco, eran tan simpáticos que se pusieron de moda. Los primates volvieron a proliferar y comenzaron a vivir como mascotas en las familias. Con los años adoptaron nuestras costumbres, luego se ocuparon de algunas labores humanas. Había orangutanes manejando autos, interpretando al piano obras de Mozart, al principio se tomó con asombro, luego se hizo de lo más natural. La gran noticia fue cuando el primer primate asistió a la universidad y luego su titulación. Así empezaron a ganar lugar en la sociedad. Para el año 200 d. M. C. (después de Macaco y Caco) la primera generación de orangutanes genios se gradúa con honores de Harvard y entran a la NASA.

Esta generación de orangutanes planearon un viaje a Deimos y Fobos, los satélites de Marte, con el fin de crear las condiciones para mudarse con todos los de su especie. Ellos afirmaban que ya no podían vivir en la Tierra junto a los humanos porque les parecían seres llenos de vicios y defectos. Así comenzó su éxodo espacial.

Pasaron lustros y ya casi nadie se acordaba de los orangutanes, sólo algunos archivos digitales sobre historia hablaban de ellos. Hasta el día en que una espesa nube penetró la atmósfera de la Tierra. Millones de puntos negros oscurecieron el día como un eclipse. Con los minutos, la nube de langostas resultó ser un batallón de ovnis. Entonces, un tripulante, el jefe del ejército invasor se comunicó con los jefes de estado de los gobiernos más poderosos de nuestro planeta: “Ríndanse humanos, o aténganse a las consecuencias”, era el General ZT 45, un orangután de rostro sin expresión, elegantemente vestido con un traje militar, fumando puro. Las  potencias del mundo se pusieron en alerta, prepararon lo mejor de su armamento para defenderse del ejército de orangutanes que venían desde los satélites Deimos y Fobos para apoderarse del planeta azul. El único que les faltaba de nuestro sistema solar, supimos después.

La guerra duró siete semanas sin tregua. Una a una, las potencias doblaban los brazos, eran sometidas por el ejército de los primates. Hasta ese día en que las señales de todo el mundo se encadenaron para transmitir un mensaje. Era el General ZT 45, desde la ONU, anunciando su victoria.

Los humanos habían sucumbido ante el armamento inteligente de los invasores orangutanes. Hubo millones de muertes humanas. Los últimos humanos estuvieron en guetos como en la segunda guerra mundial. Los viejos y niños eran sacrificados sin distinción; los hombres y mujeres jóvenes eran utilizados en trabajos forzados hasta que sus fuerzas terminaban junto con sus días.

Yo tuve la suerte, por desgracia, de ser capturado cuando pelábamos  desde uno de los últimos bastiones rebeldes. Me aprisionaron, y por un tiempo me tuvieron encerrado dentro de su zoológico, la cédula de mi jaula decía: “El eslabón perdido”. Por años, todas las tardes decenas de orangutanes infantes asistían en excursiones escolares a verme; los había de todo, desde los que me escupían, hasta la pequeña que se conmovía al verme.

Ahora un nuevo gobierno está en el poder y la idea de mantenerme vivo ha sido vista como un estorbo. Sus planes son desaparecer todo rastro o vestigio del paso del hombre por este mundo. Se ha comenzado a borrar la palabra humano de todo registro, archivo e información.

Llevo tres días preso en esta celda, creo que extraño el zoológico. El vigilante ha sido amable y me ha anunciado que al amanecer seré puesto a dormir y expulsado como basura espacial, para finiquitar con el último vestigio de la civilización que alguna vez dominó este planeta.

He economizado en palabras, a falta de tinta y papel, ahora es casi imposible escribir a la vieja usanza humana, todo se escribe en soportes electrónicos y hologramas. Pero escondo este trocito de papel de estraza en esta grieta de la pared, donde he tratado de dejar una prueba de la civilización humana, que sí existió y alguna vez dominó este mundo. Espero que alguien inteligente lo encuentre.

Gregorio Quiñones Gutiérrez – México

 

El babuino sagrado

En el centro del gran laberinto dibujado en el suelo, la figura peluda miraba al público con ojos llameantes. Su cabeza era iluminada en contra-luz por un rayo de sol, que bajaba de una ventana, haciendo un halo en su pelo. Parecía como si debería saltar para hacer frente a las legiones de los ángeles del cielo, pero comenzó a moverse lentamente, con movimientos circulares, imitando un baile, mientras dos percusionistas puntuaban sus pasos con el ritmo de los tambores. El bailarín era un babuino, animal consagrado al dios egipcio Thot, el revisor del pasaje de las almas del mundo de los vivos al cielo empíreo. De acuerdo con los antiguos egipcios, los babuinos hamadryas estaban sentados, mirando hacia el este y cantando un himno sagrado, justo antes del levantarse del sol. Por esta razón, pensaron que los babuinos eran los espíritus de la madrugada.

El animal cumplía los pasos de la danza con gracia, facilitado por el ritmo de los tambores y el aire saturado de olores embriagantes. El ritmo se hacía hipnótico y el ser peludo, meneando sus caderas, se movía con pasos alternados a lo largo del gran laberinto, de ida y vuelta, como para entrar y salir de la jaula de la existencia, deshacerse del peso de los problemas y de la opresión del mundo. Los que participaban en el ritual estaban fascinados por el ritmo de los tambores, el movimiento oscilante de los hombros, del cuerpo, de la cabeza del cercopiteco que se agitaba y por las nubes de incienso, que llenaban los pulmones. El babuino terminó el baile con un salto, una especie de pirueta. Aterrizó en las plantas de ambos pies, mostrando al público sus nalgas color de púrpura, en un gesto de provocación sexual. No era una broma, sino ofrenda ritual.

La ceremonia tuvo lugar en la Basílica de San Miguel, el Príncipe de los Arcángeles y el sucesor natural, en la mitología, del dios egipcio Thot, como transportador de las almas hasta la vida eterna. En el "Libro de los Muertos" del Antiguo Egipto, el corazón del difunto se colocaba en una balanza y un babuino tenía que informar al Dios, cuando el saldo estuviera en equilibrio. La tradición de Thot se había perpetuado durante los siglos y finalmente se había fijado en la figura del arcángel Miguel. En la iglesia de San Miguel, los Reyes de Italia fueran coronados. Pero ahora no había más reyes y las nuevas órdenes de frailes, los franciscanos y los dominicos, luchaban contra los símbolos que representaban - según ellos - los rastros de antiguas supersticiones. El ritual de los babuinos sagrados era parte de las tradiciones que la Inquisición quería abolir.

El nombre del varón era Simeón, pero era llamado por todos “el Simiún”, el gran simio. Era sombrío, nunca miraba en el rostro de su interlocutor. Esto le hacía sentirse incómodo, a primera vista, a la mayoría de la gente. Simeón era amigo del cura de su parroquia. Su relación con el sacerdote le aisló completamente del mundo de sus pares. Su amigo sacerdote podía permitirle un refugio seguro, como sacristán, en la Basílica de los Reyes.

Así fue que Simeón comenzó una carrera que para nosotros, los modernos, podría parecer un poquito extraordinaria: se convirtió en el guardián del babuino sagrado. En la casa parroquial había una tradición de seleccionar un tipo raro de simio, de grandes dimensiones para capacitar a bailar en los ritos perpetuados con los misterios de Thot. Los animales eran mantenidos en un recinto adyacente a la casa de los canónigos. Ahora, sin embargo, sólo un babuino gigante sobrevivía en ese patio. Cerca de él, Simeón se sentía seguro y tranquilo, mientras evitaba todo contacto con los seres humanos.

En la oscuridad, Simeón y el babuino intentaron su danza. El Simiún estaba mascarado como un simio, con jirones de viejas pieles y trapos de desecho, y se había teñido el rostro y los brazos con la tierra y el carbón vegetal. Muy poco, aparte de la diferencia de altura, lo distinguía del simio verdadero. Los dos marcaban el ritmo batiendo las palmas y ensayaban los pasos: pateando, saltando, girando, con piruetas, terminando siempre con el “paso de la oferta y la revelación”, en que el bailarín se cae en el par pie y muestra las nalgas al público... y en ese momento entendió. El baile le ofrecía la luz de la revelación. Simeón fue arrastrado por sus propios pies hacia la entrada del camino sinuoso del laberinto circular.

Simeón quedó atrapado en el laberinto. Su andar se volvía, arrastrando los pies, desarrollandose de acuerdo a los guijarros negros incrustados en el suelo. En el centro del laberinto encontró a un Minotauro. La parte superior del cuerpo, similar a la humana, era la de un moro, armado con pesada cimitarra en forma de hoz. Cuando el monstruo abrió las mandíbulas, Simeón se sintió perdido. Se cayó y se tendió boca abajo en el suelo. Cuando se recuperó, la oscuridad llenaba la Basílica. A tientas, como un ciego, se reunió con sus manos en el tronco de un árbol, en el centro del laberinto. Una voz interior le instaba a subir. Pensó por un momento en el grotesco espectáculo de sí mismo que subiera en un tronco de árbol, que ni siquiera se suponía existir. Se subió por una eternidad, en la oscuridad de la noche, hasta sobre las bóvedas de la basílica, hacia el cielo. Era entonces esa la puerta a otra dimensión? Seguía subiendo. Era como si no hubiese nunca esperado más que de trepar ese árbol, durante toda su vida.

Simeón desapareció misteriosamente. Lo vieron en marcha, con un grupo de peregrinos de toda Europa, pero nunca llegó a Tierra Santa. Al contrario aterrizó en un puerto egipcio y se acercó a las ruinas de un templo del dios Thot. En medio de las ruinas, pasó su vida repitiendo la danza mística del babuino sagrado, para los pocos fieles restantes de la religión antigua.

Alberto Arecchi – Italia

Del trabajo de pieles al uso de textiles

 “Es una piel muy suave y bien curtida. Si hasta parece haber sido trabajada finamente, como queriendo darle brillo y suavidad. Quizás, este abrigo sea una exclusividad en el mercado internacional”.

 “Así es”. Le respondió el comerciante. “Acá, también podemos ofrecerle productos como carteras, gorras y trozos de pieles finamente trabajadas, traídas directamente desde Brasil”.

“¿Brasil?, ¿qué tiene que ver Brasil?, si acá la exclusividad es europea, no latinoamericana”.

 “Sí, lo sé. Pero las pieles de los simios con los que trabajamos vienen directamente desde el Brasil. Dentro de la densa selva amazónica, viven tanto orangutanes como monos aulladores, ambos, con sus finas pieles, aportan un buen material de trabajo a esta empresa de trabajo en cueros”.

Unos meses habrán pasado de aquel entonces, cuando una carta certificada llega a manos del gerente de dicha compañía. En ella, unas letras bien claras, diciéndole que su compañía estaba clausurada por un tiempo, debido a que, atentaba contra la vida de inocentes simios en su hábitat natural.

“¿No entienden las compañías que es ilógico sacrificar animales, clandestinamente y en peligro de extinción, sólo para el comercio y tráfico de pieles?”. Bueno. Tras unos gritos dentro de las oficinas y un par de reuniones de todo el personal, el gerente mandó a pedir la renuncia de más de la mitad de sus empleados, para así evitar una sanción mayor.

Pero al cabo de una semana, la empresa, por orden policial, debió cerrar sus puertas, expulsando hasta el último hombre que trabajaba ahí dentro. Y es más, hasta lo último de trabajo en pieles de simios dentro de esta empresa, debió ser retirado desde el interior del local.

 Unos meses más tarde, los noticieros reportaron el caso de la empresa que traficaba y vendía productos de cuero animal. La gente, reaccionó brutalmente, en contra de quienes estaban extinguiendo inocentes simios en selvas brasileñas, al sur de América.

 Las imágenes mostraban tanto a orangutanes como monos aulladores, escalando árboles o arriba de las ramas, en la cima, balanceándose desde lo alto, sujetándose con sus colas y manos. Era ver tiernos simios en su hábitat natural, una selva espesa, con abundante vegetación, aún sin ser intervenida por el hombre.

“¿Y los mandriles?, ¿Y los chimpancé?, ¿Y qué tal los gorilas?, ¿Qué acaso dicha empresa no traficaba pieles de todo tipo de primates?”

“Pues no. Sólo era la matanza de orangutanes y monos aulladores, quienes día a día, eran cruelmente sacrificados, para robarles su pelo y trabajarlo en la fabricación de carteras o gorras”.

“¿No les parece mucha crueldad de su parte?, quizás estamos hablando de miles de simios, que ya están muertos y ahora, son vendidos exclusivamente a ricos, sólo por dinero, y a grande precios”.

“¿Y qué podemos hacer entonces, si ya no hay como volver a la vida a esos pobres animales?”

“No te preocupes. La empresa cerró, y esos cazadores furtivos, ya están tras las rejas. No volverán a abrir sus puertas para el tráfico de pieles ni tampoco matarán simios clandestinamente”.

“Me parece bien. ¿Por qué no les dan la idea de que funcione nuevamente, esta vez al trabajo de textiles, sintéticos o en lana de oveja?, Es una buena opción. Así, no se sacrifican animales y se produce de todo, sin contaminar el medio ambiente.”

“Creo que será una buena alternativa. Sólo habrá que decírselo al gerente, quien decidirá si aprueba o no esta sugerencia. Porque pienso que debemos cuidar nuestro planeta, también debemos conservar a los simios en su hábitat natural, y evitar así su rápida exterminación en el corto tiempo que nos va quedando por vivir”.

Felipe Andrés Vergara Unda – Chile

 

Hijo de los simios

Érase  una vez  una dama que mantenía una relación extramatrimonial porque su marido  la trataba como  esclava. Quedó embarazada  de  quien en verdad la amaba.  Enterado  el esposo de que le era infiel, y  siendo sabedor de  que iba a dar a luz, se enfadó, acordando  con su  señora que, para guardar las apariencias, cuando  fuera visible su embarazo,  no  saliera de su residencia ni asistiera  a ningún acto. Y, al nacer esa criatura, como no era hijo suyo,  lo abandonaría a la puerta de algún convento.  Mucha aflicción sentía  ella por tener  que  aceptar esa inhumana condición.

Pasados los meses  dio  a luz un niño. Ella  le puso  una  cadena muy valiosa a su hijo, lo besó llorando y, preguntó  al esposo a  que convento lo entregaría. Este le contestó:

-“Eso solamente  lo sabré yo.”

 Sus intenciones no eran  llevarlo  a ninguna casa de acogida, quería  abandonarlo  en  un lugar remoto. Como ellos  vivían en zona costera y disponían de  barcos embarcó  con el pequeñín  dentro de una cestilla  y , mandó a  sus lacayos que pusieran rumbo  a  un islote situado millas más lejos . Una vez  estuvieron  cerca fondearon y, en  una barca subieron  el  remero   y él con el niño, dirigiéndose al islote. Al  llegar  a la arena dice  al acompañante:

-“Aguárdame!!”

Se adentró  bajo  las palmeras y lo abandonó entre unas rocas. Al retornar a la barca  apuñaló  al  remero para eliminar testigos. Empuñó los remos y ciando llegó al barco diciendo a los demás:

-“Es una isla poblada por simios. Él  murió, yo tuve suerte.”

No se equivocó,  verdaderamente  estaba  habitada por inofensivos simios  quienes, ocultos entre las plantas, observaron como  aquel hombre dejaba el cesto. Cuando marchó fueron y  vieron que allí había  un pequeño. Una  de las gorilas lo cogió en sus brazos  y  gritaba con alegría considerándolo un regalo, ya que  aquella hembra nunca tuvo  hijos. El niño  fue creciendo  con su madre  y el resto de la manada. Todos lo respetaban y admiraban, era  considerado el gran simio. Aquella  isla eran sus dominios.  Siempre llevaba  consigo aquella  medalla  que él desconocía   quien se  la puso.

   Un día un navegante comentó  de que  aquella isla estaba habitada por  monos .Aquel  señor, el  que abandonó al niño  hacia décadas, vio un negocio  ir y capturarlos, haciendo   un zoo y el resto  venderlo  a  compañías circenses  para  que, cual esclavos, distrajeran  al pueblo.

Dicho y hecho, reclutó a sus tropas  y  embarcó hacia  el islote   en un  par  de  naos grandes. Al avistarlo  en  barcas se  dirigieron hacia allí  dispuestos a capturarlos. Una vez en la playa  apareció  frente  a  ellos  aquel  gran simio  acompañado  de los demás. Al verlo  y reconocer que sobre su pecho  llevaba  aquella medalla, la del niño abandonado, quedó desconcertado pero, nada comentó.

 Él  hombre simio  acercándose  le dijo:

-“ ¿ Quien de vosotros manda?  Libraré combate con él. El  vencedor impondrá sus condiciones”.

Aquel terrateniente  gritó:

-“¡Soy yo, Dispuesto  a  derrotarte!” 

Entonces, adelantándose uno de sus  oficiales así habló:

“ Seré yo quien me bata en duelo contigo. Los simios tienen  derecho  a  su libertad!!.”

El déspota  exclamó:

-“ Prendedlo”!

Ningún  soldado obedeció. Los chimpancés  sorprendidos  se apartaron.  El tirano espada en alto avanzó furioso para  matarle. El  animalista  de un mandoble  le hizo perder el equilibrio. El  cruel hombre cayó sobre unos peñascos, con tan mala fortuna, que  muerto  en el acto quedó. Los simios  y su   prócer se mostraron tristes,  eran inofensivos  y  no deseaban  el fallecimiento de nadie aunque, como en este caso, malvado fuera. El  vencedor  se  despidió  de los  primates  diciendo:

-“Nunca vendrán  a prenderos. Nosotros partiremos en nuestros barcos lejos; si allí volvemos, seríamos  castigados. Nadie  aceptaría que, por defenderos,  matáramos a nuestro señor.”

Entonces así  habló  el  hombre mono:

-“Antes, decidme de donde  procedéis y, cededme   una barca  para  llevar  el cuerpo de  este  hombre junto  a su familia.”

Dándole un plano y un pequeño esquife  se despiden. Los barcos parten  rumbo a  lo desconocido.

El  gran gorilas  ordenó a un par de  ellos le acompañaran con el cuerpo del finado pues, al amanecer  embarcaban. A todos  les pareció  bien, pero rogándole  que regresasen  y  que tuvieran cuidado  pues los humanos  podían no creer sus palabras  y meterlos  en jaulas  o  matarlos. Él  les  comentó  que  habían de  correr  ese riesgo pero  ese hombre  no podía  quedar  en  aquella isla. 

Embarcaron  con el  difunto  y a golpe de remo  en un par de jornadas, siguiendo el plano  que  aquel  soldado   les    proporcionó,  pronto avistaron la torre  del homenaje  de  aquel castillo. Al desembarcar  en una cala, descubiertos por unos  centinelas   fueron detenidos  y, acusados  de  ser  los asesinos  de su amo,  los llevaron  a punta de lanza  hasta  su señora.

Cuando aquella   recibió  al  jefe de la fúnebre comitiva; pues los otros  dos fueron encadenados y  llevados  a unas  jaulas, se quedó  mirando  aquella  reluciente medalla  y ,emocionada  se  abrazó a él llorando  exclamando:

-“ Hijo miooo!”

Él, seriamente  contestó:

-“Mi madre  es  la gorila que me crió, la que me amamantó pero, explíquese, por favor, a qué se debe tal confusión.”

Una vez  aclarado todo,   por parte de la señora,  comprendió  la situación  vivida  por su madre biológica.  Dieron sepultura  a  los despojos de  tan cruel hombre. La anciana dama mandó poner en libertad  a los simios  y  nombrar heredero  a  su  hijo   pero él no aceptó  diciendo:

-“Gracias, he de volver  a la isla. Allí para siempre  viviré con mi  familia, los simios .Vendré  a verle  y, usted puede  ir  cuando guste. Me debo  a  los  que me arroparon con cariño  cuando, desvalido  y desnudo estaba.”

La  mujer  comprendió  su actitud  resignada quedó sabiendo  que  él era dichoso .Se  despidieron efusivamente.

Marchó con sus fieles acompañantes  al  islote  y, hasta el final de sus días, feliz fue  viendo que los suyos, aquella manada, y él mismo,  disfrutaban  de la  preciada  libertad.    

José Reinaldo  Pol García – España


Nosotros y ella

(Chimpancés y humana)

Época actual, en algún lugar aledaño al Rio Congo, África. Estaba muy tranquilo retozando en la gran rama. Eventualmente y sin salir de este letargo, alargo mi brazo para alcanzar una tierna hoja que por ahí viene acompañada de alguna caminante. El luminoso está bien arriba y se cuela entre las ramas altas para traer calor que viene y va. Nada podrá interrumpir este descanso luego de la cacería de ayer que costo tanto a la familia.

Escucho un ruido, no muy distante, detrás de mi cabeza. La briza trae un olor extraño, no es de uno de nosotros, tampoco de los que corren abajo ni de los que andan por el aire. Todo en mi está en alerta, el aire se espesa, escucho solo en una dirección y ahora veo solo hacia atrás.

Giro bruscamente hacia ese lugar y me sostengo de la rama con manos y patas. Alguien con colores distintos se va asomando entre las matas de abajo y mi cuerpo lo percibe en el temblor del árbol. Pisadas torpes, que no hacen base con el suelo, no se agarran. También en el aire se siente el temblor de un cuerpo largo, pero lo que aturde es el olor, entre dulce y rancio, muy mesclado como con flores, se va esa ola de olor y llega otra de la misma dirección, este es parecido al nuestro pero más fuerte. Es una hembra.

Ahora la veo, me asusta muchísimo, esperaba algo más parecido a nosotros. La confusión y el miedo me hacen subir y me oculto en la parte alta entre las ramas. La veo abajo y ella me busca con la mirada, veo que no tiene pelo tiene en su lugar algo de muchos colores que se cruza en pliegues, como pieles sueltas una sobre otra. Esta parada sobre sus patas sin buscar otra forma de moverse o descansar.

La cara es lo más difícil de mirar sin temerle: la nariz esta hacia afuera y los orificios también; los ojos hundidos, separados con pelos sobre ellos, el resto todo pelado, pálido; la boca tiene un color distinto de sangre, no sé si esta lastimada o esa así y salen sonidos sin parar, distintos, fuertes y bajos, muy violentos y cortados. Toda la cara pelada y el cráneo con pelos muy largos, oscuros. No se cómo contarlo cuando se lo tenga que decir a los nuestros.

Me acomodo en una rama más fuerte pero sin bajar. Ella (y lo digo así porque su aroma me lo indica) se mueve torpemente hacia un lado, luego hacia adelante y lo más asombroso es que se puede sostener con esas pequeñas y precarias patas, sin dedos, de una piel brillosa del mismo color que la rama y atadas con pequeñas lianas. El miedo se pone en contra de la curiosidad y el instinto me sigue indicando que me quede aquí pero a la vez que hay algo que nos une.

Agudizo la vista y enfoco hacia su cara, sus ojos, distintos a los nuestros, hay algo muy claro, que me asombra y que por otro lado me genera confianza, poco a poco voy descendiendo y ella va subiendo. Con distintas idas y vueltas de mi parte, ella confiada sigue subiendo. Ahora veo que se ha sacado la piel de sus patas y las ha dejada abajo, sus patas de ahora son pálidas, pero parecidas a las nuestras, más torpes y con dedos más cortos.

Luego de varias idas y vueltas, nos encontramos en la gran rama, nos exploramos, yo más a ella que ella a mí, me asombra su piel y sus pliegues de distintos colores, atados, el color de su boca, siendo hembra sus mamas están ocultas y también su rabo. Pero me centro en sus ojos y a través de ellos nos comunicamos, dado que sus torpes ruidos sonidos, que salen de la boca son imposibles y no sabe entender nuestros gestos ni hacerlos.

Ahora me asalta una inmensa duda, nosotros los de aquí, estamos acostumbrados a vernos y comunicarnos, también a los que corren abajo y los que vuelan arriba, ¿cómo les podre contar que he visto, tocado y comunicado con un diferente, una hembra parecida a nosotros pero a la ves distinta?. Para nosotros en fácil saber que existimos, vivimos en familia y clanes y nos reconocemos. Ahora he visto alguien diferente ¿qué hará mi clan con ella?

Nicolás Roberto Chimento Ilzarbe - Argentina

 

Reconocimiento

Mi amigo Samy

Hoy, es un gran día, voy a ir al trabajo de mi mamá a conocer a su nuevo amigo, ella cuida de la mente de las personas creo que se le dice ¿doctologoa? ¿Doctora?, no, no, no, es psicóloga, si así es, ella me contó que ahora está  trabajando con lindos monitos.

Yo me llamo Diana, y tengo 5 años de edad, ya soy una niña grande y soy muy responsable, ya puedo atarme sola los cordones.

Esta mañana mientras mamá me peina frente al espejo, me habló de Samy y como lo rescataron de un lugar muy feo, donde le hacían muchas cosas malas.

Mamá ¿puedo jugar con Samy?

Mmmm, puedes, pero al igual que cuando jugas con tus amigos ¿qué se debe y que no se debe hacer?

No debo gritar, pegar, tengo que respetar a mi amigo, no ser egoísta y compartir.

Muy bien.

Mamá, me da un beso en la mejilla y toma de mi mano, pero antes de irme agarro a mi peluche favorito, mi monito Tomy, mi papá me lo regaló, porque tengo miedo a la oscuridad, y las tormentas, pero desde que Tomy está conmigo nada me da miedo.

Nos subimos al auto de mis papas, me siento muy emocionada, nunca había visto un monito tan cerca, además de mi amiguito Tomy y de los que están en el zoológico, pero mami dice que ahí no es un buen lugar para ellos.

Mientras mamá conducía, me preguntaba ¿cómo sería hablar con el monito?

¿Mamá?

¿Sí?

El monito que vamos a ir a ver ¿es como mi monito Tomy?

Mamá se rió un poco, no entendí ¿qué fue lo que le hizo tanta gracia? no me gustó que se riera de mí.

Mi amor no te enojes. Samy es un chimpancé, no es como Tomy, Samy es muy inteligente.

Pero Tomy es muy inteligente, me cuida de las tormentas ¿como habla Samy contigo?

Samy sabe hacerse entender, como tú cuando eras una bebe y no sabías hablar

Ya no soy una bebe, soy muy grande.

Mamá estaciono el auto y desabrocho el cinturón de seguridad

¿Llegamos mamá?

Si, ya llegamos.

Tomé a mi amigo Tomy, y con ayuda de mi mamá bajó del auto, ahora que soy grande puedo hacer muchas cosas, pero mis piernitas son cortitas y a veces necesito su ayuda.

Entramos a un edificio muy, muy grande, hay muchas personas, y todas son muy amables, saludan a mi mamá, y a mí me acarician mi pelo, no me gusta porque me despeinan, con lo difícil que se le hizo a mi mami arreglarme mis dos coletas.

Después de saludar a todos los compañeros de trabajo de mamá, llegamos  a una habitación y ahí había un vidrio muy grande, parecía una pecera gigante, pero no había peces, había un árbol y un monito, no, un chimpancé porque mamá  dijo que él era un chimpancé, tal vez por eso es más grande que mi monito Tomy.

Diana, ese de ahí, es Samy- dijo mi mamá

Hola Samy, mamá ¿por qué no me saluda?

Porque no puede escuchar por el vidrio, ven vamos a entrar con mi amigo Adrián, el cuida de Samy.

El amigo de mamá, Adrián, era muy alto, y tenía una sonrisa muy grande.

Hola Diana ¿cómo estás?¿Cómo se llama tu amigo?- me pregunto el señor Adrián

Se llama Tomy, es mi monito

Dime Diana, tú y Tomy ¿quisieran conocer a Samy?

Sí. los dos queremos

Vamos entonces.

Entramos por una puerta, a la casita de Samy, había muchas plantas, pero también paredes muy blancas, apreté con fuerza la mano de mamá, y me escondí atrás de ella mientras  el señor Adrián trajo en sus brazos a Samy, era muy bonito, mami me tomo en brazos así podía estar cerca de Samy, toque su linda carita y él tocó la mía, pero después se escondió en los brazos del señor Adrián.

mami, creo que lo asuste- me preocupe mucho, no quería asustarlo

Es que lo lastimaron mucho, si a ti te lastiman, tú también te asustarías ¿verdad?

Si, ¿él es un bebe?

No, es más chico que tú, pero ya no es un bebe, tiene un poco de miedo nada más. Venimos a despedirnos porque  mañana Samy va a viajar a Brasil con Adrián.

¿Por qué?

Porque ahí hay una reserva muy grande para chimpancés, y lo van a cuidar muy bien

¿Puedo hacerle un regalo a Samy ? es para que ya no tenga miedo

Pregúntale a Adrián que es su cuidador

Señor Adrián, ¿puedo hacerle un regalo a Samy?

Si, si puedes

Toma Samy, este es mi amigo Tomy, él va a cuidar de ti, como me cuido a mí.

Samy abrazo a Tomy, y  me sentí muy feliz de ayudar a mi nuevo amigo, pero el señor Adrián y mamá dijeron que era hora de despedirse y le dijimos adiós a Samy.

Esa noche cuando papá llegó a casa le conté todo lo sucedido, él me abrazó y me explicó que aunque Samy se fuera lejos, siempre seremos amigos.

Ya que regalaste a tu peluche ¿quieres que te compre otro monito como Tomy?

No papá, muchas gracias, pero yo ya soy una niña grande, ya no tengo miedo.

                                                                                  Fin.

Lorena Paola Rodríguez Pérez – Uruguay

 

Bajo el delirio

Anoche, sufrí una locura tétrica en la casa. Fue como si hubiera vivido una pesadilla. Me sucedió cuando bajé al primer piso, para tomar agua, tenía mucha sed y sentía malestar en la cabeza, no podía soportarlo, así que fui rápido por la bebida para refrescarme.

 Por cierto, yo estaba solo en mi habitación. Dormía entre lo menguante, recostado en la cama, todo hasta cuando el calor de la noche, me despertó. Entonces por necesidad, me puse de inmediato en vigilia y me levanté y corrí a abrir las ventanas para recibir aire, pero no sirvió de nada, porque la oscuridad era sofocante y perturbadora. Desde lo subjetivo, no percibía el equilibrio espacial. Pronto comencé a padecer un delirio, que recorrió toda mi humanidad. No sabía en ese momento, que era exactamente en realidad. Parecía poseer una fuerte fiebre, cuyo ardor me hizo ver sombras y monstruos en el recinto, tal tribulación fue terrorífica.

Debido a esta extravagancia, salí presuroso en dirección a las escaleras y bajé hasta el primer piso, agarrándome de las paredes, lleno de ansiedad. Luego pasé los umbrales, cogí por el pasillo principal y me acerqué a la cocina. Allí encendí la luz amarilla. Más decidido, pasé a tomar un vaso de la estantería, cuando de improvisto, se me rompió el objeto entre las manos. De súbito en el acto, recaí en frenesí, me supe gritando ahogadamente, porque creía ver un espectro horrendo, temerario con su apariencia de gorila. Al mismo tiempo, su cuerpo acorazado y sus ojos negros, generaban horror en mí, tanto que yo chillé con pánico entre la estrepitosa desesperación.

Un segundo después, pareció lanzarse el gorila sobre mí, para acabar conmigo. Todo rabioso, me tomó por el cuello para matarme, fue espantoso sentir sus garras peludas. En lo personal; yo obvio reaccioné, me revolqué en el piso con agresividad para tratar de mandarlo lejos, hice unos manoteos bruscos, pero a pesar del esfuerzo, no pude librarme de la bestia, sólo hasta cuando los vecinos del barrio se despertaron y convinieron acercarse a la residencia para ver qué pasaba, cambiaron las circunstancias. 

 El señor Augusto, quién dormía en la casa solariega de atrás, entre tanto, bajó al patio por una de las palmeras, que había entre los arbustos; más pronto corrió hacia los cuartos de adentro y llegó rápidamente al sitio donde yo estaba todo desvariado. 

 A propósito, Augusto me descubrió tumbado en el suelo, ya con el rostro contraído de terror. Entonces con agilidad, pasó a recogerme, me tomó por los hombros y de inmediato me dirigió a la salida.

Una vez en las afueras, los presentes reunidos en la calle, resolvieron llevarme al hospital en un taxi. Con dos conocidos, arribamos en poco tiempo al edificio azul. Ellos para lo seguido, me entraron a la sala de urgencias y me recostaron sobre una camilla. La enfermera de turno, vino bien al trote para atenderme y pronto me llevó hasta donde el doctor Tarfher, más al final, después de la consulta médica, me diagnosticaron una psicosis tremenda, que pudo acabar con mi vida, por haber obsesionado este arte de Poe.

Rusvelt Julián Nivia Castellanos – Colombia

 

Sesiones en el zoológico

Pancho se llamaba mi psicoanalista. ¿Apodo de un hombre llamado Francisco? No, típico sobrenombre de simio. Así es, se trataba de un pacífico chimpancé macho. Para mejor imaginárselo agregaré que parecía viejo, con una cara de animal sabio, rebosante de experiencias fuertes. Ustedes comprenderán: eran años difíciles para mí y para el país, estaba desempleado y al borde de un ataque de nervios. Y los psicoanalistas humanos no razonan esto, tan elemental, quizá porque están muy encumbrados en sus pedestales: si uno está deprimido porque no consigue trabajo, pagar por sesiones (y nada baratas, por cierto) es un contrasentido, pues lo que ese hipotético paciente no tiene es justamente dinero... A propósito, Pancho se contentaba con tres bananas por sesión, que su comprensivo cuidador dejaba que yo le pasara por entre los barrotes de la jaula. Ya lo sabemos, pues don Sigmund lo analizó muy bien: siempre debe haber un “honorario” (un aliciente) por el servicio de catarsis prestado.

Me psicoanalizaba con mi gran simio una vez por semana. Los martes, luego de repartir mis Currícula Vitae por toda la ciudad (a esa altura de mi angustia de desempleado ya había renunciado a mi rubro, el gastronómico, y me presentaba ante cualquier llamado), aprovechaba las horas muertas de la siesta para acercarme al zoológico municipal. En la boletería mostraba mi ya caduca libreta universitaria para no pagar la entrada. Como si Pancho supiera que yo necesitaba descargarme, al descubrirme allí, de pie junto a los barrotes, sosteniendo el racimo con los tres óbolos amarillos de la sesión, dejaba lo que estuviera haciendo (mayormente despiojarse) y se acercaba hasta mí todo lo que la seguridad del zoológico le permitía. Muy pocas veces me ignoró, mostrándome su trasero pelado en señal de protesta o aburrimiento (reconozco que mis conflictos eran bien monotemáticos: todo giraba en torno al dinero que no me alcanzaba. Y, dicho sea de paso, en alguno de esos diálogos de uno solo que yo entablaba, creí entender que con sus ojos Pancho me reclamaba: “¿Por qué esa obsesión por el dinero? ¿O acaso usted no experimenta el estar vivo, justamente ahora mismo, y sin embargo no hay ningún billete entre nosotros?”).

Pero por lo habitual fue un analista atento a mi necesidad de hallar oídos que me ayudaran a desahogarme de una vida de fracasos. Recuerdo que el vigilante pasaba haciendo su ronda, me veía otra vez ahí, hablando con el primate, se sonreía y seguía su camino sin pedirme que me alejara un poco de la jaula por seguridad. Ese buen hombre toleraba que yo limpiara de angustias mi chimenea consciencial de esa manera tan poco ortodoxa. Sucedía que él también compartía la crisis de todos, y no se asombraría de mi particular rebusque para enfrentar la necesidad de catarsis.

Por favor, déjenme solazarme un momento intercalando aquí una breve anécdota, que a mi ego tantas veces vapuleado le hará más que bien. Verán, en esto de la psicoterapia con primates yo fui pionero: un día llegué a la jaula de Pancho y encontré charlando a mi terapeuta peludo con una vieja desgreñada y harapienta. Seguramente la mujer me habría visto y ahora me imitaba. Cara conocida del barrio, esta vagabunda medio loca deambulaba por las fruterías de la zona reclamándole a los empleados que le regalasen la fruta de descarte, ésa que estaba a punto de echarse a perder. Noté que traía como paga dos peras bien maduras. Se había conseguido una silla de plástico, que ubicó frente al mono, y farfullaba cómodamente instalada, muy animada, casi a los gritos. Su gesticulación histriónica, vista a la distancia, la señalaba como un caso delicado para Pancho. Fui respetuoso y aguardé a que terminara la sesión deambulando por el zoológico. Cuando noté que la mujer se iba, la abordé. No fue fácil hacerme entender con la otra paciente del chimpancé, estaba más ida de lo que yo suponía, pero al fin pudimos ponernos de acuerdo: yo seguiría viniendo a terapia los martes y ella lo haría los jueves.

Mi tratamiento marchaba viento en popa, ya me sentía mejor, o por lo menos no tan vulnerable. Hasta que un día de junio cerraron el zoológico por decreto municipal. Había que acoplarse a la tendencia mundial de terminar con el paradigma victoriano del encierro de animales para la exhibición, como si fueran trofeos de guerra ganados al exotismo colonial, y en este contexto surgió un grupo de conservacionistas que recolectaron firmas para que el intendente clausurara el zoológico centenario de la ciudad.

En fin, allí, frente al portón de rejas cerrado, me enteré por boca de un excuidador que habían llevado a los animales a un parque nacional ubicado en el norte del país. Y en la mudanza entró, claro, mi psicoterapeuta antropomórfico. Pensé en seguirlo, pero este país sudamericano es muy extenso, y para mantener el ritmo de las sesiones yo debía recorrer unos mil quinientos kilómetros semanales. El tiempo no era un problema, pues como ya he dicho estaba desempleado; sí lo era el costoso boleto del ómnibus de larga distancia. Pero, por otro lado, conjeturé que resultaría difícil atraer la atención de mi catártico amigo Pancho viviendo en estado de semilibertad, sin contar con el hecho de que las visitas siempre serían guiadas, con algún guardaparques que vigilaría a su contingente turístico a sol y sombra. Y sabemos bien que el psicoanálisis requiere de cierta privacidad para que la catarsis pueda fluir. (A la pobre Eduviges, mi compañera de diván, una vez la vi tratando de dialogar con el guacamayo de una pajarería de la zona, pero el empleado de la tienda la echó amenazándola con el palo de una escoba.)

Así fue como terminó mi experiencia con el darwinismo freudiano.

Maximiliano Nicolás Sacristán – Argentina


El mensaje

Era una tarde lluviosa cuando recibí una propuesta de lo más extraña. Nunca he sido amiga de las citas previa recomendación de un allegado, pero Marta, mi amiga, me dijo que tenía que conocer a Bubali porque tenía un mensaje para mí.

“¿Cómo iba a tener un desconocido un mensaje para mí?  Eso solo sucede en las películas”. Pensé mientras buscaba en Google la ubicación del lugar donde debía llegar cualquier día antes del anochecer. Esa condición fue lo más extraño de su propuesta. ¿Por qué antes del anochecer?  Y además informándole previamente del día elegido.

Una cita a ciegas siempre es un riesgo para una mujer, sobre todo si es, como fue para mi sorpresa, ver que me había citado en la puerta de una tienda de animales. Tras unos minutos plagados de indecisión decidí aceptar. Bubali sonaba a africano, así que imaginé que sería un chico alto y moreno. El enigma estaba servido y seguía creciendo ¿Para qué una cita a ciegas si ella era consciente de que no buscaba pareja?

Quise abreviar y le dije por teléfono que iría al día siguiente sobre las seis de la tarde.

Por la mañana recibí por “What´s up” un mensaje suyo que decía:

“Cuando llegues a la tienda dile al dueño que vienes a ver a Bubali. No temas, él te llevará dentro y haz lo que te diga”.

Confieso que pasé las horas sin saber que ropa ponerme. Cita a ciegas, tienda de animales, un intermediario. Aquello empezó a sonarme a broma, y, tras elegir ropa discreta pero cómoda y nada pretenciosa, decidí seguir con el juego.

A las seis de la tarde, me recibió el dueño de la tienda, pregunté por Bubali y me dijo que esperase un momento. Al poco volvió y me dijo que debía esperar un rato porque Bubali estaba durmiendo y no era buena idea despertarlo.

Aquello me sacó de mis casillas, encima debía esperar a que el “señorito” terminase su siesta. Le dije al dueño que me marchaba y él me detuvo, me dijo que era importante el mensaje que tenía para mí. Sin estar del todo de acuerdo accedí a esperar. Fue casi una hora en la que me dio tiempo a conocer a todos los inquilinos de aquella tienda.  Pasar una tarde entre animales en cautividad no era para mí la mejor forma de decirle adiós a un bello día.

Eran casi las siete cuando el dueño me invitó a bajar a un sótano. Al final de la escalera había un pasillo y me dijo que fuera sola hasta el final, que allí me esperaba Bubali. Cuando el pasillo se terminó me di de bruces con un cartel que decía Bubali. Al bajar la vista casi salgo corriendo, allí estaba Bubali, mirándome con sus ojos negros. Creo que estaba más asustado que yo, me acerqué a él sin dejar de mirarle a los ojos. Los dos guardamos silencio unos largos minutos.

Volví a la tienda y comenté al dueño que había recibido el mensaje. Le pregunté por qué estaba allí:

—Bubali fue abandonado en la puerta de mi tienda hace un año. Supongo que pensaron que era un chimpancé y al crecer y ver que era un bebé gorila, se deshicieron de él. No imagino como pudieron traerlo el pueblo desde su selva, pero allí estaba y tan solo hice lo que pude, acogerle y darle un hogar provisional porque ese tipo de animales es muy caro de mantener. Mi tienda es una tienda de mascotas pequeñas y no da para mucho, así que solo se me ocurrió correr la voz entre mis amistades y clientes para que me ayudasen—.

—¿Y por qué no llamó a la policía? — Pregunté.

—La policía lo habría llevado a un zoológico y no es eso lo que quiero para él. Yo quiero que vuelva a sus árboles, con sus hermanos y primos—.

—Ese fue el mensaje que recibí al mirarle a los ojos. “Llevadme a casa”. —Respondí.

— Por eso lo he mantenido oculto, para que no me lo quiten. Cada vez que he conocido a alguien con poder económico para hacerlo, le he invitado a conocerlo, pero nadie ha captado el mensaje y si lo ha hecho, no se ha querido implicar. Marta compra aquí la comida de su perro. No hace mucho, oyéndome hablar por teléfono, me preguntó y ahora usted está aquí. Ha sido la única que ha entendido el mensaje. El mensaje lo tenía él, no yo, por eso cuando alguien venía a verlo, y preguntaba por el mensaje y por Bubali, yo no decía nada, como a usted, lo invitaba a llegar al final del pasillo—.

Mi despedida fue una sonrisa y, sin añadir nada más, me marché. Antes de salir de la tienda dejó en mi mano un mapa. Horas más tarde, Marta me llamó y me preguntó si había recibido el mensaje. Le dije que sí y que la llamaría en unos días. Cuando todo estuvo listo, la llamé y le dije que hiciese las maletas, nos íbamos de viaje. Todo se preparó con la mayor discreción, se firmaron documentos de propiedad y compra-venta y Bubali viajó con nosotras hasta el lugar de donde vino cuando era un bebé.

Aquél día en la selva, cuando caminó por primera vez y se quedó mirando un gran árbol, parecía conocerlo, nos miró por última vez y se perdió en la espesura, llevando consigo un localizador por si algo le sucedía. Marta y yo lloramos de felicidad, los miembros de nuestro equipo hicieron lo propio. Bubali estaba en casa al fin.

José Gabriel Elena Gil – España

 

La cita dominical

Rosa, una dulce octogenaria de sedoso cabello cano y piel color durazno se acicala,  con el mismo esmero con que lo ha venido haciendo, cada domingo, desde hace cinco semanas...

Con mano ávida y temblorosa se aplica su polvo facial con el que intenta atenuar los surcos que el tiempo, con indolencia, ha labrado en su rostro.

Para sus labios, enjutos y cuarteados por el inexorable rodar del calendario, recurre al lápiz de un candoroso color rosa, ligeramente nacarado, buscando conferirles una tenue vitalidad.

Tímidas pinceladas de sombra color salmón obran en sus ojos el milagro y le otorgan una suave luminosidad a su nublosa y marchita mirada, que no evidencia el fulgor de sus ojos, tan celebrado en su mocedad.

Es la quinta semana consecutiva en la que Rosa se evade del hogar de ancianos al que la confinaron sus hijos, Alberto y Paula, desde hace un lustro, argumentando para tan drástica decisión, que sus respectivos trabajos les demandan ingentes cantidades de tiempo y que cada uno tiene su propia familia, cónyuge e hijos que exigen de ellos afecto y atención permanente, lo que les impide satisfacer los requerimientos de tiempo y cuidados que, esporádicamente, les hacía su madre.

Todos los domingos, sin falta, Rosa ejecuta con religiosa puntualidad, todas las tareas necesarias para cumplir a cabalidad con su plan semanal, sin dejar pasar por alto ningún detalle.

Antes de salir, posa por última vez frente al espejo, ansiando recibir de éste, un indulgente dictamen. Se mira, sus ojos emiten un destello inusual y en sus labios se dibuja una inocente sonrisa.

Baja las escalas con sigilo, cruza el pasillo conteniendo la respiración para no alertar, ni con un suspiro, a las abnegadas  cuidadoras. A tientas, logra alcanzar la puerta principal, abre el cerrojo temblando de pavor y sale del geriátrico con una sonrisa pícara, como la de quien saborea una dulce victoria,  reflejada en su rostro.

Aborda el autobús ayudada por un  empático transeúnte.  Encuentra, al fondo  del automotor, un lugar disponible al lado de la ventana, por la que observa embelesada el paisaje que cruza raudo ante sus ojos, como si fuera la primera vez, que el edénico escenario los acariciara...

La ruta entre el pueblo de la Macarena y Tinigua, en los llanos orientales de Colombia, con su exuberante mosaico de verdores, su cristalino y serpenteante río Guayabero, su luz dorada que se filtra entre las densas nubes, su olor a exuberante y fértil boscaje, su  brisa tórrida aunque serena, atestiguan, con complicidad, el periplo dominical de la anciana; además de miles de flores que en vibrante policromía, le sonríen.

Alcaravanes, garzas y corocoras, que pintan el firmamento de arco iris,  le cantan en armónica coral, celestiales tonadas que la alientan en su temerario empeño.

Sus manos no cesan de temblar, la ansiedad del encuentro con Tomás, el misterioso depositario de su amor, la pone ansiosa y le hace perder su serenidad y aplomo; en ellas porta, con especial cuidado, el mismo presente que cada domingo prepara con genuino esmero para su amado.

El autobús se detiene. Con la ayuda de una joven, Rosa desciende del vehículo; se desplaza con paso lento y cansino por un zigzagueante sendero entre los árboles;  sin pausas, da un paso tras otro. El temblor de sus manos se intensifica al saber cada vez más cercano el anhelado encuentro.

De súbito, Tomás,  su amado, se cruza ante sus ojos, haciendo que retorne a ellos, providencialmente, su luz juvenil.

Exultante, Rosa entrega a Tomás el obsequio que de forma tan esmerada preparó y con tanto celo guardó: una apetitosa torta de bananas, que el tierno y juguetón chimpancé color ámbar devoró con deleite.

Luis Eduardo González García – Colombia

 

John Green

John tenía cinco años cuando supo que dedicaría su vida al salvataje de los grandes simios. El niño se había criado en una casa enorme con un gran jardín prolijamente cuidado por el jardinero Peter y las mejores comidas elaboradas por la esposa de Peter, cocinera de la familia. Tenía muchos, pero muchos juguetes, los zapatos más caros del mercado y un rincón de juegos personal en uno de los sectores del jardín.

Pero John se sentía solo. Muchas veces gritaba sin razón o rompía caprichosamente sus juguetes cuando realidad solo buscaba llamar la atención.

Papá Williams era un hombre de negocios, sus empresas llevaban gran parte de su tiempo, más los viajes, las fiestas, los amigos. John sentía que todos eran más importantes que él para su padre y peor aún después que Williams y Rose, la madre de John, se separaran el año anterior.

Mamá Rose, estaba siempre muy bien vestida y calzada, impecablemente peinada de peluquería y oliendo a perfume. Solía levantarse tarde, más tarde que John. Nunca compartían el desayuno ni los juegos en el jardín que tanto gustaban al niño, nunca lo llevaba al colegio como hacían las mamás de los compañeros. Rose salía al gimnasio, salía con amigas y en los últimos meses salía con Paul. El jueves pasado no fue a la fiesta del colegio de John porque iba al aeropuerto a recibir a Paul que volvía de un viaje al exterior.

-John, ven acá. Llegó un mensaje de tu papá- llamó Mary la niñera de turno (John nunca llegaba a ser amigo de la niñera cuando su madre ya la había cambiado por una nueva).

Mary, había entrado hacía casi un mes, intentaba ser cariñosa con el niño. Ya no era muy joven, no podía casi correr o jugar a la pelota con él pero a su modo lo mimaba hasta donde el mismo John se lo permitía, intentaba contarle cuentos y enseñarle canciones y poemas, lo consentía con las comidas y le preguntaba por la ropa que quería usar cada día.

-¿Dónde está papá?

-Dice que está en África, en un zafari.

-¿África es lejos?

-Sí, mucho.

-¿Por qué se fue papá?

. Fue a ese zafari con unos amigos.

-¿Qué es un zafari?

-Es un viaje por la selva para ver animales raros. Mira, papá te mandó fotos.

Eran muchas fotos, casi todas mostraban animales, algunos dormían, otros comían, otros corrían pero aquel enorme mono estaba sangrando, su cara humanoide trasuntaba dolor, sobre todo sus ojos. John nunca podría olvidar aquella mirada.

-Mary, yo quiero ayudar al mono. Pide a papá que saque plata de mi mesada para pagarle un veterinario que lo sane.

-¡Qué lindo eres, John! ¡Tu padre va a estar muy orgulloso de ti!

Seguidamente Mary tomó el teléfono y simuló hablar con Williams para trasmitirle el deseo de John. Este, que había vuelto corriendo al jardín, quedó feliz porque su padre llevaría un doctor al mono herido.

Un rato después John se acercó a la casa de Peter y Jane, la cocinera. A Rose no le gustaba que él entrara en la pequeña casa en un rincón del jardín junto al depósito de las herramientas pero al niño le encantaba ir allí y charlar o mirar televisión con la pareja. Justamente ellos miraban televisión en aquel momento, o mejor dicho la tenían encendida, aunque cada uno estuviera haciendo lo suyo, Jane dando vueltas en la cocina y Peter lavando cuidadosamente sus manos con algún resto de tierra de las labores cotidianas.

-¿Cómo estás, John? Adelante dijo Jane desde la cocina sin dejar sus tareas. Justo en ese momento aparece en la tele la imagen de un mono. John quedó petrificado, era el mismo mono que le había mostrado su padre en la foto, solo que esto era un informativo y además de la imagen tenía palabra:

-Este es uno de los siete monos gravemente heridos durante una cacería de zafari en Kenia, África Central. Parece ser que en el hecho estaría involucrado un grupo de acaudalados ciudadanos norteamericanos. El gobierno de Kenia reclama justicia. Ampliaremos en próximas ediciones.

-No, no, no-gritó John y comenzó a dar patadas a los sillones mientras Jane intentaba preguntar qué le había pasado.

El niño rompió en llanto y solo un prolongado abrazo de Jane y Peter que también se había acercado. logró calmarlo.

La vida de John no tuvo muchos cambios desde aquel día solo que cada poco tiempo y en los lugares más inesperados se encontraba con la mirada del mono y su honda tristeza. La mirada crecía con él. Cuando pudo leer comenzó a buscar información sobre los grandes monos en los libros, en las revistas, en Internet. Se compraba todas las películas que trataran del tema. Hasta llegó a mandarse mensajes con gente de Kenia que trabajaba por salvar a los monos.

Cuando llegó a la mayoría de edad y contra todas las presiones de la familia, John abandonó los estudios y se tomó un avión a Kenia para estar cerca de los grandes monos.

Blanca Estela Castro – Uruguay

 

Mis amigos invisibles

Se despertó temprano aquella mañana. El sol se filtraba rápido ya por los rincones del poblado. En un par de horas, haría muchísimo calor para ir a ver a sus amigos. En la tribu todos los hombres ya estaban a esa hora en el campo, cazando o recolectando lo poco que cultivaban en aquella época del año y las mujeres y niños aún dormirían media hora más. Eran, a cambio, las últimas en acostarse dejando todo preparado para el día siguiente. Ella, Nourinibi, de apenas 6 años de edad, cada mañana desde hacía muchos soles, se levantaba antes que su madre y sus dos hermanos pequeños y se marchaba por el camino Norte del poblado hacia lo profundo de la selva. Ella sabía que aquella zona tenía un nombre pero no sabía pronunciarlo. A ella, al revés que a la mayoría de los diez niños de su edad, no le daba miedo aquella zona. Es verdad que era más oscura, que era más densa y más silenciosa que el valle donde se asentaban en verano, pero estaba protegida. Ellos, sus amigos, no dejarían que la pasase nada malo. Nourinibi cogió un pedazo de pan del que hacía su abuela de la despensa de la choza. Se lo comió por el camino, no llegó a conservarlo ni cinco minutos porque apenas había cenado. No se le había dado bien el día a su papá y no había habido cena para todos. Lamentó no llevar nada para sus amigos pero no pudo resistirse a comerse ella sola el pedazo pequeñito de pan. A veces les llevaba frutas o frutos secos que encurtía su mamá pero hoy no llevaba nada. Tan solo jugarían. A veces lo hacían sin más. Corrían y jugaban al escondite, se tiraban cosas o simplemente a las peleas como hacía ella en los ratos libres que tenía entre la escuela de las misioneras blancas y el trabajo en la aldea.

Procuró pisar haciendo ruido para que supieran que era ella y no se asustaran demasiado. A veces tenían miedo y ella no sabía porqué. En su pueblo todos eran muy amables y muy cariñosos. Pero ellos parecían estar siempre alerta. Solo al rato de estar jugando con ella o comiendo alguna cosa, parecían relajarse y divertirse de verdad. Aquel día era especialmente silencioso todo, solo sus pisadas que cada vez hacía más fuertes para informarles de su llegada, quizás algo antes de la hora de siempre. Nourinibi se paró al llegar al árbol más grande. Allí solía encontrarse con Ra. Así llamaba ella al más pequeño de todos, al que calculaba era como de su edad y que era el primero que salía a su encuentro cada mañana. Hoy esperó. Al rato se sentó incluso en la parte dura de la hierba a esperar. Al cabo de unos pocos minutos y debido al madrugón, se quedó incluso dormida. La despertó el silencio. Denso y arraigado. Extraño y profundo. Dio un par de vueltas por los sitios habituales entre bostezos. Nada. Entonces ya se atrevió a decir en voz alta los nombres. Todos inventados por ella, basándose en cosas que hacían especiales. Ra por ejemplo era porque la recordaba al dios de la guerra. Era pequeño y de piel muy negra y brillante. Los ojos pequeños, muy juntos y grandes manos de blancas palmas. Donde estaría hoy?. Empezó a ponerse triste. Aquel era el mejor momento de su día. Le encantaba aprender con ellos a subir a los árboles, estaba progresando mucho y en la aldea era la envidia de todos los chicos, que trepaban mucho peor a pesar de ser más fuertes.

Cuando empezó a hacer mucho calor, comprendió que tenía que volver, dentro de poco su madre se asustaría y llegaría tarde a clase. Hoy tenían letras y tampoco quería perdérselo. Aprendían español. Ella era muy buena y se le daba bien. Ya sabía decir más de cuarenta palabras. Monos. Esa era la palabra en español para sus amigos. Ra era un mono. Aún no sabía decir simio pero mono era de las primeras palabras que había aprendido. En su dialecto nativo no había una palabra igual. Eran muchas palabras para definirles. Algo así como “el que se parece al humano pero en los arboles”. Esa podría ser la traducción en cualquier otra lengua. 

Triste, se dispuso a abandonar la selva pero al agacharse para recoger dos flores que había arrancado para regalo, notó algo raro en la parte más al este, detrás de ella. Miró atentamente. Parecían rocas. Brillaban al sol aquel comienzo de mañana. Muchísimo. No había visto otra cosa igual antes y las piedras no solean tener aquel resplandor. Se acercó despacio. Que extraño. En aquella parte de la selva, nunca había visto rocas como aquellas. Tenían bastantes insectos alrededor. Cuando estuvo a pocos metros, el olor la obligó a taparse con el antebrazo la nariz, arrugó el entrecejo esperando algo de aire limpio y despejado de aquel olor tan intenso.

Durante unos segundos eternos no supo lo que estaba viendo. Quedó paralizada en mitad de la nada con los brazos colgando a ambos lados de su frágil cuerpo. Horrorizada y tratando de buscar en alguna parte de su mente la explicación para aquello. Dio un paso hacia ellos, quería tocarles y consolarles, darles vida de nuevo, pero tuvo que alejarse corriendo al escuchar pasos rápidos y desconocidos.

Más tarde, mucho más tarde y después de horas de alternar mutismo y ataques de llanto, su mamá la tuvo que explicar que algunos humanos no cazaban solo por hambre y para comer como hacían ellos. Algunos humanos lo hacían por diversión y por crueldad. En su idioma no existía la palabra crueldad así que dijo humanos malos sin sentimientos. Nourinibi supo entonces que no era la primera vez que pasaba, y que no sería la última.

Marta María Quintana Álvarez – España

 

Un mono llamado Noé

Me desperté con un presentimiento vivo: el Gran Diluvio estaba cerca, ¿pero y Noé, dónde estaba? Acabé una barca de otro tiempo, con esmero reuní un pareado de cada especie impura, y siete de los de pura. Sin embargo, hubo una especie (el mono) que se negó a subir.

                Huía como si quisiera salirse de su cuerpo, y me condujo largamente a una carpa en sombra. Él, un mono amaestrado para un circo de desinteresados torturadores. La forma con que su boca se mordía las palabras, no era nada con lo que su dolor de estómago hacía con las que se tragaba. Había quien se silenciaba inadecuadamente, y había quien se comparaba con superar su duro estremecimiento. Pero los niños, que entre el público ya eran adultos, no entendían por qué les mandaba un saludo tan especial con la mirada.

                Ese día, un niño quiso comprobar si en su corazón también latía ese ímpetu de brillantez singular correspondida, y le puso la mano en el corazón. Con lo que el mono fue respondiente poniéndosela en el del niño. Aquel acto de sobrecogimiento insuperable vio su fin cuando al mono le rugió la tripa del hambre y sonrió con unos dientes no en absoluto blancos, sino mellados. El látigo del más tirano de los capataces no fue capaz de contener el lloro de un mono que comulgó con un grito de impotencia democrática, pues el charco que hicieron entre los dos se hizo extensivo cuando la multitud se enteró. Y ese llover de un rumor no demasiado lejano, hizo crecer ese charco más y más, y empezó a inundar el corazón del espectáculo, la calle, la ciudad, el mundo, a razón de que se protegiera más a los animales. Un charco que Dios llamó El Diluvio Universal, y que reunió todas las fuerzas para materializarse en firmas.

                Así fue como se acabó el maltrato del mono, y desde entonces el amo va de la correa de ese mono llamado Noé.

Donís Albert Egea – España

 

El reencuentro

Charles y Evered eran dos cachorros de homínidos. El primero, una cría humana. El segundo, de orangután. Se conocieron en un laboratorio de pruebas farmacológicas. Allí el padre del niño oficiaba de carcelero en jefe de un proyecto médico y el orangután, de banco de pruebas. Ambos primates no tardaron demasiado en entablar amistad. En las horas muertas entre prueba y prueba, solían jugar con una pelota de trapo que se pasaban mutuamente a través de los barrotes. Y pasado un tiempo, comenzaron a comunicarse a través del tacto. A veces era Evered quien estiraba el brazo a través de los barrotes. Y otras, Charles. En ambos casos y luego del tanteo de rigor, acababan chocando puños, saludo infantil que a base de prácticas furtivas, el uno le había enseñado al otro.

-Ten cuidado y aléjate de allí –le advertía a diario el padre-. Que esté encerrado y conviva con humanos no significa que no sea salvaje.

Pero Charles no hacía mucho caso. Sabía de sobra que Evered disponía del vigor suficiente para arrancarle el brazo pero que jamás haría algo así. Por ese entonces, ya eran más que amigos. Hermanos de un mismo centinela. Y sin embargo, toda sentencia llega a su término y por fin, a los pocos meses de conocerse, el niño tuvo la oportunidad de escapar de allí. Primero, a una escuela y luego, a un instituto, en donde aprendió todo tipo de saberes de humanos, de esos que diferencian al Homo sapiens de los demás homínidos: matemáticas, artes, literatura, ciencias y también y principalmente, a olvidarse de todo lo que realmente importa.

Volvió un día convertido en un hombre. Su anciano padre, seguía allí. Y también, Evered. Charles no lo reconoció. Por el contrario, le daba la espalda a la jaula y hablaba amenamente con su progenitor de los espectáculos de la capital, sus luces, sus coches, sus balcones vacíos…

El orangután aguardó en silencio a que ambos humanos se pusieran al día. Después de todo, una reunión padre-hijo en cualquier especie, es algo que distraería y abstraería a cualquiera del resto del entorno. Recién a los diez minutos y con algo de timidez, Evered comenzó a golpear suavemente los barrotes para llamarle la atención. Luego dio unos saltos prodigiosos, de esos que daba siempre para atrapar la pelota con la que jugaban en el aire y a falta de una esfera real, estiró los brazos como si arrojara realmente un objeto hacia Charles. El muchacho ni se inmutó. O no lo reconocía. O peor aún, ya no era un crío que se divertía jugando con primates menos evolucionados. Ambas posibilidades le hacían cosquillas en el pecho al pobre de Evered. Mejor dicho, alimentaban una llama que tenía dormida desde hace mucho.

-Cuidado –volvió a repetir el padre advertencias del pasado a Charles-. Te has sentado demasiado cerca de la jaula del orangután. No querrás que te arranque un brazo.

El muchacho se encogió de hombros.

-¿Y por qué iba a hacerme e…?

Y no dijo más. Efectivamente, el gentil homínido acababa de hacer cierta la profecía paterna y atenazaba uno de los brazos de Charles con el suyo. Luego tiró con suavidad hasta colocar a su hermano frente a él, resoplando con cierto aire de enojo e impaciencia. Desde los labios de Charles se escurrió una especie de alarido de terror. Pese a todo, pese a encontrarse cara a cara, seguía sin reconocerlo. Evered, por supuesto, no podía hablar. No era un ser humano. Y tampoco había aprendido nunca lenguaje de signos como algunos de sus primos más afortunados. No obstante, disponía todavía de una bala comunicativa en la recámara. Casi diez años después y a pesar del encierro, atesoraba todavía en su memoria sus recuerdos más felices. Luego, chocó su puño libre contra el que todavía sostenía del jovencito.

-¡EVERED! ¿¡Eres tú!? Yo… lo siento mucho –dejó caer infinitas lágrimas-. Ya sabes cómo somos los humanos… cuánto más evolucionados nos creemos, con más torpeza nos comportamos.

Felipe Tenenbaum – Argentina

 

Jaque mate por un día

     Este cuento comienza con la bella orang hután, que en un proyecto de desconservación de simios, había perdido su identidad, en una red siniestra de tráfico de duendes, descendientes de una fuerte estirpe que supo de longevas selvas. Había quedado sola en su selva de ladrillos, en el zoológico empresarial Ecolindozoofeliz, de la ciudad de Santa Marina de las Incoherencias. Ya no estaba con Rama, un joven apuesto con el que había llegado desde el continente de monarcas caza elefantes y que un día, de buenas a primeras, desapareció de la rainforestsinforest. Ya no sabía nada de la flaca Maguita, que había llegado para un romance con Rama. Y sí que lo tuvo, pero la que terminó preñada y pariendo a Chino fue ella, con quien aprendió a ser madreselva, pero que un día, se lo arrebataron. Lo esperó meses hasta que comprendió que se había ido con los desaparecidos. La Mona, así la llamaban, estaba sola y lejos de su noble selva y sus conocidos orang hután. 

     Los días eran similares en Ecolindozoofeliz: a las 6 PM, adentro! A dormir en el cuartito apretado. A las 9 AM, comenzaría su rutina de exhibición y tendría que soportar estoicamente a todo tipo de sapiens gesticulando y gritándole tonterías; a ella le gustaba taparse y arruinarles la juerga, pero no le daban nada para cubrirse. A veces, el viento traía un cartón, otras veces una bolsa, pero casi siempre se conformaba tapándose el rostro con sus manotas. La rutina también era lidiar con los kapos que lucían orgullosos sus chaquetas amarillas con Ecolindozoofeliz grabado detrás, así se pavoneaban entre las visitas. Como en una partida de ajedrez, tal vez, moviendo el peón adecuado, podría al menos hacerles un jaque, momentáneo, pero jaque al fin. Y si ese momento llegaba, tenía el día ganado y todo se justificaría… o casi todo.

     Un día estival, si bien temprano era, el sol ya calentaba demasiado la losa donde solía echarse afuera, a esperar que algo pase. Pero adentro no volvería, ni mareada ni distraída. Después de 10 horas en el cuartito, necesitaba aire, no importaba cuan caliente, pero aire al fin. Se pudo acomodar en una franja de sombra a la vera del foso, proyectada por el tronco de un viejo árbol, que estando fuera del recinto externo, había visto el rostro desencajado del abandono sistemático. Si bien sus ojos cansinos miraban la nada, tenía a su alcance todo el paisaje del foso, al fondo del cual había un desagüe. De repente, algo se movió por debajo de la hojarasca, pero intentó rechazar la curiosidad para no decepcionarse. Las alucinaciones claro que existen; pero luego de dudar, algo sí seguía moviéndose trabajosamente por debajo de las hojas. También sus tímpanos percibieron un tenue sonido. En fin, con tantas horas por delante de un día nada alentador, como casi todos durante su monótona década, decidió investigar. Bajó por el abrupto plano inclinado del foso, tomándose el tiempo para no rodar y terminar desnucada, como le había pasado a la chimpancé en el foso vecino. Al llegar al fondo, husmeó el desagüe y la sorpresa fue tal que dio un paso atrás. -Mi Chino! exclamó. Decidida, estiró la mano atravesando la hojarasca y tomó una mezcla de hojas y pelos con cuatro patitas. Una mezcla de corriente termogélida le recorrió la obesidad visceral. Quedó suspendida en el tiempo, ¿Rama? ¿Maguita? ¿Chino? ¿Por qué desaparecieron? Del trance la sacó el percibir unas garritas que se hundían en su cuero. Sonrió por dentro: -¿Y tú qué haces acá?, gatito lindo!, ven conmigo ….- Qué movedizo eres peludito!. Los años de encierro le había hecho duro el pellejo y obeso su pecho, como para enternecerse demasiado con un gatito que sabía se lo iban a sacar de todas formas: a fuerza bruta, ganaban los kapos. Pero lo aprovechó al menos por un momento, que sabía estaba cronometrado por la institucionalidad. 

     Alguien alerto del asunto. - No puede ser!, exclamó uno de los kapos, -Qué horror! balbuceó el otro; -Se lo tenemos que sacar antes que se enteren, cantaron al unísono. La Mona sopesando la situación, abrazó contra su pecho al felinito susurrándole: - Fue un gusto pequeñito, que tengas suerte. Poniéndoselo en el lomo, se aproximó a donde estaban los kapos rogándoles que les entregara el botín. Se dijo riéndose por dentro: -Qué linda situación!, los sapiens arrodillados!. Uno de los kapos intentó hacer un primer trueque con una hoja de acelga, muy poco. El otro le ofreció sandía, tampoco. Uno de ellos tomó una porción de torta de frambuesa de su propia vianda. -Eso sí! –exclamo la Mona. Comprendió que el peón estaba por hacer jaque. Cuando acercó al gatito y se disponía a tomar la torta, uno de los kapos se lo arrebató cerrando la puerta sin el pautado intercambio. –Carajo! así no”! traicioneros!, exclamó la Mona. Y con un puñetazo en la puerta descargó su ira, pero ésta había quedado solo entornada y la sorpresa fue compartida por ella que se quedo tiesa cuando vio que se abría y la de los kapos, que humedeciendo los pantalones, dejaron escapar al gatito, que eléctricamente optó por volver con la Mona. - Peludito, gracias, por darme una nueva oportunidad, ahora la partida continúa con estos pelotudos. - El peón lo pensará mejor (…). 

     Un nuevo día traía una marea de niños que corrían gritando, comiendo y escupiendo. Al pasar frente a la selva árida inmune al cambio climático, un newboy, medio rezagado, exclamó: Mamá! hay algo grande que se mueve debajo de esas chaquetas amarillas, ¿qué será? - No sé hijo, anda y alcanza a tus primos que le están tirando galletitas a la gorilamaguila.

     Alguien me susurró que la Mona se la llevó el viento, a la selva borneana de Biruté ya sin aburrimiento y es así que el cuento termina esperando que cumpla su finalidad, porque muchos grandes simios aún privados de libertad, intentan en soledad un definitivo jaque mate a su dolorosa realidad.

Aldo Mario Giudice – Argentina

 

El gorila

Era un día de domingo, tenía diez años e iba emocionada agarrada de la mano de mis padres. Aquella era una de las decenas de visitas al zoológico que llevaba en mi cuenta. Me encantaba observar a todos aquellos animales salvajes y extravagantes, nunca antes vistos por mis ojos, a través de enormes y pequeñas jaulas. La nueva atracción del zoo era un imperdible: el recién llegado gorila traído desde muy muy lejos. La fila para observarle era infinita, todos se impacientaban por ver a la impactante bestia.

Mis padres me abrieron un huequito para que avanzara entre la multitud y pudiese alcanzar el frente, pero cuando por fin estuve cerca y levanté la vista me invadió la sensación de estar dentro de una película de terror. Jamás me había sentido a un paso del peligro, esa fue la percepción que recibí en ese momento al ver al simio inmóvil y pegado al cristal. En ese momento no se me ocurrió que él fuese incapaz de atravesar la frontera que nos separaba, tan imponente era su gesto y su cuerpo que no dude en salir echando chispas.

Así que corrí despavorido sin dirección y terminé saliendo por el sitio equivocado, ahí no estaban mis padres, así que lloré a grito pelado, y aunque me desgañité el bullicio de la multitud silenciaba mis alaridos. Entonces una familia se me acercó tratando de calmarme, la madre me tomó del brazo y me condujo hacia un vigilante que me llevó hacia la caseta donde se encontraba la cabina de sonido, ahogado por el llanto no podía pronunciar palabra, mucho menos mi nombre, por lo que describieron mi vestuario a fin de que mis padres se presentaran. 2

A la hora de encender el sonido en la cabina de vigilancia se escucharon mis berridos y de inmediato supieron se trataba de mí. Mis padres desesperados preguntaban por dónde llegar a la cabina y al saberlo corrieron a encontrarse conmigo. Cuando llegaron sentí un gran alivio y respirando profundo les dije: “jamás me vuelvan a soltar la mano”.

El pobre gorila estaba espantado de escuchar tanto bullicio y observar tanta gente aglomerada frente a su escaparate. Todo esto le tenía azorado y les aseguro él estaba más espantado de lo que pude yo estar en aquel momento, tanto sufrimiento le había provocado jaqueca, con desesperación agarraba su cabeza. El gorila miraba desesperado a su alrededor con deseos de esconderse, pero era en vano, su jaula escaparate estaba diseñada para no poder escapar de la mirada de nadie, era la atracción principal del zoológico en ese momento y él era un inocente preso incapaz de entender lo que les divertía tanto.

Ahora que soy adulto recuerdo aquella escena con sufrimiento porque pienso en el dolor que experimentaba aquel pobre animal e imagino lo que sentiría mientras los humanos disfrutaban sin conciencia de su desgraciado encierro. Hoy me da gusto que las personas estén empezando a tomar conciencia de que los animales sufren al igual que nosotros. Se enferman, se espantan, se estresan y sienten miedo y dolor, se cansan y descansan, padecen hambre, calor y frío. ¿Por qué entonces menospreciamos su sentir?, de pequeños quizá cuesta más interpretar un gesto, ser empáticos es algo que casi siempre aprendemos del ejemplo en casa, algunas veces nos viene de forma innata, pero hay que educar la sensibilidad también para llegar a entender lo que otro ser diferente a nosotros puede experimentar. Yo antes también disfrutaba de ir a aquellos espectáculos circenses y gozaba con la infinidad de suertes que eran obligados a realizar contra su voluntad. 3

Defendamos su derecho a no ser explotados y sometidos a castigos para aprendizajes no naturales para ellos, solo con el fin de atraer al público a circos y acuarios.

Ahora se sabe que algunos animales rescatados se han logrado instalar en zoológicos y zafarís. Otros animales con suerte han sido reubicados en refugios para que tranquilos y sin sufrimiento vivan hasta el final de sus días, pero no es el caso de cientos y miles de seres que aún viven en condiciones terribles en los zoos y acuarios de todo el mundo. Desgraciadamente a muchos de esos animales sería imposible liberarlos porque fueron mutilados de su dentadura, cuernos, o garras para que los humanos corrieran un menor riesgo durante su manipulación.

Los animales en este estado no logran sobrevivir en sus ambientes naturales, no saben ni podrían cazar para alimentarse, no lograrían defenderse de un enemigo al carecer de lo que la naturaleza les proporcionó para ello. Ojalá y pronto se terminen los abusos humanos contra todos los otros seres vivos y se cierre cada uno de los centros de entretenimiento con animales, por humanidad y por respeto a la vida en todas sus maneras.

En el mundo hay lugar para todos. No hay rey de la selva, porque hasta el rey de la selva tiene un límite. Respetando a la naturaleza y a todos los seres que la componen se terminarían los problemas y todos viviríamos más tranquilos.

María Teresa Arrioja Guerrero – México

 

El rey Sambomba

 En esas vacaciones Mario decidió ir con su familia a los parques naturales del Amazonas. Ese año no querían paraísos de cemento, ni playas, ni lugares históricos. Decidieron un destino más original para encontrarse consigo mismos, con su esencia. El paquete que les ofreció la empresa de turismo era prometedor: avistamientos de diversos animales salvajes en su hábitat natural, asistencia a ritos milenarios de la tribu local, fenómenos de la selva y paisajes vírgenes que prometían un viaje en el tiempo a un mundo exótico.

La estadía en el Parque Nacional Natural Amacayacu, permitió cumplir uno de los deseos más fervientes de su esposa: —una creyente en la religión budista y profesora de yoga— conocer la flor de loto. Y, el de su hija adolescente: —una activista ambiental —observar el delfín rosado. Mario era feliz de verlas felices, a pesar de que él no creyera en sus ideologías. Nunca las había visto tan realizadas, el cumplimiento de los sueños parecía que conectara sus más profundos y nobles instintos

Al día siguiente el tour programó la visita prometida que incluía la asistencia a la presentación del chamán en una ceremonia de los tikunas, la tribu indígena del lugar. Y, a la vez, una forma de mostrar respeto por las tradiciones milenarias. El chamán celebró su rito y con palabras ininteligibles roció sobre ellos un agua extraña. Al final, enunció como una profecía que decía: “Profanación trono homosapien iluminado y salvador”. Ni siquiera él entendió a qué se refería con lo dicho. Después siguió con unos cánticos en lengua tikuna que le respondían en coro algunos de los indígenas que estaban alrededor de la gran fogata. Mario siempre se había caracterizado por ser frío y lógico; desafiante de la superstición y de la religión. Era irreverente y a veces hasta torpe. Solamente creía en el destino.

Por lo tanto, le pareció un espectáculo muy divertido y hasta hizo mofas con lo visto esa noche.

Les faltaba entrar a la reserva natural de los primates que fue programada para el último día del viaje. Recorrerían una gran extensión de selva casi virgen en donde debían acatar ciertas reglas, aunque parecieran supersticiosas. Entre las normas les ordenaban no sentarse en el trono de piedra del gorila Sambomba, un antepasado de los simios, del cual la leyenda decía que volvería para salvar a los antropoides. En el recorrido avistaron monos, micos, orangutanes y toda clase primates, fue una maravilla ver los comportamientos de estos animales, un espejo de nuestras acciones.

Mario se recreó con los primates y hasta llegó a parecerse uno de ellos y omitió las recomendaciones del guía. En un descuido se tomó fotografías en el trono del gorila y se filmó con una corona de hojas de palma. Lo que para otros era una profanación, para Mario era un momento entretenido, quizá lo mejor del viaje. La gente lo miraba con asombro, notaban como una posesión extraña en él. Su familia angustiada trató de persuadirlo, pero fue imposible, había conectado tan bien con los animales que la entronización parecía real.

Ya en el hotel, agotados de la faena se durmieron pronto y al otro día la esposa de Mario se halló acostada junto a un gran gorila. Ante tal situación, la escaramuza fue estridente y los reclamos a la seguridad del hotel fueron coléricos. Y, como el esposo no estaba, se asumió que había salido a caminar, pero pasado mucho tiempo de ausencia, examinadas las cámaras y al notar que el gorila no se iba de los alrededores, imaginaron lo peor. Confirmaron la metamorfosis de Mario en simio por una cicatriz en la planta del pie del primate en cuestión. La locura de su familia fue aparatosa. Ahora, Mario era un gorila negro, musculoso y de dos metros de altura, pero tranquilo y pensativo.

Después del paso de las horas, en calma, recordaron al chamán. Debían ir a buscarlo. Después de que el brujo salió del trance les dijo que tenían hasta la medianoche del siguiente día. La solución era encontrar la flor de loto gris y ofrecerla en sahumerio delante del trono profanado. Si no cumplían con el sacrificio, Mario quedaría para siempre como la reencarnación del gran rey Sambomba. Ante la seriedad del veredicto, madre e hija asumieron el reto de pagar la ofrenda y deshacerse de la maldición de su amado esposo y padre en el tiempo requerido.

Al otro día, madrugaron los tres con el propósito de encontrar la flor. Por la tarde llegaron a los pantanos, su búsqueda fue implacable pero infructuosa. Al fin, cuando el sol se ocultaba atisbaron marchitándose la única flor gris en medio del basto humedal. Volvieron deprisa y llegaron al trono cuando el tiempo ya había declinado. Intentaron presentar la ofrenda, pero entendieron entonces que la profecía se había cumplido y el destino los había traído hasta ahí.

Hebert Alberto Betancourt Rodríguez – Colombia

 

Disfruta tu lugar

Oranguita, peinaba suavemente los pelajes rojizos de Pon orangután, ponía higos deliciosos en su boca, abundantes en el bosque tropical del norte de Borneo. En las noches, construía un nido con hojas tiernas recolectadas durante el día para él, como muestra de su gran amor.

 _ Mi Oranguita, no comprendes que quiero estar en un lugar donde vivir distinto, probar mis fuerzas haciendo algo más útil; aquí siempre es igual tumba frutas y come frutas. ¡Estoy harto de esto! Oranguita acariciaba su cabeza, revolviéndole el copioso pelo con masajes, mostrándole cariño y consideración.

Toti y Guille, dos monitos macacos muy traviesos, escuchaban la conversación.

Pon orangután, daba largos viajes zangoloteando, saltando de árbol en árbol. A veces, hacía sus caminatas a través del suelo reconociendo nuevos lugares. Entonces, llegaba agotado, con sus dedos pulgares hinchados por el esfuerzo de apoyar su gran peso. Oranguita, ponía fomentos de hierbas vivas en sus manos y pies, reconociendo que él estaba empecinado, que día a día haría lo mismo por su gran descontento queriendo abandonar su lugar, cambiar de vida, conocer otros mundos, pero al final reconocería su error.

Llegó el día por fin, en que Pon orangután salió al amanecer. Iba de rama en rama por todos los árboles, descansaba y volvía a emprender su marcha. Pasaron muchos días y noches sin detener su impulso, hasta perder el camino de regreso, sin saber que los macacos Toti y Guille con sus travesuras, habían cambiado la flecha de señalización de su bosque. Pon con sus manos y pies cansados y agrietados, logró llegar a un escarpado. Se sentía asustado, ya que era un terreno pedregoso, seco, con árboles dispersos. De pronto, de entre los peñascos, a poca distancia, vio moverse un cuello excesivamente largo y no pudo evitar un chillido, cuando distinguió el cuerpo entero de una jirafa. Aunque sabía que existían, nunca había visto una tan de cerca, y quedó asombrado. Después de pasado su asombro, se puso a observarla bien escondido detrás de una cresta. Le gustaba el contraste en la piel de la jirafa de color amarillo con manchas y pelos de color oscuro.

 _ ¡Jum! ya me habían contado, que las jirafas eran muy elegantes e inteligentes; hasta su piel le ayuda con su camuflaje perfecto para protegerse de los leones, ocultándose entre las enramadas. Si me le acerco quizás me enseñe a vivir una mejor vida.

A la jirafa Tecla, altiva, de gestos suaves, le daba gusto ir hacia un salto de agua, alejada de la madre selva donde habitaba la familia de los simios. Subía con facilidad la cresta en busca del salto, donde recibía el frescor del agua, y sacudía su cuerpo con un manojo de hierbas olorosas. Pon Orangután se le acercó, pretencioso, para hacerse atractivo ante la jirafa.

 _ ¡Hola, jirafilla, hace días te observo!

 _ Sé que hace un tiempo me observas, tengo excelente sentido del oído y del olfato y una vista muy desarrollada, además, soy lo suficientemente inteligente para darme cuenta de todo. Por lo tanto, soy yo la que te observo, tontuelo. _le contestó sin mirarlo.

 _ ¿Sabes? He perdido la selva buscando una mejor vida y, como veo que estás tan rebosante de salud y belleza, creo puedas ayudarme.

 La jirafa Tecla lejos de sentirse halagada, giró su gran cuerpo, creyéndose muy por encima de Pon.

_ Oye simio, tengo un salto de aguas para mí sola y para algún que otro animalejo errante; además, vivo sola puesto que me gusta hacerlo y no necesito de nadie. _le dijo con desdén.

Pon Orangután, ante tal petulancia, no pudo menos que ir hacia su escondrijo sin chistar. Pasó varios días con hambre y todo su cuerpo adolorido. _ ¡Uf, no puedo dejarme vencer! ¡Tengo que encontrar lo que busco!

De nuevo fue hacia el salto de agua y, cerca de ella, emitió un fuerte sonido gutural. Tecla inclinó la cabeza hacia atrás demostrando enfado.

_ ¡Oh! ¡Pero qué maneras tan bruscas de aparecer! ¿Dónde has estado que te ves tan depauperado?

 _ ¡Jirafilla! _ dijo triste_ Ya sabes que te vengo observando desde hace tiempo y quiero que compartas conmigo tu felicidad.

_ No digas bobadas Orangután. _contestó Tecla_ ¿Es que no te has visto? Eres horrible con ese pelambre sucio y descolorido. Escucha bien: ¡Aléjate de mí, que no quiero a nadie cerca, y menos a un animal tan infeliz! _le dijo la jirafa con desprecio.

 _ ¡Uf! ¡Cómo extraño a mi Oranguita! ¡Sin ella estoy perdido, perdido!

Pon Orangután regresó a su escondite con los ojos tristes y humedecidos. De pronto, una luz salvadora en sus pensamientos le hizo estremecer.

_ ¡La Garza Real Encantada! ¡Sííí! Pensaré mucho en ella para atraerla en mi auxilio. ¡Es mi única esperanza! ¡Ufff!

 Mientras se dormía, una voz suave le despertó.

_ Oh! ¡Que bueno que llegas, buena amiga! Dime, por favor, ¿qué será de mí?

_ ¡Vamos, amigo, he venido a ayudarte!  Siempre ocurre así, la felicidad se tiene y no se ve. Volverás a tu territorio. ¡Vamos, te indicaré el camino!

 La Garza Real Encantada, guió a Pon Orangután hasta encontrar su bosque perdido. Luego revoloteó satisfecha y, se alejó en el azul más brillante del cielo.

Solo de encontrarse ahí en su tierra, Pon recibió un gran regocijo. Con su mano tomó unas hojas frescas del primer gajo de un árbol cercano. Ya recuperado, ansiaba llegar a su grupo. Al reencuentro con Oranguita quien desconsolada esperaba su retorno.

Los largos brazos de los dos se entrelazaron como para no separarse jamás. Toti y Guille los pequeños macacos traviesos, les brindaron sendos cocos de agua dulce, para agasajar a sus vecinos. Pon Orangután orgulloso, buscaba los mejores higos para Oranguita. Estaba en estos días  muy ocupado y feliz, recolectando en los copos de los árboles las hojas más tiernas para que ella, descansara en el mejor de los nidos del bosque tropical de Borneos. Mirando la luna, peinaba suavemente el pelambre rojizo y oloroso de Oranguita, su amada compañera.

Natividad Martínez Cabrera – España

 

Simón el redimido

Simón aun no tenía la habilidad para caminar sin la ayuda de su madre, cuando esa mañana, se presentó el domador del circo con la indumentaria característica y aperos de trabajo con la firme disposición de reubicar a su padre, Salomón el grandulón, a la jaula acomodada para llevarlo al centro de la carpa. Era un simio colosal de más de 3 metros de estatura y principal atracción de un triste espectáculo, donde realizaba actos contra su voluntad que le generaban una incómoda pesadumbre tras cada función. No ajena a esta situación, su amada compañera, cuidaba con celo profundo al pequeño Simón, considerado por la administración del lugar, como un diamante en bruto. Así transcurrieron los días, tan alejados de la tranquilidad como de sus lugares de origen.

En cierta ocasión, uno de los viajes a la ciudad capital, marcó el destino de la compañía circense. Una abrupta interrupción en la trayectoria del ferrocarril Amistad, fue la punta del iceberg que rasgó los cimientos de un sombrío negocio. El Capitán del ejército, Martínez Laguna, acababa de ser notificado con extrema urgencia sobre un comunicado aprobado por el Congreso del país y  que debía cumplirse inmediatamente, el cual describía en forma resumida lo siguiente: 

              A los fines consiguientes, se agradece a las autoridades competentes, brindar el apoyo logístico y operativo necesario a la Organización sin fines de lucro, denominada PSG, con sus siglas en español, en referencia a la Great Ape Proyect, dedicada a la Defensa de los Derechos de los Antropoides en situación de cautiverio y/o sometidos al maltrato físico y/o psicológico…  

Al darse por enterado y en plena facultad en el ejercicio de sus funciones, dicho funcionario, esperó pacientemente en la estación más próxima al puesto de comando de su jurisdicción, para realizar el alto obligatorio de la ruta del tren que trasladaba a la empresa Hermanos López – Gandía, siguiendo el protocolo de la Ley con valor y rango Constitucional, según el artículo 1, numeral 1. 

El oficial Martínez Laguna de profundas creencias cristianas, realizó el procedimiento de rigor con absoluta serenidad, por lo que expresó:

           Hace más de 2000 años, un hombre extraordinario llamado Jesús de Nazaret, redimió al mundo de la esclavitud del pecado. Hoy, en el debido cumplimiento de mis labores, les informo que el Comando Estratégico Militar de la jurisdicción bajo mi responsabilidad y en nombre del Gobierno Nacional, tomaremos el control de las propiedades hasta hoy, de la empresa circense denominada Hermanos López – Gandía & CIA, resguardando para ello, a  todas las especies de animales en cautiverio, las cuales serán restituidas en su debido momento y bajo estrictas medidas de bioseguridad a sus hábitats de origen con la supervisión del personal experto y las personas designadas para tal fin…

Seguidamente, agregó:

          Hoy, es un hermoso día por lograrse bajo la justicia divina, la liberación de nuestro prójimo más cercano: los simios.

Dos años después del suceso, Martínez Laguna relataba la presente historia en una exposición organizada por la PSG con el objetivo de describir los alcances de la recién aprobada  Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Grandes Simios en España, la cual se realiza a fines de Octubre de cada año.

Y en donde finalizó su narración, comentando:

          “Hoy en día, puedo decirles que Simón es un simio feliz con su familia”.

Jesús Enrique Rivero Castro – Venezuela

 

Mi espalda plateada

Mientras el “skinner” anunciaba el amanecer, yo me desperezaba en mi tienda de campaña, el crujir de viejo cazador de mis huesos vino a recordarme cuando años atrás no me costaba tanto empezar la jornada. Tras un frugal desayuno se levantó el campamento y la columna inició su marcha, hacía varios días que nos habíamos internado en la selva en medio de una espesura impenetrable que hizo que mis piernas curtidas en mil senderos empezasen a quejarse, pero lo peor era el calor, el espantoso calor y esos malditos mosquitos que jamás dejaban de molestar, a la cabeza el guía avanzaba abriendo paso al resto con la ayuda de su machete, detrás los porteadores habían dejado de entonar sus cánticos para no delatar nuestra posición, yo era el único cazador europeo de la expedición, junto a mi caminaba Nobu, el guarda forestal del parque nacional como garante de que las condiciones de la captura del único permiso concedido por el gobierno en los últimos años sé respetaba al pie de la letra. Pero mi máxima preocupación era que, tras varios días, todavía no habíamos conseguido ver ningún ejemplar. Después de algunas horas de marcha, el día hizo una señal conocida por todos, nos detuvimos agachados en medio del sendero y de la espesura, el tiempo pareció congelarse durante unos intensos segundos en los que los sentidos se agudizaron, de repente algo se movió por el lado derecho, algo grande que se desplazaba entre el follaje paralelo a la expedición, dada la frondosidad de este, era imposible saber de qué se trataba, un rumor se extendió entre los porteadores qué temerosos comenzaron a agruparse, de nuevo algo volvió a moverse entre la vegetación, esta vez más rápido y en dirección a nosotros, en un instante la pared verde pareció echarseme encima, de lo más profundo apareció un animal de blancos colmillos y emitiendo un terrible rugido que provocó la huida del grupo abandonando todo el material, agarré mi rifle, a mi edad la huida ya no era una opción, también sabía que solo tendría una oportunidad así que apunté y disparé, el dardo tranquilizante ultrarrápido dió en el blanco pero el animal prosiguió su carrera, la cantidad del somnífero estaba pensada para actuar casi inmediatamente, sin embargo, aquel animal se acercaba a toda velocidad, cerca, cada vez más cerca, hasta que apenas a unos pasos dejo de gruñir y se desplomó frente a mí, fue en ese momento cuando noté que mis músculos se relajaban y pensé, maldita sea soy demasiado viejo ya para este trabajo”, a mis pies se encontraba un magnífico ejemplar de gorila, un macho de espalda plateada que me recordó el color de mi pelo y que era justo lo que habíamos venido a buscar, a ver si estos cobardes vuelven antes de que el somnífero empiece a perder su efecto, me dije mientras me sentaba a prepararme una pipa.

 Hacía un buen rato que las estrellas habían conquistado el cielo africano, en torno a las hogueras los porteadores coreaban cánticos tribales entre palmas y risas, a un lado del campamento, casi donde no alcanzaba la luz, se encontraba una jaula donde un gran simio aguardaba para emprender un viaje sin retorno a tierras lejanas, al pie de una de las tiendas dos hombres charlábamos fumando en pipa después de la cena, “ha sido un buen disparo el de hoy, comentó nobu, el encargado de vigilar la legalidad del Safari, sí, y eso que mis ojos ya no son lo que eran,” contesté como autor del disparo, dime nobu , crees que los animales tienen alma, pregunté mirando hacia la jaula donde se encontraba mi más reciente captura, tras unos segundos de silencio recibí una respuesta sorprendente, mire señor, yo no soy más que un funcionario gubernamental encargado de vigilar la biodiversidad de este parque, pero creo que ellos son el mismísimo alma de este lugar, sin los animales esta tierra carece de sentido, cada vez que un ejemplar sale del país o es vilmente cazado por los furtivos, una parte del alma de este sitio se pierde para siempre, me quedé perplejo, nunca lo había visto desde ese punto de vista, después de toda una vida de capturar animales para los zoológicos de medio mundo las palabras que acababa de escuchar me habían llegado a lo más profundo.

Al rato nobu se retiro a descansar y yo, antes de hacerlo también, me acerqué a la jaula a observar una vez más aquel magnífico ejemplar que había capturado, frente a los barrotes , en penumbra, se intuía más que verse, la silueta de un gran animal, de pronto alcancé a ver una cara que me miraba fijamente, con semblante tranquilo, sin un atisbo de rencor o de miedo, lo que le hacía casi humano, pero con un toque de tristeza resignada que parecía preguntar por qué, fue entonces cuando, a recordar las palabras de nobu, algo hizo clic en mi interior, y una idea loca se cruzó por mi cabeza, por qué no, después de tantos años de enjaular animales se me presentaba una oportunidad de reparación, con la mirada recorrí el campamento, todo se habían ido a dormir y era el momento perfecto, así que sin dudarlo abrí el cerrojo de la jaula y me aparté muy despacio, el simio abrió la puerta y salió a gran velocidad, ni en mis mejores capturas había experimentado una sensación igual, el corazón me latía muy rápidamente, mientras, el gorila se detuvo un instante, me miró, y después desapareció en la oscuridad de la jungla para siempre.

Sabedor de que acababa de perder mi último sueldo en África, pensé que tal vez era el momento devolver a casa y disfrutar de una cómoda jubilación librándome, por fin, de el horrible calor y de esos malditos mosquitos.

Francisco Pisonero – España

 

Como el bosque

 Cogió aire y... respiró profundamente! Al Berni le gustaba el olor que hacían los bosques y aún más, cuando era otoño. El aire era húmedo y las hojas, mojadas por la llovizna, empezaban a fabricar una alfombra de colores por donde pasaba. Rojos, amarillos, marrones, naranjas...

Siempre había pensado que tenía una gran suerte de vivir cerca de un robledal. Cada día, volviendo de la escuela, le gustaba ir a pasear entre aquellos robles altos. Imaginarse ser un bandolero y hacer cabañas, leer tumbado en una sombra e, incluso, tumbarse y mirar la copa de los árboles desde el suelo.

Se lo conocía muy bien aquel bosque. Sabía decir el nombre de las plantas que crecían y, también, adivinar si algún animal había pasado por allí antes que él.

Pero Berni guardaba un pequeño secreto. Tenía un rinconcito preferido dentro de aquel gran ecosistema.

Su roble.

Un roble que tenía una copa muy grande en la que le gustaba trepar y sentarse para poder mirar el bosque desde otra perspectiva. Cuando estaba arriba de su roble, le parecía como si las ramas del abrazaran, estaba muy a gusto. Se sentía grande como si formara parte del magnífico paisaje que lo rodeaba y, a la vez, pequeño como una hoja protegido por la grandeza del roble.

Aquel día, sin embargo, Berni había llegado preocupado de la escuela. Una sensación extraña se le había acomodado en el pecho desde buena mañana.

Durante el recreo había ido observando a los niños y niñas de su clase y tenía la sensación de que todos sus compañeros y compañeras mostraban alguna habilidad, algo que les hacía ser únicos.

Ramón, bailaba como una peonza, Marta le encantaba escribir, Núria le salían los números por las orejas de tanto resolver problemas... ¿Y él? Tenía la impresión de que no encontraba ningún aspecto que le hiciera ser único.

Le gustaba hacer muchas cosas, era un torbellino (como dirían los grandes), pero no había nada que le resonara tanto como para sentirse especial. Y, esto, la entristecía. ¡Él también quería encontrar su pasión!

Llegó a casa y sólo tenía ganas de subir a la copa de su roble y mirar el bosque. Un bosque que, ese día, parecía inmóvil. Pensaba que era exactamente, un reflejo de cómo se sentía él, bloqueado. Sin embargo, el movimiento de las hojas mecidas por la brisa fría que avisaba la llegada del invierno lo hacía sentir mejor. Como si le estuvieran llevando un mensaje de calma.

Aquella pregunta le retumbaba en la cabeza. "¿Qué era lo que le salía bien, a él?".

¡Por más que lo pensaba, más se impacientaba en saberlo! La impotencia le hacía estar gato. Las emociones, ya lo dicen, ¡a veces se mezclan unas con otras!

Una tarde tras otra, Berni trepaba las ramas de su roble, cada vez más pelado por la llegada del frío. Unas ramas vacías y grises, como él, que por entonces lo veía todo sin color, gris. Todo parecía estar helado, parado.

Había intentado preguntar a sus papás para que le ayudaran.

Su mamá le decía que, si tenía paciencia y se daba tiempo, lo podría llegar a descubrir él mismo.

Su papá le aconsejaba explicándole que todos los sentimientos tenían su proceso y que, había que saberlos escuchar para entenderlos bien y encontrar el sentido a todo.

Pero Berni no hacía más que preguntarse el mismo. "¿Qué debería ser lo que le hacía ser único?"

Los paseos fueron acompañadas de cambios en la página del calendario y el Berni no había manera de que descubriera su pasión.

Él continuaba trepando a su roble cada tarde para ver el bosque que tanto le encandilaba.

Veía como la primavera ponía fin en invierno y daba paso a la llegada de algunos insectos que, como él, hacían equilibrios para acomodarse entre las cuatro ramas del roble.

Pequeños cambios en el paisaje que hacían que todo tuviera en una conexión mágica. Un pájaro empezaba a sobrevolar las ramitas, algún rayo de sol se abría camino para calentar el suelo cada vez más verde...

Berni pensaba que el bosque era muy especial. Sabía que, sólo aquellos que tenían paciencia y ganas de observarlo con detenimiento, podían captar los detalles que demostraban que el bosque estaba vivo.

Alguien podía pensar que el paisaje era siempre igual. Pero él había descubierto la ternura de los pequeños cambios y había aprendido a entenderlos.

Quizás... ¡quizás eso era lo que lo hacía singular!

¡Podía entender los bosques! ¡Saber descubrir, en ellos, la armonía de la naturaleza y la conexión entre sus elementos!

Lo había encontrado, ¡por supuesto!

Berni se levantó de golpe, mirando a su alrededor. Aquel paisaje que, cada atardecer le acompañaba, ¡hoy parecía más vivo que nunca!

Las hojas empezaban a nacer de las ramas más altas, el sol lo iluminaba todo, alguna mariposa ya dejaba ver sus colores llamativos…

Y, allí, tumbado entre las ramas, pensaba en cómo se parecía, él, a aquel bosque.

Todo fluía a su alrededor y pensaba en el bosque que un día pareció estar seco y frío, ahora había vuelto a construir un paisaje lleno de colores.

Tal y como él le había pasado.

El roble, un árbol de hoja caduca. Como las emociones, también caducas.

No duran para siempre y lo que un día puede parecer enquistarse, acaba entrelazando con los pequeños cambios que van apareciendo en nuestro interior. Imperceptibles a simple vista pero que nos van haciendo avanzar.

Hasta descubrir la conexión entre nuestro sentimiento y la razón de todo.

María Soler Rodríguez – España

 

El amigo Pancho

         Nunca Francisco olvidara el primer día que fue al zoológico, fue una visita muy anunciada por sus padres puesto que se trataba de un premio por las buenas calificaciones del muchacho. La exaltación del momento es significativa en la incipiente vida de Francisco quien se considera privilegiado por visualizar una gran variedad de animales. El joven inunda de preguntas a sus padres, todas las incógnitas van relacionadas a las numerosas especies que se hallan en el lugar. Se deleita examinando meticulosamente cada animal como si aplicara el subestimado ejercicio de extraer el lado más tierno de los mismos. Francisco, grita con alborozo y respeto al ver la pletórica diversidad que lo rodea, siente regocijo cuando avista a ese gigante impasible llamado elefante, aunque su admiración equivale al tamaño de animal guarda una distancia obligada, acaricia dócilmente a las cabras, cerdos y tortugas; sin embargo, se enoja por lapsos esporádicos por el letargo que impera en las jaulas de los leones, tigres y osos, a pesar del escaso movimientos de estos depredadores no hay indicios de decepción terso del niño, por el contrario su ánimo sigue indemne.

El niño mira una aglomeración de personas que se concentran en el área de los primates. La curiosidad le asalta el pensamiento y lo impele a escudriñar la causa de ese extraño tumulto moderado. Se aproxima: distingue una jaula de barrotes de acero con dimensiones grandes. De repente queda sorprendido con la actuación extrovertida de un primate, específicamente un chimpancé común. Francisco, contempla si esta criatura desbordada de pelos negros, ojos expresivos, torso sólido y brazos largos que usa para caminar pueda cumplir las expectativas de diversión. El chimpancés es llamado cariñosamente con el nombre de Pancho, el simio aplaude de manera efusiva copiando con fidelidad los gestos de los visitantes. El público lo anima, todos vociferan en forma unísona y expeditiva una frase que evolucionó a canción, es tan esbelta la sincronía que contagia y exhorta la participación de los presentes. ¡Baila Pancho baila, baila!.

Puede ser que sea un ritmo básico pero funge como arenga hacia el animal. La acción surte efecto, el animal eleva su cabeza mostrando una postura erguida, extiende los brazos para inclinar las caderas ajustándola a una posición favorable, seguidamente se agacha y sube asiduamente agitando las manos con vehemencia estimulando las carcajadas en las personas. Francisco se deleita con el espectáculo, a pesar de la advertencia de los empleados del zoológico el muchacho le arroja trozos de mandarinas a Pancho, este le corresponde con una abultada sonrisa develando un óptimo estado de ánimo, surge un intercambio de miradas que queda grabado en el niño como si se tratara de un punto de inflexión evocando las similitudes entre el hombre y el simio. Pancho es alegre, coqueto, dinámico y hasta educado, debido a que fomenta el entretenimiento sin renuncia a la decencia, por otro lado parece tolerar sin problemas la incordia y exigencia repetitiva propia del sitio. Francisco y los demás gozan de los minutos de recreación y elocuencia que imparte el chimpancé, quien salta sin obedecer patrones de movimientos estructurados, muchos debaten si lo hace por instinto o por prolongar la exhibición, lo cierto es que cuenta con la anuencia de los presentes. Francisco, interroga a su padre en aras de saber más acerca de esta especie, son preguntas sistematizadas que abarcan gran preocupación y curiosidad saludable muy cotizada para el aprendizaje.

Fueron pasando los años, el joven Francisco se convirtió en un cirujano, no obstante, visitaba periódicamente el zoológico pero se enfocaba en la principal atracción que era Pancho, el travieso chimpancés continuaba siendo un imán de aplausos. Un día soleado, Francisco, con ya más de veinte años de edad invita a su novia al zoológico, su última incursión fue hace cuatros años por ende tiene una emoción acumulada similar al primer día que asistió al lugar. Francisco parece un guía profesional, pasea a su novia por las diversas áreas brindando información acerca de animal, percibe la introducción de nuevas especies en detrimentos de otras que ya fallecieron e igualmente nota novedades en el aspecto de infraestructura, hay mallas visibles en algunas jaula con estructura de filigrana que mejora la visión y otorga mejor seguridad a los que disfrutan del parque. Francisco, toma atajos, lo que desea es ver a Pancho, es lo imperativo en su itinerario.

El joven llega a la jaula del chimpancés,. El muchacho se halla relativamente sorprendido, se encuentra con un simio que anda sentado con actitud displicente y carente de fogosidad, la observación no pasa desapercibida y muchos hasta cuestionan que ese primate aburrido sea Pancho, pero en efecto si lo es. El primate ha estado desanimado en los últimos meses, la mayoría aducen que es por causa de una enfermedad. La gente trata de animarlo sin éxito y algunos apelan a insultos subidos de tono aferrado a la absurda de teoría de la burla. Exacerbar a otros por capricho es un pasatiempo soez creado por el hombre. El público exige espectáculo y no le interesa la pesadumbre de un sucio animal. Francisco con su sensibilidad desarrollada se da cuenta que Pancho ha perdido peso agregando deterioro evidente hasta en el pelaje, ese análisis introspectivo lo traslada a un terreno denso de lamentos. El simio levanta la cabeza, muestra una larga mirada aciaga exhibiendo un estado de ánimo compungido que disuade a la reflexión. Tal vez el simio extraña su hábitat natural y se cansó del cautiverio o se dio cuenta de que es un entretenimiento somero y básico fácil de remplazar. Francisco, siente empatía, parece que nada puede lenificar la gris actualidad. El chico queda asentando en el lugar dispuestos hallar respuestas que permita dilucidar quién dislocó la emoción de Pancho, su novia lo persuade abandonar tal improductiva tarea. Además aprende que la melancolía no es exclusiva del ser humano, ya que también los seres animales lloran, solo que tienen la fortaleza de hacerlo en silencio y sin derramar lágrimas.

Luis Enrique Lugo Rodriguez – Venezuela


El rey albino

Esta es la historia de Guay, un gorila albino que desde muy pequeño tuvo que sortear diferentes obstáculos para llegar a ser un rey excepcional.

Todo empezó una mañana cuando su padre y su madre disfrutaban de un hermoso y caluroso día, de repente fueron atacados por cazadores, el valiente padre empezó a pelear con ellos para proteger a su pareja que estaba en estado de gestación, pero durante ese lamentable hecho el perdió la vida, un hombre le disparo su madre logro escapar y refugiarse en la profundidad de la selva y cuando dio a luz a Guay ella murió, él estuvo durante muchos años escondido, pero conto con la suerte de que en ese territorio, donde lo dejo su madre había abundancia de alimentos y encantadores manantiales que durante su estadía lo mantuvieron con vida.

Hasta que un día sintió curiosidad por explorar y salió de lo profundo de la selva, algunos animales estaban encantados con su extraordinaria belleza, él se sentía muy extraño, debido a que durante los años que estuvo en la profundidad de la selva no había logrado tener contacto con ningún otro ser, porque por esos territorios la mayoría de los animales de la selva no se atrevían a acceder.

Ese día Guay seguía avanzando un poco más, hasta que de pronto se dio cuenta de que unos hombres tenían atrapados en jaulas a diversas especies de animales, él se sintió muy ofuscado porque su deseo era que cada animal que existía en la selva tuvieran plena libertad, así que decidió esperar a que la noche llegara; ingreso a ese campamento donde se encontraban los prisioneros y con su extrema fuerza empezó a liberar a cada uno de los animales que se hallaban en las jaulas .

Todos empezaron a marcharse lentamente y llegaron a la montaña dragón donde los animales estaban felices y agradecidos por todo lo que había hecho este gorila, ellos decidieron estando ahí reunidos que aquella noche aquel gorila blanco se convirtiera en su rey, el muy feliz y fascinado acepta y promete defenderlos a capa y espada de cualquier enemigo o amenaza. Pero hubo algo de malicia en un grupo de gorilas que no estaban de acuerdo con la decisión de que Guay fuera su rey, así que deciden marcharse y planean como acabar con el nuevo rey elegido por los animales de la selva y deciden unir fuerzas con los cazadores, pero uno de los gorilas se retrata de querer traicionar al nuevo rey y decide contarle todo lo que estaban planeando en contra de él. El estaba agradecido con el rey por que aquella noche, él fue uno de aquellos prisioneros que Guay ayudo.

El nuevo rey les dice a todos los anímales que están reunidos, que deben prepararse para la batalla que se avecina, ya que un grupo de gorilas ha decidido traicionarlos y vienen en camino con los cazadores; Guay les dice a todos que no tengan miedo, que ellos saldrán victoriosos y le darán una verdadera lección a cada uno de ellos, por lo cual el decide darles una calurosa bienvenida.

Empiezan a prepararse cada uno con sus habilidades, hacen diferentes trampas donde harán caer a uno por uno en su debido momento. Un cuervo que está surcando los aires dará aviso al rey, cuando se acerque el enemigo.  El rey a cada uno les da las debidas instrucciones, algunos animales están asustados, pero el rey Guay les da mucho ánimo y valor.

El enemigo venía imponente con sus armas y dando alarde de su poder, pero lo que ellos desconocían que el rey era un ser místico y excepcionalmente poderoso. Cuando ellos llegaron les empezaron a disparar, pero el rey cubrió todo a su alrededor con un inmenso manto, las balas no podían acceder, ellos lo intentaban una y otra vez.

Nada de lo que hacían les resultaba, luego sacaron sus espadas y atacaron de nuevo al rey y a todos sus protegidos, pero todo jugo en su contra, uno por uno fue cayendo en las trampas porque ellos terminaron heridos y confundidos, entonces el rey dio la orden que los encerraran; los gorilas traidores pedían clemencia para que no los castigara, pero el rey en su infinita bondad los perdono, porque él sabía que los había dominado el odio. Los cazadores debido a que los cobijaba la ley humana fueron entregados a las autoridades.

Con esto El rey Guay, el cual había aparecido de la nada, trajo paz y tranquilidad, porque él había llegado con un propósito lleno de amor, defender a los animales inocentes, alejarlos de manos inescrupulosas como lo eran los cazadores, que cegados por la ambición y ansias de fama, hacían daño a las criaturas inocentes.

Guay había sobrevivido, se preparó durante muchos años para ese gran momento, sus padres hicieron todo lo que estuvo a su alcance para protegerlo y llevar una nueva oportunidad de vida a los animales de la selva, que durante muchos años  sufrieron atropellos, ahora había llegado una nueva era y un nuevo comienzo, donde el despertar de la naturaleza hacia escuchar su voz, una nueva generación se levantaría para defender los derechos de cada uno de ellos, por eso el rey Guay trajo esperanza para los cautivos y les enseño el valor de la amistad, el respeto y el amor propio.

En pocas palabras resumiendo todo lo sucedido, el rey albino conquisto el corazón de cada uno de los animales de la selva con su actitud y compromiso, les enseño que es más valeroso el perdón, el amor y la valentía, donde hay aun humanos que tienen un corazón noble y también aprendieron que más allá del miedo hay un futuro mejor.  Desde entonces en la selva todo es felicidad para los habitantes, que durante muchos años esperaron por ese momento de tan anhelada libertad y de unión familiar, todo gracias al rey que dio todo por ellos, les hizo ver también lo maravilloso que cada uno eran y que nadie tenía derecho a tenerlos en una prisión cautivos, fin.

Eder Anthony Calvache Sandoval – Colombia

 

Mi amiga Bananas

Cuando yo era pequeña, vivíamos en una reserva natural en Kenya porque mi padre era veterinario y había solicitado ese puesto, ya que le gustaban mucho los animales salvajes, en especial los simios.

Nos trasladamos a vivir allí llenos de ilusión: mis padres, mi hermana Carmen y yo que me llamo Jazmín –mi madre es una gran entusiasta de esta flor-. Estábamos dispuestos a superar todas las dificultades que, según nuestra familia, íbamos a tener en esas tierra lejanas y salvajes.

Nada más llegar a la reserva, lo primero que vimos fue a una chimpancé que dando grandes zancadas y saltos se acercaba a nosotros con un racimo de plátanos en la mano izquierda, mientras que con la derecha parecía que nos invitaba a acercarnos a ella. Yo, no me lo pensé ni un momento y corrí a su encuentro, con el consiguiente susto, sobre todo de mi madre. La chimpancé me miró y me  tendió los plátanos, haciendo unos ruidos que a mí me sonaron como una invitación a que cogiera uno. Como no me decidía, me tomó de la mano y me la acercó al racimo; ya  no me quedó dudas de que quería compartir conmigo su tesoro.

Todos estaban asombrados porque desde que llegó a la reserva, herida y enferma, no había consentido que nadie se le acercara; de hecho, para curarla, tenían que sedarla. Menos mal que como era muy tragona los medicamentos, camuflados en la fruta, se los zampaba que daba gusto.

Me volvió a coger de la mano y tirando de mí –con toda la comitiva de recepción y familia detrás- me llevó hasta donde tenía su cobijo; una especie de choza que le habían hecho porque no consintió, una vez que mejoró y la sacaron del hospital, entrar en una jaula. Nunca me hubiera imaginado lo que vieron mis ojos al llegar a su choza: juguetes hechos con palos, dibujos de gran colorido y, su tesoro oculto, grandes racimos de plátanos bien ocultos bajo hojas. Se puso delante de mí mirándome con insistencia, parecía esperar mi aprobación que, por supuesto, le di con una gran sonrisa y aplausos. Con aquello me gané su amistad eterna. Me seguía a todas partes o yo a ella; en algunos juegos era más espabilada, y en estrategia –como decía mi padre- me ganaba sin lugar a dudas.

Aún no le habían puesto un nombre fijo porque la llamaran como la llamaran, no atendía.  Comía plátanos a una velocidad increíble, por eso decidí ponerle Bananas, sin saber si respondería cuando la llamara; así que un día que estaba bastante entretenida subiendo a un árbol y no me había visto, la llamé e inmediatamente, volvió la cabeza dándome una gran alegría y sorprendiendo a todos los que se encontraban cerca. Como decían mis padres y demás habitantes de la reserva, parecía que me había estado esperando, como si supiera que iba a llegar una amiga, desde muy lejos y quisiera reservarle el privilegio de darle un nombre.

Un día, para mi desconsuelo, el jefe de mi padre y encargado de la reserva, decidió que era hora de devolver a Bananas a su entorno natural, entre los de su especie porque ya estaba curada y en la edad de aparearse y tener bebés. Por la mañana del día siguiente de tomar esta decisión -para no darme tiempo a sufrir con la espera del fatídico momento- apenas salió el sol, nos montamos en el jeep grande que se usaba para devolver a los animales a su comunidad y nos adentramos en la selva. Yo no podía parar de llorar y aunque procuraba hacerlo despacito, Bananas se dio cuenta de que su amiga Jazmín estaba muy triste y pasándome su peludo brazo por la espalda me palmeaba con afecto.

De pronto, vimos un grupo numeroso de chimpancés y entonces, a una distancia que los trabajadores de la reserva y mi padre consideraron oportuna, paramos el coche y nos bajamos. Bananas no tuvo ninguna duda de lo que tenía que hacer y, sin mirar atrás, salió corriendo hacia los suyos. Me sentí herida, no se había despedido de mí y me volví para montarme en el jeep. De pronto, oí que me llamaban, me giré y vi a mi querida Bananas que corría de vuelta hacia nosotros; se acercó al coche, metió la mano debajo del asiento donde habíamos venido las dos y sacando un plátano me la entregó. Fue su regalo de despedida, igual que lo fue de bienvenida. No podía haber elegido mejor nombre para ella.

Pasaron 10 años y mis padres decidieron volver a nuestro hogar, sobre todo por nuestros estudios. Mi hermana estudió turismo y yo, nunca lo dudé, veterinaria y volví a la reserva de Kenya. No os podéis imaginar la sorpresa que me llevé cuando, al bajarme del jeep que me había llevado desde el aeropuerto, una chimpancés adulta junto a la que trotaba otra de la edad, más o menos, de mi querida Bananas cuando nos conocimos, salió a recibirme con un plátano enorme.

Según me contaron, Bananas encontró una pareja, tuvo una hija y caminado durante muchos días con su bebé a cuesta, consiguió llegar a la reserva y allí se quedó. En su corazón de chimpancés nunca me olvidó y tuvo la seguridad de que volveríamos a vernos. Fueron inmediatamente adoptadas y al saber -por mi padre que había seguido en contacto con ellos- que estaba estudiando veterinaria, al igual que mi amiga no dudaron que mi destino sería volver.

 

Kenya 26 de Octubre de 2020

Julia Martínez Congregado – España

 

El paraíso de Alan

Estamos desperezándonos en nuestra cómoda cúpula de los grandes arboles donde los humanos terminan de llegar con esos cacharros con un sonido infernal que solo con apoyarlos a los mas hermosos y viejos los dejan caer sin ninguna compasión. En cuanto llegue la oscuridad atacaremos para inutilizar sus máquinas; Zala está a mi lado, mi hijo Gumú sobre su espalda. Esto orgulloso de ellos y luchare por su futuro y el de todos.

…………………………..

Los de mi grupo me llaman Alan pues ese fue el nombre que me pusieron los humanos en aquella aldea a la que me llevaron los leñadores.

Crecí feliz entre niños pues me alimentaban y jugaba con ellos siendo para mi todo como un desconocido paraíso, nada sabia de las penurias de los míos ni de sus sufrimientos. Todo cambio cuando crecí y un olor que me volvía loco salía de los arboles cercanos al poblado. 

No sin miedo, pero sin poder evitarlo, aquel aroma me atrajo como un imán.

Cuando escale el árbol desde donde me llegaba aquel divino perfume allí estaba ella, la mire y la vi perfecta como una Diosa diría yo,

Estaba en celo, por eso esparcía aquel aroma por la selva. Nos olisqueamos dándonos vueltas como el instinto me dictaba, la sangre hervía en mis venas apremiándome a hacer lo que la naturaleza me decía. Me dejo acariciarla y ella me paso su hocico por toda la espalda, lo que me volvió loco.

Pero cuando me dispuse a montarla loco de deseo me paro con la mano.

- ¡Espera Alan!

- ¿Sabes cómo me llamo?

-Te he visto crecer desde estos árboles y he observado como te hacías un gran orangután digno de tu padre Demian el gran caudillo de las familias de la zona.

- ¿Quién eres tú?

-Soy Zala, mi madre herida me salvo de aquella masacre en que todos los nuestros murieron, me llevo a lo más profundo de la espesura y allí me cuidó lejos de los humanos que avanzaban derribando sin compasión a los hermanos árboles.

-Casi no me acuerdo de eso, a veces eso sí, veo sangre y muerte entre gritos y sollozos en unas extrañas pesadillas que me asaltan de vez en cuando.

-Es natural eras muy pequeño, la convivencia con los hombres ha hecho que olvides tus orígenes, pero te puedo asegurar que el instinto esta vivo en tu verdadera alma, no en el esclavo en el que te han convertido.

-Pero los humanos me tratan bien.

- ¡Me das pena! te tratan como a un juguete, por eso desconoces lo bonito que es vivir en la libertad de la Madre naturaleza que para nosotros es sagrada.

Mi madre me pidió antes de morir que te vigilara y que te atrajese con mi primer celo, pues en sus sueños chamánicos los arboles le dijeron que tenias una gran labor que hacer con los nuestros. Pero eso si es tu decisión, puedes venir conmigo a que te introduzca en la floresta y te enseñe sus secretos o continuar viviendo entre los que mataron sin piedad a los de tu especie, incluso a tus padres y al mío.

Mire con pena el poblado que se extendía a nuestros pies e incluso pude oír como los niños me buscaban, pero ya en mi interior tenía una decisión tomada, Zala comenzó a saltar con gracia de rama en rama y yo sin más le seguí, el deseo mezclado con el veneno de las dudas que había creado en un solo momento en mi alma eran una mezcla demasiado explosiva parra ignorarla, sabia que si dudaba nunca la volvería a ver.

La seguí sin mirar atrás, fue un camino largo y la verdad es que aunque me constaba que me esperaba a cada trecho, aun así me costaba seguir su grácil ritmo de saltos y piruetas, por fin después de un agotador periplo llegamos a la orilla de un cantarín rio donde había un gran Benzoin tan grande que imponía, algunas de sus ramas tocaban con suavidad la corriente, estaba precioso lleno de inmaculadas flores blancas, Zala se acurruco mimosa en una de sus grandes horquillas y me miro excitada, mi corazón quería salirse de mi pecho.

Me acerque por detrás y ella se ofreció como una fruta exquisita y madura, nos estuvimos apareando toda la tarde, y en los intervalos que descansábamos nos hacíamos un ovillo recorriendo con nuestras manos cada centímetro de nuestra peluda piel.

-Ahora ya has conseguido lo que querías, quizás me dejes y vuelvas a tu aldea.

-Ya nada me separara de ti, este árbol con su aroma mezclado con el tuyo me dice que este es mi verdadero hogar, seré quien debo ser, tú me enseñaras.

-Pronto te presentare al grupo, pero estos días estamos muy bien los dos solos, si volviese todavía en celo tendrías que pelear por mi con los otros machos y la verdad es que lo que me apetece es que tus fuerzas las vuelques en mí, estamos bien aquí en este nuestro paraíso particular.

Por las noches mirando las estrellas después de degustar los dulces frutos que conseguíamos sin esfuerzo de árbol en árbol, me fue contando con todo lujo de detalles lo que hacían los humanos avanzando y arrinconando a los nuestros, en las cada vez mas escasas zonas vírgenes de selva húmeda.

-Debes saber Alan que algunos humanos cerca de aquí luchan por defendernos, pero mi madre me dice en mis trances que no es suficiente que debemos ser nosotros mismos lo que luchemos contra los que matan a nuestros hermanos árboles.

- ¿Cómo lo haremos?

-Mi madre me indica en sueños como parar las maquinas echando agua y tierra en sus depósitos

Lo he propuesto muchas veces, pero temen demasiado al hombre, necesitan a alguien como tu que los conoces bien.

Cuando el grupo llego supe en un momento lo que haría, seria victoria o muerte.

Mi hijo que crece en el vientre de Zala merece otro futuro.

Moisés Martínez Quintana – España

 

Ausencia

Me acerqué a ella, pese a que el cartel me indicaba lo contrario. Ella hizo lo mismo. Nunca podré olvidar su mirada: tierna, pero ausente. Sus ojos marrones, inmensamente expresivos, me hablaban. De repente, un bebé comenzó a llorar. Su madre lo mecía para intentar consolarlo. Lo acurrucó y se dispuso a amamantarlo. Tras las rejas, la chimpancé observaba la escena con una mezcla de ternura y tristeza, quizás nostalgia. Eché una vista rápida al habitáculo en el que se hallaba. En su jaula no había nada más, sólo un mono de peluche que le dieron cuando le arrebataron a su cría para venderla a un zoológico tinerfeño. ¿Cuántos bebés habría visto desde entonces? ¿Cuántas noches había echado de menos abrazar a su cría? Cuando me di cuenta, le estaba tendiendo la mano. Ella me la cogió y pude sentir su calor. Nos miramos a los ojos y en ese mismo momento comprendí que el dolor de la ausencia no entiende de especies.

Sonia Vega Sosa – España

 

Una gorila llamada Tootie

Un día, Tootie, la más joven de los gorilas, le dijo a su cuidadora que quería ser una humana como ella y conocer el mundo.

Así que Mindy, su cuidadora, la disfrazó. Le puso una peluca, la vistió con un suéter, un pantalón ajustado y unos zapatos de charol para disimular sus grandes pies.

En efecto, Tootie quedó irreconocible y muy a la moda. Al mirarse en el espejo se sintió satisfecha.

Mindy y Tootie salieron a escondidas del refugio y se fueron a recorrer las calles del mundo humano.

Tootie se sorprendió al ver tantas variaciones de una misma especie. Había humanos lampiños y otros peludos, de muchos colores, muchas voces y muchas personalidades distintas.

Los humanos casi no hablaban entre ellos, sino que se comunicaban a través de pantallas diminutas que emitían sonidos.

Tootie sintió curiosidad e intentó entablar conversación con uno de estos aparatos, pero los ruidos que hacían eran tan raros, que Tootie no entendió lo que le decían. Luego recordó que Mindy le había dicho que los humanos hablaban diferentes idiomas y pensó que ese debía ser el caso y como ella no sabía nada de idiomas humanos, dejó de insistir.

En vez de eso, Mindy y Tootie fueron al centro comercial, vieron una película y comieron helado. Tootie pidió uno de bananas con chispitas y Mindy uno de chocolate.

Luego montaron en una cicla para dos y subieron muchas fotos a Enstagram, una plataforma para fotos.

Después grabaron un vídeos haciendo muchas caras graciosas y lo subieron a Tik tak, una plataforma para vídeos.

Tootie se sorprendió al ver que había tantas plataformas para todo tipo de cosas y aunque le pareció interesante al principio, terminó por aburrirse y pronto sintió hambre.

Así que Mindy y Tootie fueron a comer. A Tootie se le antojaron unos ricos gusanos guisados, pero como de esos no había, tuvo que conformarse con una ensalada de frutas tropicales.

“Ummm”, saboreó, no estaba mal, pero la que le preparaba Mindy en el refugio era sin duda más sabrosa.

Después de comer, Tootie sintió sueño y Mindy la llevó al parque para pudiera descansar, mas allí había tanto ruido que le fue imposible dormir.

“Los humanos son muy ruidosos”, pensó Tootie.

Entonces Mindy la llevó a la playa. Allí pusieron una manta sobre la arena y se recostaron, mas cuando Tootie estaba por quedarse dormida una bolsa de plástico le fue a dar a la cara.

“Y no son muy limpios”, bostezó Tootie.

Mindy y Tootie decidieron caminar de regreso a la ciudad, pero justo era horario pico y entre automóviles y busetas les fue difícil respirar con normalidad.

“¡Y cómo apestan los humanos!”, tosió Tootie.

Cuando se hizo la noche, Tootie estaba exhausta, así que Mindy decidió llevarla a la azotea de un gigantesco edificio para que pudiera ver toda la ciudad.

A Tootie le encantó la idea. La vista era muy hermosa. Podía ver todos los lugares en los que habían estado, pero no pudo ver las estrellas del cielo y eso puso muy triste a Tootie.

“Las estrellas de los humanos no son tan bonitas”, sollozó Tootie.

Y ser humana ya no le pareció tan bueno.

Extrañaba el bosque, su camita de hojas y a todos sus amigos los gorilas. Además los zapatos le tallaban y la peluca se le desacomodaba todo el tiempo.

 “Quiero ir a casa”, le dijo Tootie a Mindy y Mindy lo entendió.

Regresaron juntas al refugio, donde todo estaba en calma. Se acostaron entre las hojas, saludaron a las estrellas y les contaron un cuento.

Doris Tatiana Tovar Díaz – Colombia

 

Personas del bosque

Hebat sostenía en su mano derecha una ramita. Era todo lo que quedaba de su casa. Su pequeño nido era ahora un recuerdo, pues había desaparecido con la tala. En la otra mano, guardaba celosamente una palma en la que resguardaba algunos frutos. “Por si no hay termitas donde vamos” pensó, extrañando los huecos de los árboles que la empalagaban con insectos deliciosos.

Hebat no quiso mirar atrás, ¿para qué entristecerse con la niebla que las máquinas levantaban entorno al que había sido su hogar? “Estúpidos monos brazos cortos”, pensó sacudiendo su cabeza. Tenía sed y el corazón agitado. A cuestas llevaba a su pequeño hijo de ojos suaves. Lembut parecía no enterarse de nada de lo que sucedía ¡y cambiaba! alrededor. Sin embargo, con su mirada tranquila sobre los ojos de su madre, alzó uno de sus largos brazos y la acarició. Hebat descansó en esa mirada, se abrazó a ese gesto sabio y cariñoso de Lembut. “Tal vez había llegado la hora en que él debía aprender a sobrevivir solo en el bosque”, se dijo. Aunque, en ese mismo instante, advirtió que casi no quedaba hábitat para lanzarlo a su propia aventura.

Tenía sed, una persistente que arañaba su garganta tanto como el dolor que se anudaba en grito sordo. Como las exclamaciones que sus congéneres lanzaban para advertir que por allí andaban, para que a esos grandes solitarios nadie se acercara. Pensó en sacar alguna fruta, pero temíó quedarse sin provisiones y desconocía cuán largo sería el camino. Frunció el ceño y trató de divisar cuál sería la dirección correcta a seguir.

Recordó lo que le habían enseñado –porque sí, tiene memoria a pesar de lo que algunos quieren negar- de sus ancestros. La historia que contaban sobre bosques lejanos y caminatas errantes para llegar a algún lugar al cual llamar hogar, para no extinguirse como algunos hermanos de otros tiempos. Hebat volvió a sacudir la cabeza. Necesitaba concentrarse. Bajó a Lembut al suelo que se sentía árido y rugoso bajo las plantas de sus pies, acostumbradas a las suaves hojas de sus tiernos árboles. Entonces, se sacudió para despejar los miedos y su cabellera pelirroja hizo destellar el sol. Lembut se sentó a sus pies. Hebat dejó la palma con provisiones y la ramita a su lado. Con la mano como visera, oteó el horizonte.

A la derecha creyó ver pequeñas palmas. Quizás por allí era la ruta. Le indicó a Lembut que espere y comenzó a caminar en esa dirección para inspeccionar si era sendero oportuno. Comenzó a sentir unos ruidos que le provocaron tensión en el estómago. Máquinas. “Estúpidos monos brazos cortos”, masculló Hebat. Volvió a mirar: un campamento improvisado organizaba el botín. Ahí estaba su nido, su hogar, su historia reducida a materia prima para ejecutar vaya a saber qué empresa humana. Una lágrima rodó por su rostro y se alegró de saber que Lembut no veía más que su espalda.

Entonces, oyó algo familiar. Sin dudas, ese era Sangatkuat. ¿Qué hacía entre esas sucias criaturas? Caminó con sigilo unos pasos más y espío. Lo que vio le encogió el corazón. Sangatkuat en una jaula en la que sus largos brazos apenas cabían. Un grupo de brazos cortos hincaba palillos en sus costillas por divertimento. Sangatkuat gritaba y ellos reían. Si Sangatkuat callaba, ellos ponían mayor empeño para provocarle dolor y hacerlo aullar. Sangatkuat volteó su cabeza para sostener su quebranto y su mirada encontró la de Hebat. En un instante, con una fuerza que jamás creyó tener, hizo estallar la jaula en pedazos. Mientras alrededor se organizaban para contratacarlo, Sangatkuat le indicó a Hebat que se alejara. Lo más rápido posible.

Un ruido sordo acalló todo y aunque fuera mediodía dejó un halo de penumbras. Un tiro de arma de fuego derribaba a Sangatkuat que había distraído a todo el campamento para salvar a Hebat y a Lembut de esos humanos. Porque lo que no había visto ella, es que la estaban por divisar cuando montó el espectáculo.

Hebat alzó a Lembut y corrió en dirección contraria. “Estúpidos y malvados monos brazos cortos” pensaba mientras se alejaba de ese horrendo paisaje que alguna vez había sido su casa. Allá quedó su ramita y su palma verde envolviendo tesoros. Ya nada quedaba de lo que había sido su apacible vida.

El sol preparaba su despedida; la luna ya casi comenzaba a girar. Esta noche no tendría canciones para ella, aunque tal vez la acompañara a buen destino. “Amiga luna, ¿dónde ir? rogó Hebat mirando al cielo. Se detuvo, Lembut se había dormido en su regazo, tenía hambre, sed y estaba adolorida. Quisiera poder columpiarse y llegar a su nido y acunar a Lembut. Sin embargo, estaba sola.

De pronto, oyó un ruido que la sobrecogió. Una máquina. Sintió el peligro, abrazó a Lembut y se hizo abrojo en el suelo. Silencio. Nada se escuchó por un rato. Hasta que sintió una caricia sobre su anaranjado pelaje. Permaneció quieta. “Monos brazos cortos, váyanse y déjenme tranquila” sollozó. Silencio. De repente el sonido cristalino del agua sobre una palma. Hebat tenía sed y no pudo resistirse. Volteó la cabeza y se encontró con ella. Una mona brazos cortos estaba allí acercándole a modo de ofrenda el recipiente fresco.

Hebat la miró. Encontró en los ojos de esa brazos-cortos su mismo dolor. Este espécimen no le pareció tan estúpido como el resto que había conocido. Aceptó el agua y refrescó a Lembut con ella. La criatura brazos cortos se había sentado y los observaba con respeto. Sus miradas volvieron a cruzarse: una agradeció y la otra pidió perdón en nombre de los suyos. Algunos sonidos salieron de la boca de la criatura que Hebat no comprendió; pero sí sintió esos ecos tan suaves como las hojas de su nido.

Al rato, ya un poco más descansadas, caminaban Hebat y Karmele de la mano, llevando en andas al pequeño Lembut a un nuevo hogar.

Silvina Isabel Patrignoni – Argentina

 

Gustavo

A Gustavo no le gustaba que le llamaran Gustavín, manía que las personas mayores habían cogido para distinguirlo de su padre, Gustavo. El niño quería mucho a su papi, pero no se sentía bien con ese diminutivo. Menos mal que viajaban a muchos lugares tan remotos que ningún compañero de cole habría nunca soñado llegar a ellos. Así que él se hacía el importante cuando, después de una larga estancia en África, contaba a sus colegas las aventuras que había vivido cada día en la selva… y cada noche.

Pero lo mejor de todo era que le podía echar toda la imaginación del mundo a sus relatos, porque papá analizaba la vida de los animales, su comportamiento en la selva, desiertos, junto a ríos y lagos, en cataratas y playas.

Y les decía así, imitando como podía el lenguaje de su papá.

“Para mejor realizar sus investigaciones, la convivencia con múltiples especies de mamíferos, aves y reptiles tenía lugar en el particular hábitat de cada animal estudiado, era absolutamente necesaria. Mi trato, pues, con ellos era el que se tiene con los amigos de la infancia. Yo no podía distinguir a mi corta edad -tres o cuatro añitos- cuál era la diferencia de jugar a echarnos la pelota con un niño o con un chimpancé. Ambos me la devolvían casi siempre. A veces, no. A veces se quedaban con la pelota amarrándola en su regazo en un arrebato de individualismo egoísta, uno de ellos con el entrecejo fruncido y morritos en forma de “o” cerrada; el otro emitiendo unos gritos agudos, abriendo enormemente la boca mientras me dedicaba una sonrisa con todos los dientes. ¡Aquello parecía más, en lugar de sonrisa, una mueca amenazante! En ambos casos, mi respuesta era el llanto. Ya no tenía la pelota en mi poder, nadie me la echaba de nuevo y, además, su comportamiento inesperado era de lo más peregrino.

Y, sin embargo, los mejores ratos de mi infancia eran los que tenía con todos ellos, seres pequeños como yo, que descubríamos juntos las maravillas de la vida y de la naturaleza o de la ciudad.  En ésta nos limitábamos a jugar en la acera o en el callejón cercano a casa, y con mucho cuidado de no romper ningún cristal con el balón de reglamento. Sin embargo, en el pueblecito de mar donde veraneábamos nos estaba permitido casi todo: hacer merienda-cena con un bocata en plena plaza jugando a churro, a bailar la peonza, al escondite, o a tirar piedras planas haciendo ondas sobre el mar. Éramos niños sanotes, de mejillas arreboladas, con un montón de energías infantiles, envidia de los mayores.

Y, en la selva, mi comportamiento era el mismo con el reino animal. No sabía distinguir una amistad de la otra. Sólo se diferenciaban en la transmisión oral: la una inteligible, la otra. La primera, producto del aprendizaje con las personas; la segunda, basada en un intercambio de sentimientos, de instintos que nos llevaban a entendernos sin hablar; comunicación de gestos, de sonidos guturales, de contactos de piel a piel.

Y todo fue bonito y feliz hasta que me “regalaron” aquella especie de mono grande, cuya función era la de cuidar de mí en mis escarceos por la selva. Al principio, nuestra relación fue la misma -e incluso mejor- que la que ya mantenía con todos los animalitos pequeños de la selva, compañeros míos de juego hasta entonces en aquella sociedad no civilizada. Me subía a sus hombros y caminábamos por entre los árboles, él muy erguido; yo, agarrado con fuerza a sus orejas. Cogía frutas, las pelaba y me las ofrecía como merienda, o simplemente como aperitivo. También escalábamos juntos hasta la cima de los árboles y desde allá arriba divisábamos el comportamiento de los humanos que parecían hormiguitas. Veíamos atardeceres preciosos, chapoteábamos en charcas con cuyas fangosas aguas los elefantes se acicalaban coquetamente.

Pero este chimpancé parecía distinto, como si fuera más un vigilante de mis actuaciones que un amigo de veras. Tenía un aire de superioridad dada su gran estatura. Me hacía el efecto de que no era únicamente mi amigo sino un chivato que contaba a mis padres cada noche todo lo que podía yo haber hecho mal durante la jornada. No andaba yo muy equivocado cuando, un día, harto de no comprender del todo su comportamiento, le pegué con una rama seca en sus costados para hacerle galopar, a ver si corría más que el guepardo. ¡A ver si era tan chulo como aparentaba! Me dejó atónito su respuesta. Con el ímpetu de sus enormes pulmones, arrancó de su garganta un gruñido tan fuerte y estremecedor, que fue escuchado más allá de los límites de nuestro poblado, llegando a oídos de la plantación en donde se encontraban los trabajadores de mi padre¨.

Al unísono, y como si se tratara de una única persona, corrieron todos a los camiones, preocupados por mi suerte. Me encontraron en el suelo, dolorido por mi caída al soltar las manos de sus pelos para llevarlas a mis orejas. Él también yacía, a mi lado, observándome con dolor y cariño a la vez. Su mirada era triste y huidiza. Entre todos lo ataron de pies y manos. Lo condujeron hacia un claro entre varios árboles milenarios y lo ataron con seis cuerdas: una, de cada una de sus manos hasta dos sicomoros; otras dos, desde sus piernas a otros dos; desde su cuello, otra. La última desde su cintura.

Fue construida una resistente jaula que aguantara el traqueteo del camino que llevaba a la línea de ferrocarril más cercana.

El siguiente paso, el primer barco destino a Europa. Durante el trayecto, las autoridades competentes elaboraron una exhaustiva trama de lo que iba a ser su destino: un circo mundial en el que se exhibiría la rareza de este Gran Simio.

Todo ello, a cambio de una comida amarga, sin bayas de los árboles, sin carne fresca, sin cocos de los que sorber el néctar.

 Y, sobre todo, sin nuestra Amistad.

Inmaculada Concepción Megías Gadea – España

 

La estatua de los gorilas rockeros

Esta es una estatua de mármol azulado, sin pasado aparente, cuya silueta se torna diáfana y caleidoscópica durante crepúsculos invernales (para quienes confiaban en observarla). Muchos rumores indican que se construyó a finales del siglo XIX, por un barón de nombre y procedencia desconocidos. El cual, estando enamorado de una hermosa zoóloga y de la vida, la edificó a merced de estos honores.

Una leyenda local cuenta que, el navío del barón encalló en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, cuando la nieve sepultaba al valle y lo cubría de niebla frondosa pero hermosa, de brisas ansiosas aunque tortuosas y, de silencios desoladores como apacibles.

El barón, noble de corazón, descendió de su embarcación de plata, cubierto de heridas letales que pronto tendrían que sumirlo en el sueño eterno. No obstante, cuando logró descender de su barco, dispuesto a dormir, descubrió una pareja de gorilas azulados, ceñudos como raudos, expresivos como sorpresivos y, risueños como sin sueño que, al vaivén de la gelidez del tiempo, entonaban una melodía dulce cuasi perfecta para desfallecer en paz.

—¿Acaso compartir alegría es lo ideal para partir? —clamó el barón.

—Eso es lo que desea, pero no lo vea—le respondieron prestamente.

—¿Acaso… me hablan los gorilas o es que soy capaz de entender su lenguaje? —sonrió vehementemente el barón.

—Si me considera una mujer peluda o barbuda, entonces es lo uno o lo otro —le respondió una joven de belleza impresionante y cuyos ojos rasgados embelesaban hasta las dolencias—. Mi nombre es Vania, soy la zoóloga del lugar. Los espíritus del valle presumen una virtud magnánima en ti, pero ¿cuál es?

 —Mucho gusto, Vania. Le informaron mal, pues carezco de tal cualidad.

—Aún así, está por partir y no puede sonreír —se sonrojó la zoóloga y continuó —: puedo ayudarle a sobrevivir. Para ello le ofrezco un trueque, que sólo un duque ejecuta y puede que caduque. ¿Quiere oír de él?

—Adelante —consintió el barón casi desfallecido y totalmente helado.

—¡Bien! —Es simple. ¿Puede observar a los gorilas con guitarra? Detrás de ellos, hay una jaula en cuyo interior se halla una gorila dorada pero pequeña. Hace tiempo, fue encerrada ahí… si observa bien, tiene una mochila que gira y gira… Para que sea libre, necesita que la mochila deje de girar. Pero para que esto ocurra, un ser humano debe otorgarle su nombre… sin embargo, en este valle quien osa revelar su nombre es convertido en piedra. Ya supondrá que no me llamo Vania… ¿entonces qué decide?

El barón amoratado mas no agotado, caminó hacia la jaula. Detenidamente, comprendió que vivir aprisionado no es vida. Acarició a la gorila dorada, peluda como rauda, sólo traviesa como pequeña, pero otra vida. Le susurró su verdadero nombre….

Más tarde, el barón despertó en un barco mercante, con un gorila de arcilla que cabía en la palma de sus manos. Además, sus heridas mortales habían sanado completamente.

Dicen que la estatua de los gorilas rockeros, es la ofrenda de amistad del barón hacia estos seres vivos y hacia la zoóloga. Asimismo, se presume que varios de sus materiales provienen del valle de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas…

Algunas veces, cuando los crepúsculos invaden la estatua, curiosamente unas siluetas diáfanas-caleidoscópicas conjugan una danza de sombras idílicas que dejan a la vista de cualquier espectador: la silueta de un hombre —probablemente el barón— quien es arrastrado, en una camilla, hacia un barco, por unos simios grandes y una mujer. ¿Tal vez, se trata del navío en el cual el barón recuperó la salud?

Víctor Hugo Pérez Pérez – México

 

Un reflejo en la pupila

Clara había trabajado con animales toda su vida, pero en aquel momento, mirando directamente a los ojos de aquel joven orangután de Borneo, sitió algo que provocó que su corazón se acelerase. En el reflejo de las pupilas de aquellos enormes ojos, había un brillo que hizo retroceder a su memoria veinte años en el tiempo, hasta los días en que era una joven estudiante a punto de licenciarse en la facultad de veterinaria.

En el último curso de la facultad, como muchos de sus compañeros, Clara anhelaba poder realizar prácticas en algún centro de animales. Su plan de estudios, como todos en aquella época, no contemplaba este tipo de formación, y para alguien a punto de salir al mercado laboral, poder establecer un contacto con el mundo real era una necesidad no sólo desde el punto de vista de la mejora de su currículum, sino también como una oportunidad de desarrollo personal, para poder poner en práctica todo lo aprendido en la carrera.

Sin embargo, la oferta era mucho menor que la demanda, y en las clínicas y centros de su ciudad las plazas se agotaron rápidamente. Entonces, un día, paseando por el campus, vio un mensaje en un cartel que le cambiaría la vida. La oportunidad de obtener una beca para participar durante un año en un proyecto de conservación de primates en el sudeste asiático.

En aquel momento, Clara experimentó sentimientos encontrados. Por un lado era una oportunidad única, pero el hecho de que fuese al otro lado del mundo, y durante todo un año, la echaban para atrás. No obstante, como a ella siempre le había gustado decir, le mundo es de los valientes y, tras meditarlo bien, cursó su solicitud. Felizmente, un mes después, tras varias entrevistas y pruebas de aptitud, Clara cogía un avión rumbo al aeropuerto internacional de Yakarta. Una decisión de la que jamás se arrepintió.

Durante su estancia en las selvas de Sumatra y Borneo, internándose en el hábitat de los orangutanes, Clara pudo poner en práctica mucho de lo que hasta aquel momento tan sólo había visto en los libros, además de aprender muchas otras cosas que uno sólo podía llegar a conocer cuando las experimentaba en primera persona. Pero, por encima de todo, aprendió a cuidar y comprender a aquellos animales excepcionalmente inteligentes, capaces de desarrollar sentimientos complejos, como la empatía o la protección, al tiempo que fabricaban herramientas al estilo de las que el ser humano había desarrollado, en su día, miles de años atrás.

Por eso, cuando llegó el momento de su partida, Clara sintió que no sólo se llevaba recuerdos en su memoria. También sabía que una parte de su corazón quedaría para siempre en aquella jungla. Y cuando su mente regresó al presente, y vio cómo, sin dejar de mirarle, aquel primate levantaba su largo brazo hasta poner la mano sobre su hombro, Clara pudo volver a sentir el vínculo que años atrás había forjado con la naturaleza. Un momento, en el que las miradas de hombre y simio se unieron, casi como si cada uno pudiese acceder a lo más profundo del alma del otro, sintiendo todo aquello que habían experimentado hasta ese momento.

Entonces, feliz de haber reencontrado algo que ni siquiera recordaba que hubiese perdido, Clara se levantó, tendió su mano a la criatura para que ésta la agarrase, y juntos avanzaron hacia el pabellón C, conscientes de que aquella tarde se había forjado un vínculo que duraría eternamente.

Javier de Miguel Cerrada – España

 

Moni, el bonobo

 Habían conectado de manera inmediata, por lo que podríamos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que había sido una amistad a primera vista, algo corroborado por el brillo que desprendían sus ojos.

El inicial enojo nervioso que mostraba el joven bonobo desapareció como por arte de magia cuando se encontró frente a Guille, renunciando a soltarse de la fina correa con la que el papá del niño, veterinario responsable del centro de acogida y reinserción, intentaba calmarlo, como al mismo tiempo desaparecía el más que patente refunfuño del pequeño que había provocado la llamada de su padre, pues había interrumpido su sesión televisiva de dibujos animados.

Es cierto que Guille estaba acostumbrado a recibir a “invitados” temporales que llegaban al centro, ya que el veterinario estaba convencido de que la interacción entre niño y animal era un mecanismo altamente positivo, pero era la primera vez que percibía que no estaba ante un juguete, sino que el bonobo era un compañero de juegos.

En un dechado de coordinación ambos seres dieron, al unísono, un paso adelante, y también, con un movimiento natural, se saludaron dándose la mano por primera vez para, a renglón seguido, fundirse en un abrazo que sorprendió a todos los allí presentes.

El simio no quería abandonar a Guille y se mantuvo abrazado a él, amagando un movimiento de protesta cuando el veterinario intentó llevárselo con extrema suavidad para colocarlo en su nueva ubicación, algo que le llevó a desistir pues no sería conveniente que el bonobo se enojase al inicio de su fase de reeducación, pues había llegado al centro para poder recuperar con garantías el espacio del que había sido arrancado para convertirlo, irresponsablemente, en un juguete, y para conseguirlo era necesario complicidad y connivencia.

- Moni, este es mi papá y te cuidará bien. Mañana jugaremos a pelota.

Para sorpresa del padre, el simio pasó su mirada de Guille a él, le dio un nuevo abrazo al niño y se cogió de su mano, supuestamente esperando que lo condujese a su nueva residencia.

- ¿Por qué le has llamado Moni?

- Pues porque me ha dicho que así se llama.

- Y ¿cómo te lo ha dicho?

La mirada de aquel niño de 6 años, ante la pregunta de su progenitor, denotaba escepticismo y burla.

- Papa, pareces tonto. Me lo ha dicho como se dicen las cosas. Hablando.

No insistió más, y se comprometió con su hijo a que, al día siguiente, una vez cumplidas sus tareas de formación, Moni y él podrían pasar un rato jugando, lo que llevo a los dos pequeños “homínidos” a esperar con impaciencia su encuentro, y así continuar con la “amistad” que recién habían estrenado.

¡Una pelota! Ese fue el primer juguete que compartieron, y el primer objeto que les permitió competir entre ellos ya que, sin mediar aparente preparación, se dedicaron a lanzarse la pelota con suavidad, estallando en alegres sonidos cuando acertaban.

La ventaja que tenía Moni en los juegos donde las condiciones físicas tenían relevancia era indiscutible, pero el simio, aparentemente consciente de ello, no mostraba interés alguno en “ganar” al niño, sino que parecía que quería situar sus habilidades a la misma altura, algo que desconcertaba al veterinario, pues la conexión entre ellos era realmente sorprendente.

Tal era la simbiosis entre los dos que al papá de Guille, responsable del proyecto de reinserción de simios, le preocupaba que no entendiesen que eran diferentes, y que era imposible que compartiesen vida futura, pues en los dos intentos que había hecho para ensayar una separación entre los dos, ambos amigos cayeron en una depresión a la que los especialistas respondieron dejando que las circunstancias marcasen la evolución de esa relación fraternal entre Moni y el niño.

No fue extraño que una mañana se despertasen compartiendo cama y almohada, del mismo modo que tampoco sorprendió que Moni se “matriculase” en la escuela de Guille, provocando los gritos de la maestra cuando, al entrar en clase, se encontró con un aplicado nuevo alumno.

Lo que seguía siendo un enigma que no lograban aclarar, era saber cómo el simio lograba escapar de su “alojamiento”, y así acudir al encuentro de su compañero de aventuras.

- ¿Tú le abres la puerta a Moni?

- No

- ¿Y cómo la abre?

- No lo sé

Cada vez la preocupación era mayor, pues Moni, el bonobo, se había integrado completamente en la vida de Guille, y aunque le costaba reconocerlo por cuestiones profesionales, también había pasado a tener un protagonismo singular en el entorno familiar, lo que podría dificultar que pudiese formar parte de una nueva colectividad.

Pero la pregunta de Guille interesándose por el tiempo que faltaba para que Moni se trasladase a su nuevo hogar le quitó un peso de encima pues el simio, estando presente cuando el niño hizo la pregunta, posó en él sus grandes ojos esperando la respuesta.

Seguro que a ninguno de los dos les gustó lo que dijo el veterinario, pero viendo su actitud tranquila, se podía afirmar que ambos eran conscientes de que muy pronto dejarían de compartir espacio.

Inevitablemente llegó el momento y, aunque con comprensible tristeza, aquellos hasta ahora inseparables amigos, estaban preparados para que sus vidas tomasen caminos diferentes.

Esta etapa de convivencia con el niño se convirtió en una nueva terapia pues, a partir de ese momento, el proyecto de reintegración de los bonobos contó con una nueva estrategia basada en la convivencia, preparándolos para conseguir un papel relevante en su nueva colectividad, tal y como había ocurrido con Moni.

Todavía uno de los evaluadores del proyecto recuerda la imagen de un grupo de bonobos, escuchando en silencio, las aparentes explicaciones de otro congénere, como si de un profesor se tratara.

Juan José García Cañadas – España


Sueño en Sumatra

 Cada vez se oían más cerca los ruidos de los motores y los crujidos de la madera. Era un avance inexorable que ella esperaba con la fría calma de quien conoce la fatalidad que entraña la existencia misma. Todos los suyos habían escapado del pequeño parche esmeralda acorralado por el desierto verde tras barruntar, primero, y comprender, no mucho más tarde, el modus operandi del engranaje atroz, comenzando por la aniquilación del mundo vivo y la ulterior eclosión de aquellas hileras infinitas y enigmáticas de olor nauseabundo donde sólo vivían las moscas, atraídas por esa melaza pringosa que inundaba el aire. Ella no había traspasado jamás la frontera del desierto y como quien quiere exorcizar el mal más temido, se negaba a hacerlo, en espera de que tal negación la salvaguardara de un destino amenazador. Lo más fácil hubiese sido huir de allí, como habían hecho los otros, pero un apego irracional la anclaba al terruño que habían habitado sus ancestros desde tiempos inmemoriales y donde destacaba el inmenso paudak, al que también llamaban palo de rosa, un árbol descomunal y centenario que había sido el refugio y el ágora de la comunidad, el lugar de reunión, de juegos, de deliberación y de entendimiento, y que todavía permanecía allí, impasible, con un aplomo mágico que lo hacía indestructible y que ella había ligado a su suerte, confiando en que de esta forma se ganaría su protección. Los únicos de su estirpe que habían decidido quedarse, aunque por motivos diferentes, eran la pareja formada por su prima y el compañero de ésta, y aunque al principio habían colaborado con ella para sobrevivir en aquel pequeño oasis de escasez, últimamente habían entablado una guerra de supervivencia contra ella con el único fin de dilucidar quién sería el último guardián de su otrora exuberante morada. La ansiedad y el miedo crecieron en su interior, al igual que una soledad demente acuciada por el martilleo no tan lejano de la maquinaria pesada, pero su ansia por vivir y proteger su hogar era tan fuerte que resistía con firmeza, aguzando su ingenio por hacerse con las mejores raíces y frutos del bosque, aunque cada vez tuviera que esforzarse más por conseguir una ración menguante para subsistir. El hambre lleva a realizar actos desesperados que, vistos con el estómago repleto, parecen obra de dementes, y así podría parecer la última escaramuza que efectuó contra su pareja de adversarios cuando, de noche, les robó la despensa con sigilo, aprovechando la confianza que les daba saberse superiores a ella y gracias a la cual aún podían dormir con cierta tranquilidad. El festín fue inmenso, así como su gozo, y aquella noche descansó como no lo había hecho desde hacía meses, saciada y, por primera vez en mucho tiempo, feliz de contemplar el cielo estrellado.

La mañana siguiente se despertó fría, neblinosa y plagada de gritos amenazadores y estruendos metálicos con olor a aceite y gasóleo. Iban a por ella, de eso no le cabía la menor duda, pero confiaba en el talante de su clan, un temple que en los peores momentos hacía emerger de manera enigmática una suerte de entendimiento mutuo con el que finiquitaban las disputas. Estaban muy cerca de ella, los podía oler, su corazón se aceleró como si fuese a salirse del pecho, tensó todos

sus músculos y se lanzó lo más rápido que pudo a las ramas de los árboles circundantes; el jadeo y la hojarasca rugieron detrás de ella. La persecución fue confusa y caótica, nunca había huido así de nadie del grupo y el miedo pareció volverla más torpe que de costumbre, haciéndola chocar una y otra vez contra las ramas y el follaje. Al fondo se entreveía ya la luz del desierto, tan diáfano como el cielo, y fue allí, en el mismo margen de la isla esmeralda, donde aguardaba el compañero de su prima, agazapado tras un grueso tronco, para asestarle un golpe feroz. Lo que siguió fue una lucha enmarañada y cruel donde lo único que pudo hacer fue defenderse de las dentelladas, los golpes y los arañazos de sus contrincantes, que no cedieron ante el baño de sangre y revolcaron a su rival, más allá de la frontera, en el fango que inunda todo el desierto, un cieno pestilente y frío por el que su piel entumecida se arrastró, afanándose desesperadamente por escapar al dolor indescriptible y al aturdimiento que al fin terminó por anestesiarla y hacerla sucumbir en un letargo mortecino.

Cuando entreabrió los ojos sufría todavía un dolor espantoso en la barriga, la espalda y las extremidades, sentía la cabeza hinchada y un vértigo nublaba su mirada, lastimada también por los rayos de un sol implacable. Percibió sonidos extraños y melódicos, alguien se acercó a ella y la miró con ojos compasivos y penetrantes -por primera vez en mucho tiempo sintió que estaba acompañada-, unas manos femeninas y cálidas que reconoció como familiares tocaron su cara mientras un susurro tranquilizador la despertó del sopor. Era la primera vez que tenía contacto directo con los temibles amos del desierto, que sin embargo curaron sus heridas y la depositaron en un vehículo donde le dieron de comer y beber. Arrancó entonces el motor y se desplazaron por un camino enlodazado tras el que se abría paso un gigantesco monstruo amarillo que zarandeaba el majestuoso paudak -el crujido del tronco le produjo un dolor más agudo que todas las heridas de la reyerta-, tronchándolo sin aparente esfuerzo y derribándolo con una fuerza sobrenatural. Con la mirada perpleja clavada en el árbol caído -¿acaso no estaría ella también muerta?-, comprendió entonces que ningún orangután volvería a habitar más aquella tierra.

Jesús García Pérez – España

 

El mundo de Pongo

Señor Mono fue su peluche de infancia. Cinco certeros balines, en un puesto de feria, abrieron la puerta de casa a aquel enorme orangután: El papá de Sandra se había mostrado como un capacitado tirador. Pronto resultaron inseparables. Al borde de caer rendida, mantenían inconexas e inocentes conversaciones en un intercambio de lenguas de trapo. Devenía, para los suyos, una auténtica delicia verla imitar las supuestas vocalizaciones estruendosas de un orangután macho. No hubo vacaciones que no contaran con su presencia. Mami le compraba las bananas que tan poco le gustaban a su hijita; la abuela Carla le tejió una bufanda para los inviernos, que resaltaba su mirada melancólica… Sandrita solía preguntarse por qué nunca sonreía si todos le enriquecían la vida. Pasaron buenos momentos, muchos de juego, hasta aquel anochecer de verano… Su mullido primate ya no la aguardaba sobre la cama para acabar otra jornada abrazados. La chiquilla lo aceptó sin dramas ni pesadumbres: Sus motivos tendría para marcharse así.

Que la ventana estuviera entornada explicaba una parte del misterio. Papá y mamá telefonearon a los abuelos para referirles, con esa orgullosa satisfacción tan arraigada en los padres, aquella equilibrada reacción. Quería dormirse lo antes posible, anheló al cerrar los ojos, únicamente deseaba eso. Había intuido que algo lo inquietaba: Desde días atrás que no era el mismo. Aprovecharía uno de sus sueños para seguirle allá donde anduviera.

Debería haber imaginado que en la selva. No parecía que el cometido de converger con un orangután en su frondosidad presentara simplicidad. Las serpientes venenosas no entienden de tiernas edades, tampoco esos leopardos que aparentan no estar, por no hablar de los latosos mosquitos… Prefirió no pensar demasiado y hender por entre la vegetación. La linterna, de las pernoctas de acampada en la habitación, le facilitó sacar el onírico entramado de la oscuridad. Señor Mono había dejado notitas de ánimo clavadas en los troncos y pistas con el objeto de encarrilarla en el inexistente camino.

No solo ella precisaba de un peluche para adormecerse, venía a decirle. Tras incontables tropezones, y algún que otro espanto, Señor Mono y compañía salieron a su encuentro. Su compañero se balanceaba en los largos brazos de una cría de orangután, visiblemente cariacontecida. De inmediato supo qué lo afligía: La familia al completo de Pongo había sido capturada. Sandrita tragó saliva. De seguido, extrajo esa faceta resolutiva tan propia de su personalidad. Disponían de un experto en bosques tropicales como Pongo y, aunque sus progenitores la iban a levantar temprano para visitar el Museo del Chocolate, quedaban para encontrarlos las horas suficientes. Pongo debía generar perspectiva desde las alturas.

Al descender, excitado, reveló un claro lejano que proyectaba luz. Si se representaba un lugar donde no cabía a priori la iluminación artificial, el listado lo encabezaría un paraje selvático, así que hacia allí orientaron sus pasos. Pongo sabía cómo moverse con agilidad, apoyado sobre sus muñones, sin montar escandaleras innecesarias. Sandrita intentaba reproducir el sigilo de sus gestos, pero el éxito le daba la espalda. Las ganas pudieron con el guía, que les había tomado ventaja volando de rama en rama. La guinda, para Sandrita, consistió en trepar al árbol desde el que oteaba Pongo. Una copa ayuda a completar la panorámica perfecta. Focos, caravanas y numerosos hombres bebidos salpicaban el emplazamiento. Entre los ocupantes de las jaulas, muchos conocidos de Pongo. Madre, el solitario tío Fred y sus características callosidades en las mejillas… La locuela de Leia —su gemela— hacía rato que olisqueaba el aire y, nerviosa, se desplazaba en zigzag por el interior del reducido habitáculo que le había recaído en suerte. Percibía que su hermanito no andaba muy lejos y que no tardarían en lanzarse semillas durante las ocasiones de divertimento. Había empezado a llover y el ingenioso orangután cortó tres hojas, lo bastante grandes para que les cubrieran las cabezas. El trío descartó opciones mientras planeaban el rescate. Que los traficantes portaran armas potenciaba su peligrosidad… Uno iría por aquí, los otros... Sigilo y distracción liderarían las pautas de acción. Pongo agitó el ramaje, envalentonado…

   Sandrita despertó sobresaltada, entre gimoteos. Cuando sus ascendientes entraron en el cuarto ya lloraba desconsolada. Quiso explicarse, recordar lo acaecido en la pesadilla, pero un exceso de confusión reinaba en su mente. Algo malo había ocurrido, sin embargo, no discernía concluir a quién… No, no podía ser, repetía. La llevaron a la suite de matrimonio, como acostumbraban a denominarla. También, al aparecido Señor Mono. Por la mañana, no probó bocado. Ni el vaso de leche bien fría le entraba. Solo las apetecibles delicias expuestas en el recorrido museístico le arrancaron un apunte de sonrisa. Se puso el sol y declinó disfrutar de un huequecito bajo las sábanas paternas. Se hacía mayor: Tocaba asumir las desgracias y, aún más, que alguna que otra noche Señor Mono cruzaría al otro lado. Quizás aquella misma noche. En un robusto y cálido nido, recubierto con ramitas verdes, confortaría el sueño de un entristecido Pongo… o de su hermanita.

Rubén Martín Camenforte - España

 

¿Por qué los moitos tienen cola?

Una mañana de verano, los animales de la selva querían ponerse de acuerdo y repartir el espacio que les tocaba para vivir.

La jirafa tan alta hablaba muy bajito y los animales no podían oírla, su voz se la llevaba el viento.

Luego habló la serpiente, pero los animales no le entendían porque decía: -Ssssseñoresssss, esssss, necesssssario sssssaber sssssi Y la interrumpieron diciendo: -tú no sabes hablar, sólo silbas, no podemos entenderte.

Después habló el pez, que estaba muy inquieto, pero a él tampoco le entendían, porque al pronunciar palabras solo se oía un glu, glu, por las burbujas del agua.

De pronto, todos se callaron, apareció un animal grande, fuerte, peludo, que con un rugido paralizó a todos y dijo con voz ronca: -es imposible escucharlos a todos, yo seré el jefe y por eso ustedes me oirán y obedecerán En efecto, era la única voz que se escuchaba en toda la selva

¿Saben quién es?

Sí, tenían razón… Era el Señor León-Yo soy el más fuerte, todos me tienen miedo, por eso, yo escogeré el territorio más grande con derecho al agua de los ríos-.

Nadie dijo nada, todos oían muy atentos y el Señor León comenzó a repartir las tierras. A los peces, reptiles y aves, les toca el área del río y las rocas de la montaña para que hagan sus nidos. Y todos los demás animales, compartirán el resto de la tierra. Se levantó y se fue. Todos hicieron lo mismo. De repente apareció un personaje divertido, era el mono, que llegó tarde y a él no le tocó tierra, porque todas ya estaban dadas. Sin saber qué hacer fue a buscar al Señor León y el monito preguntó: ¿en dónde voy a vivir? El león respondió: -En mis tierras no vivirás, si te veo a ti o a los tuyos me los comeré.

Los monitos se escondían todo el tiempo, un día salieron y como son muy juguetones despertaron a otros animales, ellos hacían muchas bromas, entonces los animales los sacaron de las tierras. Los monitos caminaron y caminaron y al fin encontraron el río y dijeron: “¡Aquí viviremos!”, pero los monitos no saben nadar, solo saltar, correr, caminar y no pueden estar en ese lugar tan húmedo. Después se les ocurrió que en la selva tan grande debe haber un sitio donde vivir. Hablaron con las jirafas, pero la diferencia era muy grande, ellas son altas, con manchas en la piel y los monitos bajitos y muy peludos. “No, no, no, no podemos quedarnos en este lugar”

Hablaron con las cebras, ellas no son tan altas como las jirafas, pero tienen rayas en la piel, son blancas con negro, y los monitos peludos. Las cebras les dijeron: -Aquí no se pueden quedar.

Hablaron con los elefantes, y les dijeron: -Sean bienvenidos-, Pero por ser tan grandes y gordos, los monitos tenían miedo de ser aplastados y decidieron irse porque corrían peligro. Los monitos tristes pensaban: “somos muy diferentes, tenemos necesidades y costumbres distintas ¿qué podemos hacer?” -Los monitos somos pequeños, peludos y muy graciosos, decían -estamos solos, nadie nos quiere, tendremos que hacer algo pronto – Dito el jefe de los monitos dijo: Traeremos comida para varios días y nos esconderemos en esta cueva, y yo iré a buscar ayuda y un lugar donde vivir. Dito se puso en camino. Caminó por lugares desiertos que daban miedo, no había agua ni había flores ni árboles. Pensó: -no se puede vivir aquí- Esto es un desierto. Siguió caminando y se encontró en un lugar muy raro, donde sólo habían aves y con sus picos lo echaron del lugar. Era un risco de piedra muy alto, Dito pensó: “ellos sí pueden vivir en este lugar, tienen alas y saben volar, nosotros no podemos vivir aquí.” Cuando Dito se sintió muy cansado, sin saber qué hacer, se recostó en la hierba viendo pasar las nubes y empezaron a aparecer las estrellas, pensó: “hasta ellas tienen lugar dónde vivir.” Al ver una estrella fugaz pidió un deseo: tener un hogar seguro donde vivir y compartir con los demás animales de la selva. Se refugió bajo un árbol, sin darse cuenta se quedó dormido y tuvo un sueño muy extraño. Soñó que la luna era un hada con vestido blanco que le decía: “Dito, en tu anhelo de encontrar tierra donde vivir no has notado la ventaja que tienes sobre los otros animales y debes darte cuenta de cómo aprovecharlo, ¿acaso no tienes cinco patas?”

Dito despertó muy asustado y no entendía lo que el hada le había querido decir, “tener cinco patas”, se preguntaba.

Cuando Dito siguió su búsqueda no dejaba de pensar en su sueño, era tan raro y extraño que empezó a sentirse mal por no comprender. De pronto sintió hambre y se puso a buscar comida, sin darse cuenta, entró en el territorio del Señor León. Se asustó tanto que decidió subirse a un árbol y comer frutas, pero no podía sostenerse y comer al mismo tiempo. Entonces recordó su sueño, lo que el hada le había dicho: cinco patas y dijo: -la cola es la quinta pata-.

Dito estaba feliz y decía: -con ella nos podemos sostener mientras comemos y balancearnos para ir de un árbol a otro sin correr peligro que nos lastime otro animal. Al fin dijo Dito: - podemos vivir en donde queramos, hay muchos árboles en la selva y ellos serán nuestro hogar. Entre brincos y carreras llegó a la cueva donde lo estaban esperando y les dijo: -el Hada Luna se me apareció en sueños y me mostró cuál es la solución a nuestro problema, viviremos en los a árboles.

Todos estaban muy contentos empezaron a salir y jugar en los arboles y hasta la fecha los animales de la selva y los monos comparten territorio sin molestarse. Ahora ya sabemos por qué los monitos tienen cola.

Fin.

Karla Beatriz Weiss Vega de Salazar – Guatemala

 

Georges el SIMpático

Doy vueltas, aplaudo, sonrío, me siento en el suelo y ahí quedo un buen rato. Solo te miro. Tu eres parecido a mí. Ahí estas al otro lado. Haces señas, levantas los brazos, corres de un lado al otro. Yo solo te miro.

Levanto mis brazos, los muevo de un lado a otro. Con mis dedos, estiro cada lado de la boca, la lengua se mueve para arriba y para abajo. Tú te ríes. Repites lo mismo. Te faltan algunos dientes.

Ahora eres tú que corres de la izquierda a la derecha, vuelves por el mismo camino, repites varias veces el recorrido y paras en la mitad del sendero. Te acomodas sobre una grande piedra. Tus ojos se mueven acompañándome. Estás solo. Me buscas.

Me encuentro en la multitud bien cerca de la pared de vidrio que nos separa. Abajo, pegada al muro, una placa brillante muestra algo escrito: “Georges, el orangután SIMpático!”. 

Distraído con tus gracias, tu nombre pasa desapercebido. Más tarde entiendo que el detalle de las letras mayúsculas en la palabra simpático se relaciona con la palabra simio.

Te llamas como un niño, un humano. ¿Por qué estás al otro lado de la reja?

Hago señas. Te aproximas. Tienes miedo y yo también. Ahora estas pegado al vidrio, tus ojos un poquito rojos me encaran fijamente, pero con dulzura. Ahí estamos uno mirando al otro, sin decir palabra.

En pocos segundos, de la nada lanzas un porrazo al cristal y yo, asustado por el golpe, caigo al suelo.

¿Por qué haces eso? ¿Me odias? ¿Sientes rabia?

Vives dentro de un área verde llena de arbustos y árboles frondosas, recibes comida, agua. ¿Qué te pasa Georges?

Me das la espalda por un rato. Caminas al rincón bajo una gran rama caída. Es tu escondite.

Georges! Georges! – grito a pleno pulmón pegando mi nariz al vidrio que nos separa.

De lejos veo tu espalda peluda. No me das atención. Igual me acomodo y espero tu rabia desaparecer. Sólo te mueves cuando escuchas al cuidador entrar en la jaula, con el canasto de frutas que te gustan, entonces agarras un plátano y lo comes trozo por trozo.

Tomas otro plátano y te acercas sin alardear.

Sentado a mi lado y separados por el vidrio es como si pudiéramos conversar sin decir palabras. Ahora puedo entender tu tristeza. Es como si estuviéramos abrazados y me confesaras tus sentimientos:

“Sabes niño, nunca dije a nadie lo que pasa por mi corazón. Se que me entiendes, aunque estés al otro lado de mi mundo verde”

“Dime Georges. ¿Qué pasa contigo?”

“Dicen que soy libre, solo que paso todos los días de mi vida encerrado entre estas paredes y la reja allá al fondo. Cuando se oscurece sueño con la selva que conocí cuando era muy pequeño. Durante el día, las personas vienen a verme, se ríen si suelto un grito o golpeo mi pecho corriendo por todos lados. Nunca me van soltar de este encierro.”

“Sí, puedes salir. Yo voy pedir al dueño del zoo que te devuelva a tu hogar”

“¡No, niño! Tú tienes buen corazón, pero si me llevan de vuelta a la selva yo muero. Ya no sé cómo es vivir entre mis compañeros orangutanes.” _retruca.

“Igual voy a rogar para que te retornen a la selva, así podrás vivir en libertad.” _respondo para alentarlo

Georges lanza la última mirada del día. Pone su mano sobre el cristal y yo aproximo la mía de encuentro a la suya.

A un mes de lo ocurrido vuelvo al zoo. Georges ya no se encuentra en su espacio enrejado. Lo han enterrado afuera, en el bosque verde al lado de la jaula. Es libre.

Claudete Valiukenas – Brasil


 

Mini Cuentos Juveniles

Primer Premio

El caso de Amir y Alex

 Hace muchos años, en un pueblo de Sierra Leona existían dos hermanos llamados Alex y Amir. Alex tenía 8 años y Amir tenía 9 pero pese a la diferencia de edad tenían un fuerte lazo de hermandad. Ambos muchachos vivían con la Sr. Clotilde, sin embargo, desde pequeños le decían tía Clo. La tía Clo había encontrado a los hermanos en la puerta de su casa 9 años antes, no vio quien lo entrego, pero supo que no volverían por ellos. Ella, suponía que los niños irían a parar a un albergue donde esperarían años sino es que toda su vida para ser adoptados por lo que decidió quedárselos.

La tía Clo era muy honesta y trabajadora, tenía su puesto de textiles en el mercado donde ganaba dinero suficiente para mantener a los muchachos. Lo malo es que pasaba casi toda la tarde en el mercado mientras los muchachos estaban solos en casa.

Amir era un niño muy inteligente y de buenas notas, por otra parte, Alex era muy travieso y desobediente. Pero algo muy fuerte unía a los muchachos… su amor por la jungla. Todas las tardes cuando la tía Clo iba a trabajar ellos iban a la jungla para jugar en los arboles y entre ellos, también tenían una fascinación por los animales de ahí, los grandes simios que se encontraban comiendo o trepando lo arboles con una destreza y equilibrio que convertía al lugar en un show fenomenal para aquellos muchachos.

Al principio iban 30 minutos a la jungla, pero poco a poco pasaban más tiempo ahí. Sin embargo, siempre regresaban antes de que la tía Clo llegará del trabajo. El que más disfrutaba de la jungla era Alex, puesto que había ocasiones donde se escapaba del colegio solo para ir a ver un mono en especial, tiempo después descubrió que se trataba de un pongo hembra que justamente estaba embarazada. Alex, alimentaba a la mona con mangos que la tía Clo le mandaba al colegio y después de un tiempo se empezó a ganar el cariño de dicha mona.

Así pasaron los años y ambos hermanos seguían con su rutina de ir a escondidas a la jungla. Un día la tía Clo comento que planeaban demoler la jungla en un mes para construir un hotel lujoso. Alex y Amir se miraron super preocupados y fueron corriendo a sus habitaciones. Empezaron a ver formas de cómo evitar tremenda tragedia.

No podemos dejar que se los lleven Amir ¡Debemos hacer algo! .- Dijo Alex muy histérico.

Temo que no podemos hacer nada más que estar para ellos, somos solo niños. – Respondió con lagrimas en sus ojos Amir.

Los hermanos se habían propuesto ir las 3 semanas siguientes, toda la tarde posible, para pasar tiempo en la jungla. El más afectado era Alex, puesto que sabia que no iba a ver a su amiga mona nunca más, ni que podría ver a su hijo que llevaba recién unos días de nacido y es que la relación que había entablado con aquella mona era muy especial y significativa para él, aunque nadie lo supiera, ni su hermano.

Un día, mientras estaban acostados debajo de un manzano, escuchan a una camioneta estacionarse. Eran de esas camionetas que veías en la televisión y que solo los gobernantes tenían cuando hacían sus visitas ocasionales en el pueblo. Un señor pelado con terno y robusto bajo del carro, procedió a respirar del aire de la jungla como si le perteneciera. Al mismo tiempo, una señorita bajo de la camioneta, aparentemente su secretaria.

Este lugar es magnifico para el hotel ¿ah? . - Dijo el señor levantando una ceja, confiado de si mismo.

Por supuesto, pero ¿que pasarán con los animales? . - Respondió la señorita con una voz fácil de quebrar.

Los venderé a un zoológico o terminaran en un matadero, lo que me parezca más barato. - Dijo sin remordimiento alguno el señor.

Alex y Amir que estaban detrás del árbol escucharon eso y se alarmaron inmediatamente, no solo era malo lo que le esperaba a la jungla, mucho peor era lo que les esperaba a los pobres gorilas y monos de la misma.

Los niños fueron corriendo a su casa para contarle todo a la tía Clo, le lloraron para que no se llevaran la jungla. La tía Clo estaba muy confundida y asustada por como los niños se encontraban, todos nerviosos y despavoridos. Después de que los niños le explicarán todo, desde lo que hacían todas las tardes cuando se iba a trabajar la tía Clo, hasta lo que escucharon en la jungla; la tía Clo decidió comunicarse con el gobernador de Sierra Leona y hacer público todo el asunto de la jungla. El gobernador nunca se pronunció y enfrente a la falta de respuesta, la fe se iba perdiendo poco a poco.

Cuando ya estaban por llegar los grandes camiones a demoler la selva. Alex y Amir engañaron a la tía Clo y no fueron al colegio, sino que se ataron con una soga a el manzano de la jungla. No pudieron demoler la jungla a tiempo y cuando la prensa llego todos estaban atónitos por la valentía de estos hermanos. La tía Clo cuando se entero fue y los apoyo atándose a ella misma al manzano. Así, más gente se iba atando al manzano en el trascurrir de unas horas. Las noticias llegaron a España, Londres, Francia y Estados Unidos donde criticaban duramente la falta de acción del gobierno, glorificando a los niños y la tía Clo.

Al final, el gobierno canceló el proyecto y la jungla sería libre otra vez.

Alessandra Valentina Alban Valdiviezo – Perú

 

Segundo Premio

El regreso a la vida

A veces me pregunto, ¿Por qué nuestra vida es tan triste?, Aquí hay pocos árboles y no hay libertad, somos tres los que sufrimos tras estas rejas, el más joven no conoce la gracia de gritar y saltar de liana en liana en una selva tropical, sin duda es una vida agónica, nos tiran la comida y esperan felices a que nos movamos o hagamos movimientos que para ellos son chistosos, los seres humanos son maléficos, nos apuntan con el dedo y nos dicen salvajes, nos tratan de animales cuando ellos los son, toda mi vida he estado aquí encerrado entre cuatro paredes cubiertas por gruesos barrotes de hierro. Aún recuerdo el disparo que me separo de mi madre aquel día en el cual me capturaron, yo era un simple gorila bebé que dependía de su madre para todo, aún así recuerdo con alegría el poco tiempo que estuve rodeado de árboles altos y de hermosas lianas, recuerdo la belleza de las frutas maduras que rebozaban en la copa de los árboles y las rizas de mis viejos amigos.

Saori es la madre del joven Jack un muchacho revoltoso que cree saberlo todo, a crecido creyendo que estos barrotes son el mundo y que es normal que nos molesten con gritos y burlas, Saori siempre se culpa por no poder hacer nada pero yo la entiendo bajo los efectos de un adormecedor; no podía escapar y con simpleza fue obligada a llegar acá, soy Rucefor el gorila más viejo de los tres y mis esperanzas de volver a la selva ya son muy pocas, mucho tiempo no me queda.

Mamá, mamá, ¿puedo comer otra banana?

Ya es muy tarde Rucerfor, es hora de ir a dormir, mañana puedes comer más bananas.

Ese fue nuestro pequeño dialogo entre yo y mi madre aquel día tan triste y amargo, me ayudo a trepar un árbol y allí descansamos por un momento, un fuerte ruido me despertó y a lo lejos observe unas luces.

Mamá, ¿qué es eso?

Hay que correr hijo, hay que correr.

Puedo decir que su muerte fue mi culpa, sino hubiera sido tan pequeño ella se habría salvado, pero me enredé entre las lianas y por irme a buscar tuvo que pelear con esos monstruos, un ruido ensordecedor me hizo gritar muy fuerte, luego la vi allí tirada en el suelo en un charco de agua roja, grite y grite su nombre mientras me metían en un costal y me arrojaban a una especie de baúl. 

¡No más abusos!, ¡Déjenlos en libertad!, ¡Ellos no merecen vivir así!

 Un día la gorila Saori me fue a buscar sorprendida al rincón de la jaula.

¡Rucefor!, ¡Rucefor!

Me gritaba mientras corría a mi dirección.

¿Qué sucede Saori?, ¿Qué pasa?

Le pregunte mientras trataba de entender la expresión en su rostro.

Allí afuera, detrás de estos barrotes hay humanos tratando de ayudarnos.

Sorprendido al igual que ella fui a observar, una leve sonrisa se dibujo en mis labios al ver esos afiches coloridos y a esas personas apoyándonos con sus gritos, ellos estaban allí por nosotros, adultos y niños gritan  por nuestra ayuda, pasaron días y días y estas personas continuaban con su marcha por esta cárcel llamada zoológico, Saori estaba muy feliz y el joven Jack disfrutada del bullicio y de la sonrisa de su madre, pronto volveríamos a la selva.

Un día el sonido de unos camiones nos despertó a mí y a mi pequeña manada, mire hacia todos los lados y gente vestida de blanco y otros con estampados de pieles animales subían a distintos camiones a diferentes animales, las jirafas meneaban sus largos cuellos, las hienas reían y muchos otros animales gritan de alivio, felicidad y esperanzas. Con un dolor en el pecho me asome a la entrada, entonces allí junto a Saori y Jack nos recibieron con una gran sonrisa, una joven mujer de cabellos dorados nos subió al camión y después de un largo viaje llegamos a nuestro destino.

Con cierto temor salí primero de nuestra vagoneta, unas lágrimas salieron de mis ojos, estaba en  mi selva, Saori salió cargando en sus brazos a Jack y al igual que yo lloró, ella corrió a la selva mientras que yo simplemente me senté debajo de un árbol, la amable mujer  de cabellos dorados se sentó junto a mí y me dijo.

Tranquilo amigo, ya puedes descansar.

Entonces lo supe, era mi hora, al menos me iré feliz y tranquilo de que Saori estará libre y el pequeño Jack crecerá de ahora en adelante en plena libertad.

Bárbara Patricia Escobar Martínez - Chile

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