Mini Cuentos Adultos
Primer Premio
Me llamo Cecilia y hoy les quiero contar una
historia
Me llamo Cecilia, o por lo menos ese es el nombre que me pusieron cuando
fui parte de una denominada “colección” de animales cuando un grupo de humanos
decidió que mi libertad podía ser canjeada en nombre de la conservación y la
ciencia , para entretener a la gente y ponerle un precio.-
Hoy vivo felíz en un santuario de Brasil de seres mágicos como yo en donde
me cuidan , puedo charlar con mis compañeros que me cuentan sus historias y
junto a Marcelino ya tejemos nuestro propio destino, pero siempre es bueno
recordar el pasado , aquel que nos hizo como somos en base a nuestras
experiencias y heridas del tiempo .-
Antes de disfrutar de mi vida en el santuario, yo era una condenada más,
rodeada de paredes oscuras, un techo que asustaba y el piso frío, áspero, que
dañaba mi cuerpo y mi alma.-
Mi cuerpo sobrevivía a duras penas en una prisión de cemento que los
humanos llaman zoológico y digo solo mi cuerpo porque mi alma volaba libre en
el universo como la de todos los animales en cautiverio , nuestra esencia
salvaje nunca podrá ser encerrada por nadie, ni siquiera por la más destructiva
y peligrosa de las especies .-
En el día pasaba las horas mirando hacia la nada, escuchando sonidos
extraños a mi alrededor, sintiendo aromas que no eran de mi especie e
imaginando que había más allá, atrás del horizonte donde el sol era lo único
cálido que se metía en mi jaula oxidada.-
Por las noches, el lugar despertaba como nunca, gritos desesperados,
lamentos infinitos, ruegos y pedidos de libertad que nunca eran escuchados, el
humano por la noche desaparece y solo son unos pocos gatos los que tienen
permiso para visitarnos y robarnos comida.-
Mi jaula se encontraba ubicada en el sitio más soleado del predio pero la
cantidad de rejas solo ofrecía sombras, rejas en todos los ángulos, en las
paredes, en el techo, en mi alma.-
No se podía ver el cielo a primera vista, y solo subida en lo más alto
alcanzaba a ver la fosa de Kenia, la elefanta que como yo, también estaba sola,
esperando ver algún pájaro para ver algo que se moviera adelante de mis ojos.-
Y cuando las gotas de lluvia caían algunas veces, la reja oxidada teñía el
piso de cemento haciéndome acordar que yo también tengo sangre en las venas y
que no soy una cáscara vacía como muchos creen, yo tenía proyectos de vida,
necesitaba creer y sentir.-
Miles de animales me acompañaban en mi viaje hacia la locura, porque todos
compartíamos las mismas cadenas, la misma desesperación.-
No alcanzan las manos para taparnos la cara, no alcanza el recuerdo del
ayer para borrar tan triste presente, la ausencia del hogar te pega fuerte y el
enojo termina cuando los sentidos se adormecen y comprendés que el dolor será
profundo.-
En mi jaula dibujaron plantas en el cemento, ¿y después dicen que son la
especie más racional e inteligente del planeta? ¿Como hacía para subirme a esas
ramas? ¿Como podría esconderme en mis momentos de miedo entre sus hojas?
En las nubes siempre me pareció ver los rostros queridos de Xuxa y Charlie
que me sonreían desde el cielo, como dándome fuerzas para no rendirme, algún
día yo podría encontrar el camino hacia un mejor lugar, donde mis manos toquen
la tierra natural y donde el techo oscuro fuera reemplazado por ese celeste
luminoso que se veía lejos.-
Pocos entienden, nadie se pone en nuestro lugar. La vida en el zoológico es
dura, monótona, el visitante nos mira cinco minutos sin mirarnos a los ojos,
sin sentir nuestra tristeza, sin imaginar la angustia de estar tan lejos del
hábitat natural, de la familia, los amigos, los seres queridos.-
Lo más doloroso es ver a la gente pasar, una atrás de otra, y otra más…
miles que circulan a mi alrededor usando sus ojos pero sin ver la desolación,
tocando la baranda, sacando fotos, gritando para hacernos reaccionar ya que nos
quedamos quietos, ellos ven al animal y nosotros vemos la reja.-
La reja interminable, gruesa, proyectada hasta el infinito, que quema en
verano y congela en invierno, sucia y sin vida, que se burla y nos hace
estremecer.-
Y la soledad… que como un hierro al rojo vivo nos traspasa de lado a lado,
quebrando los sueños y haciéndote sentir que no existe futuro y que uno nació
en éste agujero en el medio de la nada.-
Me llamo Cecilia, soy un chimpancé único que un grupo de humanos nobles y
de alma solidaria le dio derechos y nuevas oportunidades.-
Hoy soy felíz, me dibujaron una sonrisa en la cara… pero por favor, ayúdame
a que nunca, pero nunca, nadie se olvide de mi historia, que es la misma que
sufren millones de animales en el mundo, sobreviviendo en los zoológicos,
tratados como esclavos, explotados hasta su muerte y abandonados a su suerte cuando
ya nada les pueden sacar.-
Soy Cecilia, y como todos ellos necesito LIBERTAD .-
Gabriel Alejandro Flores – Argentina
¡Pasen y vean!
- << ¿Circo? >>- pregunta Wendy llevándose la mano derecha a la
nariz para después describir en el aire algo similar a un triángulo.
Carolina sonríe al ver el gesto. A pesar de llevar casi un año trabajando
con ella, nunca dejará de sorprenderse con las capacidades que demuestra la
joven chimpancé. A veces, le cuesta asimilar lo rápido que ha logrado dominar
el lenguaje de signos.
- Sí- se limita a responder gesticulando con la cabeza.
Al otro lado de la valla junto a la que caminan, en medio de un enorme
descampado de tierra, la imponente carpa de franjas rojas y blancas se alza por
encima de sus cabezas. Los cuatro enormes focos que iluminan el lugar, hacen
que la estructura sea perfectamente visible desde varias calles de distancia.
Sujetando con fuerza la mano de Wendy, Carolina se acerca al arco de
entrada donde un colorido cartel da la bienvenida a los visitantes con su ya
famoso “¡pasen y vean!”.
A medida que se aproxima a la taquilla, no puede evitar sentirse nerviosa.
Con éste, son ocho los años que ha visitado el circo de su ciudad y, aun así,
es incapaz de controlar sus emociones.
- Perdone- dice llamando la atención de la mujer que cuenta billetes en el
interior con un cigarrillo entre sus labios.
- El espectáculo ha terminado. Si quiere entradas vuelva mañana…- exclama
sin levantar la vista.
- No quiero entradas… he venido para hablar con el director.
Las palabras de la joven logran que la mujer alce la cabeza. Al ver al
chimpancé que lleva cogido de la mano, parece asentir.
- ¿Ve esa roulotte de color azul? - dice señalando a lo lejos.
- Si.
- Vaya hasta allí y llame a la puerta.
- Gracias.
Cogiendo a Wendy entre sus brazos, Carolina sigue las indicaciones de la
mujer y avanza por un camino de grava flanqueado con diversos carros de madera.
Como ya había imaginado, en todos y cada uno de ellos hay simios enjaulados
tras gruesos barrotes. Chimpancés, bonobos, orangutanes, gorilas… todos yacen
sobre paja sucia sin un solo trozo de comida que llevarse a la boca. Sus
miradas parecen vacías.
- << Tristes >>- exclama Wendy pasándose la mano por la cara.
- Lo sé- responde Carolina intentando controlar la rabia que arde en su
interior.
Una vez llega hasta la puerta indicada, golpea la madera con los nudillos.
Pasados unos segundos, la puerta se abre ligeramente mostrando la figura de un
hombre orondo. Su pelo es negro y grasiento, y entre los botones de su camisa
asoma una incipiente barriga.
- ¿Qué desea? - pregunta malhumorado.
- Quisiera hablar con usted.
El hombre estudia a su interlocutora con detenimiento. Al igual que la mujer
de la entrada, ver a Wendy hace cambiar su semblante.
- Imagino que viene a hacer negocios…- dice abriendo la puerta del todo-
¿Cuánto pide por ese mono?
- Se llama Wendy y es una chimpancé…- contesta ella dejando a Wendy en el
suelo- No son negocios lo que he venido a hacer…vengo a pedirle un favor.
- ¿Un favor?
- Si. Quiero que libere a esos animales.
Al escuchar sus palabras, el hombre comienza a reír haciendo tintinear el
manojo de llaves que lleva colgado del cinturón.
- Así que eres la veterinaria esa que viene todos los años… me han hablado
de ti. Mira niña, si no quieres vender el mono, márchate por donde has venido y
cuéntale tus monsergas a otro.
- Le repito que Wendy es un chimpancé. Por si no lo sabe, los homínidos
pertenecen a la misma familia que los seres humanos y son seres inteligentes y
racionales… algo que, dudándolo mucho, se pueda decir de usted- añade
lanzándole una dura mirada.
- ¿Me estas comparando con ese estúpido animal? - dice mientras vuelve a
reír al ver como la chimpancé se aleja de ellos con su singular forma de
caminar.
- Ese animal es más listo que muchas personas. Algún día, las leyes
reconocerán los derechos de los homínidos, equiparándolos con los nuestros y
usted tendrá que cerrar su dichoso circo para siempre. Ahórrese tiempo y hágalo
ahora mismo.
- Créeme hija, por mucho que insistas no vas a lograr nada y ten por seguro
que nunca nos pondremos de acuerdo… será mejor que te vayas en busca de tu mono
si no quier... Por un instante, los ojos del director se abren como platos.
Frente a él, decenas de simios corren de un lado a otro enloquecidos.
- ¿¡Que demonios ocurre!?
Media hora más tarde, dos agentes de policía se acercan al lugar.
- A ver si lo he entendido bien señor…
- Giuliani.
- …señor Giuliani. Según usted, todos los animales de su circo se han
escapado por culpa de esta mujer- dice señalando a Carolina con el bolígrafo
que usa para tomar notas.
Ella, permanece inmóvil a su lado con Wendy entre los brazos.
- Así es.
- ¿No acaba de decirme que los hechos han ocurrido mientras estaban
manteniendo una conversación?
- Sí… pero… ¡ha sido ese maldito mono suyo! ¡Cogió las llaves de mi
cinturón! Que no le engañe su aspecto… es más listo de lo que parece.
- ¿Ahora si le considera inteligente? – pregunta Carolina con sorna.
- Mire señor Giuliani, no quiero perder más tiempo, ni hacérselo perder a
usted. Según su declaración, poco podemos hacer.
- ¿Acaso no puede detener a ese animal?
- Para empezar, lo que ha sucedido aquí es más un accidente que algo
punible por la ley. Aun así, en el caso de que lo fuera, a día de hoy un
chimpancé no puede ser detenido ni enjuiciado como autor de un delito según
nuestro código penal.
- ¡Pues cambien esas malditas leyes! – grita colérico el director al ver
como Carolina comienza a alejarse.
Al escuchar sus palabras, la veterinaria se detiene y, tras dirigirle una
sonrisa, exclama:
- ¿Ve cómo al final sí que nos íbamos a poner de acuerdo?
Manuel Coterón González – España
Tercer Premio
El joven Pani
En ningún sitio como en casa.
Desde que fuera destetado por su madre y de eso hacía ya seis años, Pani no
había dejado de escuchar esa frase e independientemente de que el interpelado
fuera un macho o una hembra siempre que había preguntado por su significado a
un chimpancé adulto había obtenido la misma respuesta.
La época de fabricarse muñecos utilizando palos y lianas secas había
pasado. Tenía nueve años y no terminaba de entender porque había de permanecer
siempre con el grupo. Era joven, pero había participado en algunas cacerías de
cachorros de leopardo y en todas había demostrado su valor y fortaleza.
¿Por qué, entonces, no reconocían que sabía defenderse y estaba capacitado
para salir de las lindes de su territorio y explorar otros lugares?
Una mañana, mientras el grupo todavía dormía, se encaramó a lo alto de un
árbol y con todo el sigilo que pudo y ayudado de sus largos y poderosos brazos
se fue balanceando de rama en rama hasta que dejó atrás la zona en la que el
resto del grupo habría comenzado ya a despertar.
Braquiando y braquiando cuando quiso darse cuenta se había alejado varios
kilómetros de su territorio. Necesitaba reponer fuerzas, por lo que poco antes
de llegar a los lindes de la selva descendió a tierra y se hizo con una buena
provisión de frutos, raíces y pequeños insectos.
No se había encontrado con ningún leopardo, lo que hubiera supuesto un
problema, y quizás por ello se sentía pletórico y con ánimo para continuar.
Reemprendió la marcha a cuatro patas porque muchos de los árboles estaban
caídos y en algunas zonas aparecían grandes claros que le impedían braquiar.
¡Vaya!, había sido pensar en el peligro y este había aparecido.
Unos individuos que caminaban apoyándose solo sobre los pies, como cuando
el recorría cortas distancias, se encontraban próximos al lugar desde el que él
los avistó.
Era la primera vez que veía a ese tipo de animales. Habría jurado que
podría tratarse de parientes cercanos a los chimpancés, de igual forma que lo
eran los orangutanes o los gorilas, por la forma en la que se movían y
expresaban, pero si había algo que saltaba a la vista era que eran feos a más
no poder.
Ensimismado como se encontraba, solo su instinto y el sonido del árbol al
caer le previno de ser aplastado.
Buscó un árbol alejado y desde una de las ramas más altas, durante un buen
rato, siguió con atención los movimientos de esos individuos que, para ser
parientes, le habían puesto en mayores apuros que lo que lo habría hecho un
cocodrilo del Nilo o una pitón.
Avanzó por los árboles que circundaban el claro y cuando llegó al último de
ellos contempló con sorpresa el pelado paisaje que le mostraban sus ojos.
¿Dónde estaba su selva? No terminaba de entender. Sería que esos individuos
no necesitaban los árboles para desplazarse, el rocío de sus hojas para calmar
su sed y que no se alimentaban de los frutos, tubérculos y raíces que
suministraba su querida selva tropical.
No se atrevió a salir a campo abierto y por primera vez desde que abandonara
el cobijo del grupo sintió algo parecido al miedo.
No era lo que esos seres estaban haciendo con su selva lo que le infundía
temor sino, el desconocer por qué lo hacían.
Muy a su pesar recordó la frase que tantas veces había escuchado a lo largo
de su todavía corta edad y las respuestas que invariablemente le habían dado
alertándole de los peligros que acechaban más allá del territorio que habitaba
el grupo al que pertenecía.
Se preguntó si serían esos peligros la razón por la que, cada cierto tiempo,
el grupo se iba adentrando más y más en la frondosidad de la selva.
No sabía que responderse y si bien su instinto le indicaba que debería
regresar, la tozudez y rebeldía de su juventud le decían que hacerlo sería
reconocer una derrota, algo a lo que no estaba dispuesto.
Permaneció varias horas en lo alto del árbol y desde su escondite fue
testigo de cómo los individuos que habían hecho caer un montón de árboles
abandonaban el lugar subidos a unos seres que tampoco había visto nunca y que
hacían un ruido enorme mientras se alejaban.
Cuando llevaba un rato sentado en la rama vio a lo lejos una claridad que
no tenía que estar allí pues se había hecho de noche.
Sorprendido por ese raro amanecer descendió del árbol y con todo el sigilo
que pudo se fue acercando en dirección a ese gran sol que brillaba en la
distancia.
Se aproximó con cautela hasta el lugar donde se encontraba el grupo de
desconocidos. Oculto a su vista, distinguió cómo algunos de ellos estaban
desollando a varios animales y no pudo evitar un gritito de satisfacción cuando
vio colgadas varias pieles de leopardo.
Estaba a punto de acercarse, cuando unos gritos le helaron la sangre. No
tuvo ninguna duda, se trataba de chimpancés pidiendo auxilio.
Avanzó con cuidado y vio varios chimpancés adultos inmovilizados sobre uno
de esos animales que los seres que tiraban los árboles habían utilizado para
alejarse.
No le dio tiempo a acercarse más. Uno de esos individuos lanzó unos
aullidos que no entendió y casi sin darse cuenta se encontró rodeado por varios
de ellos.
Fue entonces cuando acertó a comprender que la presencia de esos individuos
era el motivo de que su grupo hubiera ido poco a poco desplazándose hacia el
interior de la selva.
Su instinto le dijo que no podría salir airoso de la lucha y aprovechando
el descuido de uno de los que, bondadosamente, había considerado parientes
cercanos emprendió la huida, se encaramó al primer árbol que encontró y no se
detuvo hasta alcanzar el territorio de su grupo.
Pani no tendría que preguntar nunca más por el significado de la frase que
tantas veces había escuchado.
Eloy Calvo Pérez – España
Mención de Honor
Cocorito y la pocopelo
Cocorito se levanta cada mañana con muchas ganas de jugar. Es un experto
columpiándose de rama en rama y el más rápido de sus amigos trepando.
Cocorito, no te alejes demasiado- le dice su mamá.
Pero a Cocorito explorar siempre en el mismo sitio le parece un rollo. La
selva es tan grande... ¡y hay tanto por descubrir!
Desde pequeño, ha oído historias sobre los pocopelo, hombres malos que
cortan los árboles y no quieren a los animales. Sabe que debe tener cuidado
porque ya se han llevado muchas veces a otros amigos de la jungla.
Cocorito, ven rápido. He visto algo muuuuuuuy extraño junto al río, ¿me
acompañas a investigar?- oye a su espalda. Es Gila, su mejor amiga lémur.
Cocorito mira al cielo. Está gris y hay muchas nubes. Va a caer una buena
tormenta, pero no le importa. Cocorito y Gila saltan por las copas de los
árboles como trapecistas y cuando Gila no se atreve a lanzarse, se agarra al
pelo zanahoria de Cocorito como una mini mochila.
Mira allí, es una pocopelo pequeña, ¿verdad?- señala la lémur a Cocorito-.
Yo creía que los pocopelo eran enormes y tenían unos dientes afiladísimos.
Cocorito ladea la cabeza para verla mejor. Gila tiene razón. Es una
pocopelo extraña.
Tiene una nube de rizos naranja en su cabeza y dibuja en una libreta hojas,
flores e insectos. No es muy alta y sus dientes no dan miedo. Los dos amigos se
quedan un rato mirándola en silencio. Están muy contentos con su nuevo
descubrimiento.
De repente, suena un trueno tan fuerte que les pone los pelos de punta. En
pocos segundos, la selva se vuelve oscura como una pantera y unas gotas enormes
empiezan a empaparlo todo.
La pocopelo corre a resguardarse junto a unos arbustos y se encoge como un
armadillo.
¿Qué hace allí sola? Cocorito y Gila usan una hoja gigante como paraguas
para
no mojarse.
Deberíamos irnos - dice Gila.
La selva se llena de relámpagos plateados.
No podemos dejarla ahí. Cualquiera podría comérsela en dos segundos.- le
explica Cocorito
Nos vamos a meter en un lío - suspira Gila.
Pero Cocorito ya está decidido y va hacia la pocopelo. Algo le dice que no
es peligrosa y que puede confiar en ella.
Cuando la pocopelo lo ve, abre mucho los ojos y se queda muy quieta.
Cocorito le ofrece una hoja enorme para que se cubra. Los tres se quedan juntos
bajo las hojas escuchando la música de la lluvia. La pocopelo mira a Cocorito y
a Gila de reojo y los dibuja en su libreta. Parece simpática.
Después de un rato, deja de llover y la pocopelo acaricia a Cocorito en la
cabeza.
-Me llamo Maya - se presenta-. Mi familia y yo viajamos por todo el mundo
en nuestra caravana para descubrir lugares increíbles como este. Mis padres son
biólogos y nos explican a mi hermano Leo y a mí muchísimas cosas interesantes
sobre los animales.
Esta mañana, hemos salido a explorar y estaba tan concentrada dibujando en
mi cuaderno que creo que me he perdido.
A Cocorito le encanta que él y Maya tengan el pelo del mismo color. Tal
vez, Maya también sea un poco orangután como él.
De pronto, oyen un estruendo terrible entre los árboles y una furgoneta
oxidada y sucia de barro aparece a toda velocidad.
¡¡Correee Cocoritoooooo!!- grita Gila.
Pero a Cocorito se le ha enganchado una pata en una raíz y, a pesar de que
estira y estira con todas sus fuerzas, no consigue liberarse.
De la furgoneta bajan dos pocopelo con escopetas.
Hoy es nuestro día de suerte - exclama uno de los pocopelo frotándose las
manos-.
Nos pagarán mucho dinero por esta cría de orangután.
¡Dejadlo en paz!- les grita Maya-. No os ha hecho nada.
Los pocopelo los atrapan. A Maya le atan las manos y a Cocorito lo meten en
una jaula pequeña. La única que consigue escapar es Gila que se escurre como
una lombriz y comienza a correr todo lo rápido que le permiten sus patitas para
avisar a Binti, la mamá de Cocorito.
Cuando le cuenta todo, Binti sale tras la furgoneta. Gila la acompaña
prendida de su barriga. No tardan mucho en alcanzarla y Binti empieza a saltar
encima del techo sin parar para que los pocopelo se asusten y se vayan. Pero
los pocopelo no se mueven.
Mientras tanto, Maya se las ha apañado para soltarse las manos sin que los
otros se den ni cuenta y con mucho cuidado abre la jaula de Cocorito.
No te lo pienses, vete - le suplica señalando la ventana abierta.
Los pocopelo discuten, no saben qué hacer. Cocorito escapa por la ventana y
Gila, que se ha colado en el coche, empieza a morderles los tobillos. Los dos
pocopelo gritan furiosos de dolor y Maya aprovecha la valentía de la pequeña
lémur para abrir la puerta de la furgoneta y salir corriendo.
Cocorito se sube a caballito encima de su mamá. ¡Qué feliz está de verla!
Antes de desaparecer entre las hojas, Cocorito y Gila se despiden de Maya.
En casa, todos celebran con una gran fiesta la vuelta de Cocorito y Gila.
El pequeño orangután explica a todos sus vecinos de la jungla la historia sobre
la curiosa pocopelo que lo ha ayudado a escapar. Todos se quedan alucinados. A
lo mejor, también existen algunos pocopelo buenos.
Esa noche, arropado en su nido, Cocorito no puede dejar de pensar en Maya y
decide pedirle un deseo a la luna.
Luna, por favor, quiero volver a verla. Me gustaría tanto que pudiésemos
ser amigos.
Ya en su caravana, bajo las estrellas, Maya sueña con Cocorito. En el
sueño, Cocorito la mira y le pregunta:
Maya, ¿sabes por qué los orangutanes tenemos los brazos más largos de toda
la selva?
Maya sonríe y entonces Cocorito y ella se dan el mejor abrazo naranja que
se haya visto jamás entre una pocopelo y un orangután.
Bárbara Galán Barbero – España
Thor
Amanece; el sol eleva su cabeza por
encima del horizonte y comienza a derramar sus dorados rayos sobre la cadena de
volcanes Virunga, que emerge, en un exuberante marco natural, entre los lagos
Eduardo y Viku. Después de una asfixiante noche la jungla, en su lento
despertar, se presenta como un magnífico escenario en el cual se puede observar
una enorme diversidad de sonidos extraños y aromas, muchos de ellos dulces y
encantadores, pero todos sorprendentes para el oído y olfato de quienes no
frecuenten esas maravillosas tierras.
Debajo de un grupo de árboles, en un improvisado refugio de plantas montado
la noche anterior encima de un suelo fangoso, duerme Thor, un enorme gorila de
lomo plateado, macho alfa de su manada. Está sumergido en un sueño profundo. De
pronto, un rosario de pequeñas gotas de agua comienza a caer, desde los
árboles, sobre su apacible rostro. Lentamente abre los ojos, mira a su
alrededor y se deleita aspirando todo tipo de olores, muy agradables para su
olfato, al tiempo que escucha una gran variedad de sonidos que le son muy
familiares. Antes de levantarse observa con enorme ternura a Freya, la más
joven y hermosa de sus hembras, quien acuna amorosamente a su recién nacido. Se
siente feliz con su gran familia, compuesta por cinco hembras y nueve pequeñas
crías.
Thor sabe que debería salir a recolectar comida para alimentar a su
progenie, pero prefiere permanecer más tiempo jugando con ellos; además es
consciente de que muy pronto las crías podrán buscar su propio alimento ya que,
al comer solo tubérculos, semillas, flores, frutas, hongos e insectos, los van
a encontrar en los árboles y plantas que los rodean.
Repentinamente, Loki, el mayor de sus hijos, comienza a dar saltos y
visiblemente asustado, grita
─¡Creo haber oído algo, pero no sé de qué se trata!
Los demás integrantes de la familia, preocupados, guardan silencio y
prestan atención. Entonces Thor, sabiendo que su pequeño acostumbra decir
muchas mentiras, murmura:
─Debe ser el viento que ulula a través de los árboles… o tal vez sea el
ronquido de un okapi… o un elefante barritando… ¡no se muevan ni hagan
ruido!... ¡yo iré a investigar!
Se pone de pie y mostrando sus largos caninos les brinda a sus hembras una
sonrisa de complicidad. Luego parte caminando, al principio lo hace sobre sus
dos patas traseras, pero después, cuando se adentra en el bosque se apoya
también en sus manos y sin prisa deambula por los alrededores hasta llegar a un
descampado. Se siente tranquilo porque realmente no cree que su pequeño Loki
haya oído nada.
De pronto ve un fogonazo y escucha un estruendo; siente un dolor agudo en
la espalda y se desploma. A pesar de estar consciente aún, dada su avanzada
edad y el gran peso de su enorme cuerpo, ya no se puede mover. Cuando está a
punto de perder la consciencia ve una figura emergiendo del bosque.
«Es Odín», piensa. Segundos después le susurran al oído,
─No te preocupes, entre todos te vamos a sacar de aquí…
Thor ve al joven macho pararse sobre sus dos patas traseras, golpearse el
pecho y rugir con mucha fuerza. En pocos minutos están rodeados de un pequeño
grupo, entre quienes se encuentran Frigg, la jirafa; el búfalo Tyr; Váli, el
okapi y una familia de chimpancés; poco después, tras un temblor del suelo
surge, en todo su esplendor, Vidar, el majestuoso elefante.
Los cinco mejores amigos de Thor, ayudados por los chimpancés procuran
cargarlo con la intención de llevarlo de regreso con su familia, pero de
inmediato se dan cuenta de que les será imposible levantar su voluminoso
cuerpo. Entonces Odín, quien es muy inteligente dice,
─Vamos a buscar ramas y lianas con las que haremos una especie de camilla,
lo subiremos a ella y de esa manera podremos trasladarlo.
A todos les parece una excelente idea, por lo que de inmediato se separan;
mientras Frigg, con su enorme altura arranca ramas de los árboles más elevados
y las deja caer al suelo, Tyr las va empujando con sus cuernos; Vídar logra
levantar con su trompa algunos troncos y ramas más gruesas; Vali se ocupa de
arrimar lianas y bejucos. Una vez que terminan de juntarlo todo comienzan a
unirlo y atarlo. En pocos minutos ya tienen armada la parihuela y logran
acomodar a su amigo encima. Odín y Vidar levantan la improvisada camilla y
parten; Tyr, Frigg y Váli caminan detrás en fila india, mientras que los chimpancés
van saltando de rama en rama.
Poco después llegan a la morada de Thor. Su familia, al verlo malherido, no
sabe qué hacer. Entonces Odín exclama,
─¡No se preocupen, yo iré hasta la aldea para traer a un veterinario, quien
seguramente lo va a poder curar! ─dicho esto, el joven macho se despide de
todos y parte en dirección al poblado.
Pasa el tiempo. Lentamente, Thor va recobrando la consciencia, siente mucho
dolor en todo el cuerpo y nota los vendajes alrededor de su torso, pero se
siente tranquilo. Percibe un suave movimiento, como si lo estuvieran hamacando
y lo invade una gran ternura.
«Es Freya… que está a mi lado e intenta despertarme… Odín y su pandilla me
han salvado… estoy en mi hogar y mi familia me está cuidando», presume. Abre
los ojos y, sorprendido, ve los barrotes de la jaula.
«¿Dónde estoy?», se pregunta alarmado. Entonces rememora el momento de la
detonación, «fui herido por cazadores furtivos y ahora me llevan lejos de mi
hogar para venderme al mejor postor», murmura desolado.
Sus ojos se llenan de lágrimas; la angustia se apodera de él porque sabe
que no podrá escapar; su destino está marcado.
«¿Pasaré el resto de mi vida en cautiverio?… ¡no!… prefiero morir», piensa…
y se entrega.
Ante sus ojos desfilan los rostros de todos sus seres queridos, a quienes
nunca volverá a ver, pero se va feliz sabiendo que han aprendido una lección…
ellos nunca permitirán que los atrapen. Thor, finalmente se siente en paz.
Betty Rodríguez Alberte – Uruguay
Una lección aprendida
Lo ideal
es leer este cuento en voz alta.
Para facilitar la entonación de las diferentes voces
he coloreado en forma distinta cada voz.
Un científico muy loco, sólo anhelaba la gloria,
era distraído y disperso y tenía mala memoria.
- ¡Voy a ser rico y famoso, saldré en la
televisión!
¡Era enorme su soberbia, su codicia y ambición!
Y ahora que me gane un premio… decía el hombrecillo aquel.
¡No compartiré ni un trozo de mi preciado
pastel!
Ya ataviado con su bata, en aquel laboratorio,
el científico fraguaba un experimento notorio.
El lugar era impecable, pero frío como un glaciar.
- ¡Traigan a los animales, es momento de
empezar!
Era arisco y mal portado y sus modos eran tales,
que, pienso que allá en su casa, no le enseñaron modales.
¡Hundido entre mil papeles, había pasado ya un mes!
Lucía viejo, pero ¿sabes? sólo tenía treinta y tres.
Muy flaco, malencarado y blanco como un papel,
todos temían encontrarlo, nadie quería estar con él.
- ¡Esta vez será perfecto! comentaba el erudito.
¡Me darán el Premio Novel! lo sé, porque lo
amerito.
Los animales atentos, mientras seguía elucubrando,
confundidos cuchicheaban -¿Ahora
qué estará planeando?
En cien jaulas resguardaba, el científico insaciable,
monos, gorilas, gibones, ¡terrible e inaceptable!
- ¡Por qué están tardando tanto! Vociferaba impaciente.
¡Chillaban micos, mandriles y corrían los asistentes!
Muy agobiado lloraba un pequeño chimpancé.
- ¿Qué está pasando mamita? Y ella decía – ¡No lo sé!
Entretanto el individuo seguía agitando las manos,
y un gorila murmuraba - ¡Qué
raros son los humanos!
- ¿Aquí tiene sus dos monos? dijo un chico ¿traigo más?
- ¡Quiero 2 orangutanes! ¿qué no recibiste
el whats?
Detrás de gruesos barrotes, y en dos jaulas diferentes
había 2 orangutanes, esperando muy pacientes.
Uno preguntó intranquilo - ¿Y
ahora qué vamos a hacer?
¿será que llegó el momento y no vamos a
volver?
El otro orangután dijo en tono amable y calmado.
- Tranquilo amigo, tranquilo. Nuestra hora
aún no ha llegado.
El muchacho abrió el candado y retiró la cadena.
- Vamos chicos, es su turno. Exclamó luego con pena.
¡Listos los orangutanes! Anunció el mozo temblando.
- ¡Ya era tiempo chamaquito! ¡No sé en qué
estabas pensando!
Déjame solo con ellos, y no quiero distracciones.
¡Que todos guarden silencio y que no haya
interrupciones!
Entonces el de la bata, por fin reveló el misterio
e indicó a los animales, tomándolo muy enserio.
Cada uno tendrá una caja y les daré 3
figuras.
Les aclaraba con gestos y mímica a las criaturas.
El científico brincaba, mientras repetía – ¡Ba-na-na!
Me-te fi-gu-ra en la ca-ja… y con señas decía – ¡Ga-na!
¡Aquel divertido mimo, entre muecas y ademanes,
ya tenía muertos de risa a los dos orangutanes!
Un orangután curioso, contemplándolo de cerca,
preguntó a su camarada -
¿Habrá perdido una tuerca?
- Ahora veré si demuestran coeficiente
intelectual.
Explicaba recabando datos de cada animal.
Los dos simios empezaron a realizar la faena.
¡Uno terminó primero y la cosa se puso buena!
- ¿Ya ves, orangután tonto? ¡te ganó tu
compañero!
y él se lleva la banana porque terminó
primero.
El experto entregó entonces, aquel preciado trofeo
mientras decía al otro simio -
¡Eres bobo y eres feo!
¡Anda pues, te la has ganado, ya te la
puedes comer!
Dijo al vencedor el hombre, y no lo vas a creer…
pero, ‘para bien la oreja’ y escucha lo que pasó.
Al recibir la banana, el ganador la peló…
…y la partió en dos mitades, ofreciéndole a su amigo
un pedazo de aquel premio ¡es cierto lo que te digo!
- No cabe duda macacos… ¡simios torpes! ¡no
aprendieron!
Gritaba el tipo furioso, ¡Monos
necios, no entendieron!
Mientras los orangutanes disfrutaban el bocado,
rascándose la cabeza aquel sujeto enojado
anotó en su cuadernito – ¡El
experimento falló!
Y yo me pregunto ahora ¿quién sería el que no aprendió?
Minerva Paredes Rivera – México
Monóculos
El viejo Jelani era el líder espiritual de la tribu de
los Binademu. Para Adia era alguien más importante aún, su abuelo. Visitarlo
era un placer. Contaba historias buenísimas. Esa mañana se había levantado en
tren de poeta y la recibió con una rima de su autoría.
“Si hay algo que me atrae del noble andar del mono/ es el
altivo orgullo con que lucen sus traseros/ incluso de los mandriles que a
nuestro gusto son fieros/ luciendo como a nalgadas, pelados hasta el pellejo/
El gorila me estremece cuando golpea su pecho/ por frente de recio rostro, por
detrás noble agujero/ El hombre oculta su culo y los simios lo destacan/
mientras ellos hacen bosta, nosotros hacemos caca”.
Adia tapó su boca para contener la risotada. Había dicho
palabras subidas de tono aprovechando que la abuela había salido a hacer
compras. Ella lo habría amonestado de inmediato. Nunca perdía la compostura,
salvo con las locuras de su esposo.
Las nuevas generaciones habían perdido el gusto por los
relatos de los ancianos. Si les nombraban a los Imamus desconocían a sus jefes
espirituales. Podían creer que se trataba de una app nueva.
Su familia vivía lindando la Gran Reserva de Gombe. Su
padre era naturalista y protegía sus fronteras del avance de la civilización.
Mamá era una excelente veterinaria que velaba por la salud del enorme santuario
de primates.
Hace ya varias jornadas vino a verme un conservacionista,
un simpático muchacho que quería luchar por los derechos de nuestros hermanos
monos. Me dijo para adularme que habría deseado nacer negro – Adia se
sorprendió ¿Qué importaban los colores?- ¡Si quieres ser negro, empieza por
aceptarte blanco! Respondí. Ten orgullo de lo que eres ¿Qué pasaría si por mis
simpatías intentara trepar los árboles cual pongo? ¿Y si me meciera como un
bonono?
Jelani se asió de una viga, colgó de ella imitando a un
chimpancé con arriesgados movimientos. Adia se alarmó, podía lastimarse
seriamente. Por suerte tenía una destreza admirable e imitaba con gracia los
movimientos. Con la mano libre rascaba sus sentaderas mientas estiraba sus
labios emitiendo el sonido de los gorilas beringei. Desde la selva, algunos
simios parecieron responderle.
¡Cuidado abuelo! ¡Ya has pasado los noventa!
¡Pavadas! -respondió Jelani, los monos no vivimos mucho
más que cuarenta años.
Por precaución detuvo su espectáculo. Ya le dolían las
articulaciones. Se incorporó recuperando su humanidad. Podía tener sus mañas,
pero no estaba senil.
¿Entiendes lo que quiero decir, pequeña?- volvió a rascar
sus nalgas, pero no por mímica. Simplemente porque le picaba o le causaba
placer- El otro día vi en mi Smart TV que en América nos imaginan con lanzas,
taparrabos y viviendo en tiendas.
Adia volvió a reír con ganas. Era una imagen ridícula.
Llevaba una playera con estampa de superhéroes, unos cómodos vaqueros y unas
regias zapatillas que le permitían evitar el roce con espinosas plantas e
irritantes ortigas. Era como si ella creyera que los europeos aún vestían como
soldados romanos y los mongoles seguían luciendo como Gengis Kan.
Y a los monos los conciben tan solo haciendo payasadas,
que las llaman monerías. Ni rastros del ancestral orgullo de tan venerables
pueblos.
A Adia eso ya no le causó gracia. Cierto que los simios
podían ser muy graciosos, pero también eran imponentes, nobles y majestuosos.
Tal vez los humanos no los entiendan –dijo la niña y sin
saber por qué, se sintió ingenua.
Jelani se puso serio, casi avergonzado, como cuando la
abuela, que acababa de llegar, solía retarlo. Adia recibió un abrazo y un
enorme beso de Zuri, quien se retiró hacia la despensa a guardar las
provisiones y a escapar de la perorata
de su marido, que ya conocía de memoria tras sesenta años de matrimonio.
Nosotros también somos humanos y los respetamos ¿No es
cierto? –Adia asintió con firmeza- Son muy parecidos a nosotros y creo que es
lo que a algunos hombres les da miedo –la niña se estaba perdiendo ¿Cómo iba a
asustarlos algo que les era familiar?-
Si algo es superior, el hombre mata por temor; si le resulta inferior,
lo hace por desprecio. Pero siempre mata.
Pero abuelo, acabas de decirme que hay que estar
orgullosos de lo que somos ¿No te gusta ser humano?
Los ojos de Jelani se llenaron de ternura.
Que el orgullo no te ciegue porque se vuelve soberbia,
que es la forma más peligrosa de la estupidez. Los hombres se matan por
tierras, pensamientos, banderas, riquezas… Son una raza mezquina, pero también
crean cosas maravillosas, cuentan historias, aman y cultivan la tierra para que
la naturaleza siga su camino. ¡Por supuesto que me gusta ser humano, pero más
amo ser vivo! Y allí estamos todos hermanados, primates, felinos, insectos y
criaturas que parecen de cuentos. Porque somos personajes de historias que, si
aguzas el oído, te contarán las estrellas cuando yo me haya ido.
A Adia la llenó de angustia la idea de perderlo. El mundo
se le antojaba injusto y una persona como Jelani, no merecía irse ¡Debían darle
más tiempo!
¿Tienes miedo de morir?- Adia asintió. Por su abuelo,
pero también por ella, Por todos- Pues aprende de los monos, mi princesa.
¿Sabes cuantos quedan? Menos de los que deberían haber ¿Sabés a cuantos
mataron? Yo ya perdí la cuenta. Fueron diezmados.
Adia no sabía que significaba esa palabra pero sonaba a
matanza.
Pero… ¿por qué los matan?- rezongó indignada.
Por miedo a ser lo que eran. Les recuerda el pasado de
los tiempos. Pues viven sin grandes casas, consumen lo necesario, están en paz
con la naturaleza. Pero hay algo más y es lo más importante de todo…
Lo dijo en voz baja. Sabía que recibiría una reprimenda.
Por sus culos ostentosos que pasean muy altivos. Los
hombres tapan sus traseros para ocultar su mierda.
¡Jelani!!!!- Gritó la abuela a lo lejos.
Abuelo y nieta rieron y ahogaron las carcajadas
cubriéndolas en un fortísimo abrazo.
Martín Ernesto – Argentina
Morir por ellos
Año 2021. Dicen que todo en esta vida es temporal, que no
hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. El mundo entero ardió,
pero al final simultáneamente todos los países lograron controlar el virus. La
mejor noticia fue cuando abrieron las fronteras internacionales, floreciendo
nuevamente mi sueño de recorrer el mundo entero junto a ella. Hace unos meses
atrás regresamos después de años de separación y, que mejor manera de
celebrarlo con un viaje de miles de millas fuera del Perú.
El destino elegido fue la tierra de las mil colinas:
Ruanda. Quería hacer de este viaje una experiencia inolvidable y el mejor
regalo de cumpleaños para mi novia. Teníamos la ilusión de tomarnos miles de
fotos con los gorilas de montaña, aquellos míticos simios que solo habíamos
visto en películas o en el internet. El sueño estaba cada vez más cerca de
hacerse realidad.
Después de horas de viaje en avión por fin llegó el día
esperado. Pagamos 1000 dólares para caminar a través de las boscosas laderas de
la montaña Virunga y poder contemplar durante una hora a aquellos
extraordinarios homínidos. Será muy breve, pero ambos estamos seguros que nos
aguardan los sesenta minutos más inolvidables de nuestra existencia. Es difícil
describir las grandes maravillas naturales que alberga el Parque Nacional
Virunga entre su frondosa cubierta. Ver cientos de plantas y animales en
constante interacción es simplemente fabuloso.
Ya han transcurrido varios minutos, cuando de pronto el
guía se para frente a nosotros y nos solicita detenernos. Dando la espalda a la
montaña nos ubica de tal manera que formamos un semicírculo. Busca una mejor
ubicación espacial para que podamos oírlo con claridad y se dirige hacia
nosotros:
_ Señores, les voy a pedir que no se separen del grupo.
Porque a pesar de los esfuerzos por parte de las autoridades de incrementar la
seguridad, los propios guardabosques del parque están bajo riesgo constante.
Incluso decenas de ellos han sido asesinados en esta montaña.
_ ¿Y esta inseguridad a qué se debe? _ pregunta una joven
que se encuentra a mi derecha.
_ Se debe a la presencia de cazadores furtivos, que
amenazan la existencia de los gorilas de montaña. Al extremo de que hace unos
años atrás se les consideró como una especie en peligro de extinción, pero
felizmente ahora su población ha aumentado.
_ ¿Por qué razones los cazan esos malditos? _el más joven
del grupo parece estar muy indignado.
_ No maldigas, hijo. En cuanto a la interrogante, existen
varias razones por las que las personas cazan a los gorilas de montaña, pero la
mayoría son con fines comerciales. Algunos venden la carne como alimento y de
esa manera se generan ingresos económicos para poder sobrevivir. Otros usan el
cuerpo del gorila como una colección privada o una especie de trofeo. Y,
también, ciertas partes de su cuerpo son vendidos para efectuar tradicionales
remedios medicinales.
Nos da algunas referencias más sobre los gorilas de
montaña y proseguimos la caminata. La vegetación es espesa y el ambiente es
frío y cubierto de niebla. Después de peregrinar por el sendero tupido durante
un par de horas, por fin nos topamos con algunos de ellos. Es un grupo
compuesto por unos veinte miembros y liderados por un macho alfa de espalda
plateada. Todos ellos comen plácidamente hojas, tallos y flores que abundan en
el lugar.
_ Ahora sí puedo morir en paz _le bromeo a mi novia.
_ Cállate y sigue admirando a nuestros parientes
_responde ella un poco incómoda por mi desatinada frase.
Se escuchan algunos ruidos extraños entre los arbustos.
No les prestamos mucha atención, porque creemos que son otros gorilas. Pero de
pronto irrumpen cuatro cazadores nativos armados con escopetas y atacan a los
gorilas de montaña. Casi todo nuestro grupo se da a la fuga y solo quedamos en
el lugar el guía, mi novia y yo.
Los gritos desesperados del guía tratando de evitar la
matanza solo enfurece a los cazadores furtivos, quiénes no dudan en dispararle
en todas partes del cuerpo. No contento con ello, ante nuestra mirada
impotente, lo decapitan con un filudo machete. Mi pareja me jala de los brazos
pidiéndome que nos alejemos, pero mi frustración es tan grande que no logro
moverme.
Mi corazón quiere salirse cuando veo a un gorila pequeño
huyendo de los cazadores. Sus potentes chillidos dan cuenta de lo asustado que
se encuentra. Al verse rodeado no duda un segundo en aferrarse a mi pierna
derecha, como implorándome que lo proteja.
Uno de los cazadores se acerca apuntándonos con el arma, se para frente
a mí y me amenaza:
_ ¡Aléjese antes que le dispare a usted también!
_ No tiene derecho _intento hablar_... ¿Saben que se
encuentra en peligro de extinción?
_ Señor, es el único medio por el cual la población pobre
podemos sobrevivir.
_ No es cierto, siempre hay otras alternativas. No…
No puedo seguir hablando, porque siento que me han
destrozado el pecho. Mi novia pega un grito y trata de sostenerme mientras me
desplomo lentamente. Esos malditos me han disparado y acaban de llevarse al
gorila pequeño. Se escuchan más disparos. Mi pareja me indica que han llegado
guardabosques y que se está produciendo un tiroteo.
_ Acaban de reducir a esos cuatro desgraciados, amor _me
dice al oído_... Estarás bien. Pronto te llevaremos al hospital más cercano…
Ella sigue hablando, pero la escucho muy lejana. Siento
que voy a perder la conciencia… Solo espero que tanto las autoridades como las
organizaciones sigan trabajando intensamente en la protección de los gorilas de
montaña, que sigan luchando por sus derechos a la vida y a la libertad… Después
de todo morir por ellos es un verdadero honor… No puedo seguir ordenando mis
ideas. Todo a mi alrededor se vuelve oscuro y silencioso.
Yony Saavedra López – Perú
Historia de una vida
trastocada
Esta es la historia de mi vida. Nací en total libertad
junto a mi familia en Indonesia, donde era muy feliz. Recuerdo vagamente estar
abrazado a mi madre cuando me daba de comer y la compañía de mis hermanos
mimándome y cuidándome especialmente por ser el más pequeño.
Sin embargo, mi infancia se trastoco pues siendo muy pequeño al igual que otros muchos orangutanes de mi especie, fui capturado para ser comercializado de manera ilegal en otro país asiático, cuyo negocio mueve bastante dinero. Fue muy triste recuerdo unas llamas aterradoras que parecían provenir del mismo infierno, cada vez avanzaban más rápido y estaban más cerca hasta casi alcanzarnos. Mi madre corría conmigo en brazos buscando una zona más segura pero justo mi hermano se quedo enganchado y me dejo un momento para ir en su ayuda justo en ese momento note como una red caía encima de mi y mis recuerdos a partir de ahí son un poco nubosos. Solo sé que cuando desperté me encontraba encerrado en una camioneta en una especie de jaula haciendo un montón de kilómetros, malnutrido y con la única compañía de mi dueño.
Esto me originó un gran trauma, puesto que me arrancaron de mis raíces sin mi permiso. Fui privado de la atención apropiada, afecto y compañía de mis semejantes, algo que resulta fundamental en todas las especies especialmente en la nuestra por nuestro carácter social. Vosotros no sois tan diferentes de nosotros, ¿Qué le pasaría a un ser humano si desde que nace es separado de su familia, privado de cuidados, atenciones, desarrollo del lenguaje, etc.? ¿Cómo se desarrollaría esa persona?, ¿Sería capaz después de volver a integrarse en la sociedad? Probablemente no, porque le habrían robado esa parte de su vida tan importante para desarrollarse.
En mi caso trabajé en circos y otras formas de entretenimiento para que mi dueño se lucrase a costa mía. Todo esto era en contra de mi libertad, pero si no lo llevaba a cabo era maltratado y me dejaban varios días sin comer, así que daba igual que me encontrase cansado, debía hacer el número sí o sí. La manera de entrenarnos por parte de los cuidadores es golpeándonos para que obedezcamos y nos recompensan el buen comportamiento con comida. Es injusto porque tenemos que hacer números para los que no estamos preparados, realizando piruetas casi imposibles en las que podemos terminar lesionados. Si te pones en mi piel no somos tan diferentes a vosotros, si no estáis entrenados ni sois acróbatas profesionales os resultaría muy complicado llegar a hacer lo que yo hago sobre todo teniendo en cuenta que fui despojado de la selva y nunca llegue a subir un árbol por mi cuenta allí, no me dejaron que me diera tiempo a ello.
Todo el público aplaude siempre después de mi actuación. Ellos también son responsables, son cómplices de la fechoría que cometen contra nosotros porque si no demandaran y consumieran este tipo de espectáculos no tendría sentido que se llevasen a cabo y se acabaría en cierta manera nuestra esclavitud.
Ahora ya soy mayor y parece que ya no les merezco tanto la pena, he escuchado conversaciones de mi dueño con sus amigos diciéndoles que está cansado de mí, que ya no gana tanto como antes. Todo esto se ha visto incrementando sobre todo con la última caída que recibí que me dejó una de las patas muy lesionadas tanto que apenas puedo moverme. Desde entonces parece que el público se cansó de mí. Tengo miedo porque no sé qué va a ser de mí, seguramente me abandonen a mi suerte. y si eso pasa ¿De qué voy a vivir?, ¿Cómo me voy a ganar la vida?, ¿Cómo recuperaré la vida que he perdido?, ¿Cómo podré contactar con los míos si me negaron la posibilidad de tener una familia?
Mi situación ya no tiene arreglo puesto que el daño ya está hecho y es irreparable, pero si quiero que mi relato ayude a concienciar a la sociedad de lo que están haciendo con nosotros, para que se ponga fin a la caza furtiva ilegal y se nos deje vivir en nuestro hábitat natural al igual que vosotros tenéis vuestras casas y vuestras ciudades, ¿Por qué nosotros no podemos tener el mismo derecho que vosotros cuando supuestamente somos tan parecidos genéticamente?. Tenemos el mismo derecho a la vida, a la libertad, a la alimentación como vosotros. Seguramente no me queda mucho tiempo de vida y no podré ver con mis ojos el fin de esta tragedia que tanto nos asola pero por lo menos mantengo viva la esperanza de que mi testimonio ayude a paliar esta situación tan terrible que vivimos.
Laura González Vizcaíno – España
Mención Especial
Doce, cuatro, ocho y
diecisiete
—¿Cómo que quedan solamente
cuatro bonobos? —dijo irritado el señor Umpiérrez, el gerente de aquella
empresa que se dedicaba a realizar terribles ensayos médicos sobre animales.
—Sí señor, disculpe pero...
muchos han muerto luego del tratamiento con electroshocks, solo han sobrevivido
el doce, el cuatro, el ocho y el diecisiete, creo —respondió temeroso el
encargado de las pruebas nocturnas.
—Escúcheme, no sé cómo van a
hacer, pero quiero que tengan más cuidado o que consulten de nuevo con los
médicos y los ingenieros porque no voy a tolerar que sigan matando a mis animales.
¿Se piensa que conseguir bonobos es como comprar caramelos? —increpó Umpiérrez
al empleado.
—No, no... disculpe señor. Vamos a ser cuidadosos, se lo prometo —aseguró el hombre, haciendo una promesa que no tenía certeza alguna de poder cumplir.
Esa noche tuvo verdadero temor de
perder su trabajo. La presión lo llevó a desquitarse con su compañero, que se
encargaba de entrar en la zona de las jaulas para darles de comer, asearlos o
asistirlos.
—¡Ey, Zacarías! —le gritó—, ¡Hay
que darle de comer a esos bichos y cortarles el pelo para hacerles los ensayos!
¡Ahora!
Zacarías sentía que no podría
durar mucho tiempo más en ese empleo. Le asqueaba todo: la forma en que
trataban a los animales, las pruebas brutales que se realizaban sobre ellos,
los gritos desgarradores, incluso la comida pestilente que les daban. Jamás
había usado la taser contra los bonobos, sabía que no era necesario si los
trataba bien y con cuidado. Era joven y este era apenas su primer trabajo.
Quizá, algún día de estos, pudiera conseguir algo mejor allá afuera.
—Sí, ahora me encargo —dijo,
intentando disimular la irritación que le causaba todo lo que sucedía en aquel
lugar, tanto para con él como para con los animales.
Cuando entró en la tercera jaula
y vio al número doce, pudo percibir el dolor de aquel animal por su cautiverio
y su sufrimiento y sintió la misma empatía que sentiría por un humano en
aquellas condiciones. ¿Cómo era que aquellos sujetos podían ser tan enfermizos
y crueles? ¿Cómo el ser humano podía llegar a tales extremos, solo por un poco
más de dinero? Sintió asco del señor Umpiérrez, del consejo de médicos y de
ingenieros que pasaban cada viernes así como de José, su compañero de todas las
noches.
Se dispuso a cortar el pelo del
número doce. Lo hizo con cuidado y delicadeza, así como lo había hecho con los
demás. Pensó que si tenía que hacer esto entonces lo tenía que hacer bien, lo
mejor posible.
Salió de la jaula a paso algo
torpe.
Pronto, José pudo escuchar que el
número doce se hallaba aturdido, que gritaba y se agitaba como no lo había
hecho antes. Encendió el handy.
—Zacarías, ¿qué pasa ahí?
—interrogó poco amablemente.
No tuvo respuesta de su
compañero.
—¡Zacarías! ¡Ey, Zacarías!
¡Conteste!
Se asomó y vio como el muchacho
caminaba de un lado a otro, entre las sombras, sin contestar al ruido chillón
que salía del aparato. Abrió la reja principal y pasó al interior, para regañar
al chico por no contestarle.
—¡Ey!, ¡Zacar...! —comenzó a
decir, para ser sorprendido por uno de los bonobos cuando lo tomó del hombro
peludo para girarlo hacia él. El simio llevaba la ropa de Zacarías, o eso creyó
ver. Trató de sacar la linterna, para iluminarle el rostro, pero el bonobo se
acercó hacia él y, temeroso, José desenfundó su pistola y gatilló varias veces,
efectuando un total de tres disparos, olvidándose de aquello de preservar la
vida de los animales. El cuarto nunca salió, ni el quinto, solo fueron unos
clics sordos de un arma que se había quedado sin balas. El animal se cayó
encima de él y entonces pudo ver el rostro agonizante de Zacarías que, de
alguna manera, se había adherido los pelos recortados de los simios en los
brazos para simular ser uno de ellos. Sintió la tibieza húmeda de la sangre del
joven fluyendo hacia sus manos.
Con sus últimas fuerzas, Zacarías
presionó a manotazos torpes el botón del mando a distancia en la cintura de
José, para que las celdas de los bonobos se abriesen.
Los animales salieron y, en
silencio, contemplaron a los dos humanos en el centro del pasillo.
José miró a su alrededor,
desesperado, como una presa que se sabe a punto de ser víctima de una situación
violenta y dolorosa. Los bonobos se acercaron a él, lentamente. Intentó en vano
disparar contra ellos, pero los clics de la pistola le confirmaron que esta
estaba descargada y que ya no podría defenderse. Ahora era el humano y sus
limitaciones físicas contra cuatro atléticos animales. El corazón le palpitó
tan rápida y fuertemente que sintió los latidos en su garganta. Entonces, los
bonobos pasaron junto a él y contemplaron con dolor a Zacarías.
Entre los cuatro, tomaron al
joven y lo llevaron con cuidado a través de la puerta de salida de aquel
horrible lugar, dejando atrás, con indiferencia, al sujeto que, cobardemente,
había acabado con su vida.
Patricio Martín dos Reis – Argentina
El eslabón
Cuando el último de los
orangutanes murió su funeral se televisó. Medios de todas partes cubrieron la
noticia. El mundo enteró sintió gran remordimiento por el deceso. Una especie
más desaparecía. El hombre había ocupado su hábitat. El último primate vivía en
un zoológico de Viena, ser el único lo volvió famoso. Pereció por la edad. Días
después científicos exhumaron el cuerpo del orangután para tomar una muestra de
ADN. Clonaron una nueva especie de orangutanes dotándolos de una mayor
inteligencia.
Así nacieron los dos primeros
orangutanes Macaco y Caco, eran tan simpáticos que se pusieron de moda. Los
primates volvieron a proliferar y comenzaron a vivir como mascotas en las
familias. Con los años adoptaron nuestras costumbres, luego se ocuparon de
algunas labores humanas. Había orangutanes manejando autos, interpretando al
piano obras de Mozart, al principio se tomó con asombro, luego se hizo de lo
más natural. La gran noticia fue cuando el primer primate asistió a la
universidad y luego su titulación. Así empezaron a ganar lugar en la sociedad.
Para el año 200 d. M. C. (después de Macaco y Caco) la primera generación de
orangutanes genios se gradúa con honores de Harvard y entran a la NASA.
Esta generación de orangutanes
planearon un viaje a Deimos y Fobos, los satélites de Marte, con el fin de
crear las condiciones para mudarse con todos los de su especie. Ellos afirmaban
que ya no podían vivir en la Tierra junto a los humanos porque les parecían
seres llenos de vicios y defectos. Así comenzó su éxodo espacial.
Pasaron lustros y ya casi nadie
se acordaba de los orangutanes, sólo algunos archivos digitales sobre historia
hablaban de ellos. Hasta el día en que una espesa nube penetró la atmósfera de
la Tierra. Millones de puntos negros oscurecieron el día como un eclipse. Con
los minutos, la nube de langostas resultó ser un batallón de ovnis. Entonces,
un tripulante, el jefe del ejército invasor se comunicó con los jefes de estado
de los gobiernos más poderosos de nuestro planeta: “Ríndanse humanos, o aténganse
a las consecuencias”, era el General ZT 45, un orangután de rostro sin
expresión, elegantemente vestido con un traje militar, fumando puro. Las potencias del mundo se pusieron en alerta,
prepararon lo mejor de su armamento para defenderse del ejército de orangutanes
que venían desde los satélites Deimos y Fobos para apoderarse del planeta azul.
El único que les faltaba de nuestro sistema solar, supimos después.
La guerra duró siete semanas sin
tregua. Una a una, las potencias doblaban los brazos, eran sometidas por el
ejército de los primates. Hasta ese día en que las señales de todo el mundo se
encadenaron para transmitir un mensaje. Era el General ZT 45, desde la ONU,
anunciando su victoria.
Los humanos habían sucumbido ante
el armamento inteligente de los invasores orangutanes. Hubo millones de muertes
humanas. Los últimos humanos estuvieron en guetos como en la segunda guerra
mundial. Los viejos y niños eran sacrificados sin distinción; los hombres y
mujeres jóvenes eran utilizados en trabajos forzados hasta que sus fuerzas
terminaban junto con sus días.
Yo tuve la suerte, por desgracia,
de ser capturado cuando pelábamos desde
uno de los últimos bastiones rebeldes. Me aprisionaron, y por un tiempo me
tuvieron encerrado dentro de su zoológico, la cédula de mi jaula decía: “El
eslabón perdido”. Por años, todas las tardes decenas de orangutanes infantes
asistían en excursiones escolares a verme; los había de todo, desde los que me
escupían, hasta la pequeña que se conmovía al verme.
Ahora un nuevo gobierno está en
el poder y la idea de mantenerme vivo ha sido vista como un estorbo. Sus planes
son desaparecer todo rastro o vestigio del paso del hombre por este mundo. Se
ha comenzado a borrar la palabra humano de todo registro, archivo e
información.
Llevo tres días preso en esta
celda, creo que extraño el zoológico. El vigilante ha sido amable y me ha
anunciado que al amanecer seré puesto a dormir y expulsado como basura
espacial, para finiquitar con el último vestigio de la civilización que alguna
vez dominó este planeta.
He economizado en palabras, a
falta de tinta y papel, ahora es casi imposible escribir a la vieja usanza
humana, todo se escribe en soportes electrónicos y hologramas. Pero escondo
este trocito de papel de estraza en esta grieta de la pared, donde he tratado
de dejar una prueba de la civilización humana, que sí existió y alguna vez
dominó este mundo. Espero que alguien inteligente lo encuentre.
Gregorio Quiñones Gutiérrez – México
El babuino sagrado
En el centro del gran laberinto
dibujado en el suelo, la figura peluda miraba al público con ojos llameantes.
Su cabeza era iluminada en contra-luz por un rayo de sol, que bajaba de una
ventana, haciendo un halo en su pelo. Parecía como si debería saltar para hacer
frente a las legiones de los ángeles del cielo, pero comenzó a moverse
lentamente, con movimientos circulares, imitando un baile, mientras dos
percusionistas puntuaban sus pasos con el ritmo de los tambores. El bailarín
era un babuino, animal consagrado al dios egipcio Thot, el revisor del pasaje
de las almas del mundo de los vivos al cielo empíreo. De acuerdo con los
antiguos egipcios, los babuinos hamadryas estaban sentados, mirando hacia el
este y cantando un himno sagrado, justo antes del levantarse del sol. Por esta
razón, pensaron que los babuinos eran los espíritus de la madrugada.
El animal cumplía los pasos de la
danza con gracia, facilitado por el ritmo de los tambores y el aire saturado de
olores embriagantes. El ritmo se hacía hipnótico y el ser peludo, meneando sus
caderas, se movía con pasos alternados a lo largo del gran laberinto, de ida y
vuelta, como para entrar y salir de la jaula de la existencia, deshacerse del
peso de los problemas y de la opresión del mundo. Los que participaban en el
ritual estaban fascinados por el ritmo de los tambores, el movimiento oscilante
de los hombros, del cuerpo, de la cabeza del cercopiteco que se agitaba y por
las nubes de incienso, que llenaban los pulmones. El babuino terminó el baile
con un salto, una especie de pirueta. Aterrizó en las plantas de ambos pies,
mostrando al público sus nalgas color de púrpura, en un gesto de provocación
sexual. No era una broma, sino ofrenda ritual.
La ceremonia tuvo lugar en
El nombre del varón era Simeón,
pero era llamado por todos “el Simiún”, el gran simio. Era sombrío, nunca
miraba en el rostro de su interlocutor. Esto le hacía sentirse incómodo, a
primera vista, a la mayoría de la gente. Simeón era amigo del cura de su parroquia.
Su relación con el sacerdote le aisló completamente del mundo de sus pares. Su
amigo sacerdote podía permitirle un refugio seguro, como sacristán, en
Así fue que Simeón comenzó una
carrera que para nosotros, los modernos, podría parecer un poquito
extraordinaria: se convirtió en el guardián del babuino sagrado. En la casa
parroquial había una tradición de seleccionar un tipo raro de simio, de grandes
dimensiones para capacitar a bailar en los ritos perpetuados con los misterios
de Thot. Los animales eran mantenidos en un recinto adyacente a la casa de los
canónigos. Ahora, sin embargo, sólo un babuino gigante sobrevivía en ese patio.
Cerca de él, Simeón se sentía seguro y tranquilo, mientras evitaba todo
contacto con los seres humanos.
En la oscuridad, Simeón y el
babuino intentaron su danza. El Simiún estaba mascarado como un simio, con
jirones de viejas pieles y trapos de desecho, y se había teñido el rostro y los
brazos con la tierra y el carbón vegetal. Muy poco, aparte de la diferencia de
altura, lo distinguía del simio verdadero. Los dos marcaban el ritmo batiendo
las palmas y ensayaban los pasos: pateando, saltando, girando, con piruetas,
terminando siempre con el “paso de la oferta y la revelación”, en que el bailarín
se cae en el par pie y muestra las nalgas al público... y en ese momento
entendió. El baile le ofrecía la luz de la revelación. Simeón fue arrastrado
por sus propios pies hacia la entrada del camino sinuoso del laberinto
circular.
Simeón quedó atrapado en el
laberinto. Su andar se volvía, arrastrando los pies, desarrollandose de acuerdo
a los guijarros negros incrustados en el suelo. En el centro del laberinto
encontró a un Minotauro. La parte superior del cuerpo, similar a la humana, era
la de un moro, armado con pesada cimitarra en forma de hoz. Cuando el monstruo
abrió las mandíbulas, Simeón se sintió perdido. Se cayó y se tendió boca abajo
en el suelo. Cuando se recuperó, la oscuridad llenaba la Basílica. A tientas,
como un ciego, se reunió con sus manos en el tronco de un árbol, en el centro
del laberinto. Una voz interior le instaba a subir. Pensó por un momento en el
grotesco espectáculo de sí mismo que subiera en un tronco de árbol, que ni
siquiera se suponía existir. Se subió por una eternidad, en la oscuridad de la
noche, hasta sobre las bóvedas de la basílica, hacia el cielo. Era entonces esa
la puerta a otra dimensión? Seguía subiendo. Era como si no hubiese nunca
esperado más que de trepar ese árbol, durante toda su vida.
Simeón desapareció
misteriosamente. Lo vieron en marcha, con un grupo de peregrinos de toda
Europa, pero nunca llegó a Tierra Santa. Al contrario aterrizó en un puerto
egipcio y se acercó a las ruinas de un templo del dios Thot. En medio de las
ruinas, pasó su vida repitiendo la danza mística del babuino sagrado, para los
pocos fieles restantes de la religión antigua.
Alberto Arecchi – Italia
Del trabajo de pieles al uso
de textiles
“Es una piel muy suave y bien curtida. Si
hasta parece haber sido trabajada finamente, como queriendo darle brillo y
suavidad. Quizás, este abrigo sea una exclusividad en el mercado
internacional”.
“Así es”. Le respondió el comerciante. “Acá,
también podemos ofrecerle productos como carteras, gorras y trozos de pieles
finamente trabajadas, traídas directamente desde Brasil”.
“¿Brasil?, ¿qué tiene que ver
Brasil?, si acá la exclusividad es europea, no latinoamericana”.
“Sí, lo sé. Pero las pieles de los simios con
los que trabajamos vienen directamente desde el Brasil. Dentro de la densa
selva amazónica, viven tanto orangutanes como monos aulladores, ambos, con sus
finas pieles, aportan un buen material de trabajo a esta empresa de trabajo en
cueros”.
Unos meses habrán pasado de aquel
entonces, cuando una carta certificada llega a manos del gerente de dicha
compañía. En ella, unas letras bien claras, diciéndole que su compañía estaba
clausurada por un tiempo, debido a que, atentaba contra la vida de inocentes
simios en su hábitat natural.
“¿No entienden las compañías que
es ilógico sacrificar animales, clandestinamente y en peligro de extinción,
sólo para el comercio y tráfico de pieles?”. Bueno. Tras unos gritos dentro de
las oficinas y un par de reuniones de todo el personal, el gerente mandó a
pedir la renuncia de más de la mitad de sus empleados, para así evitar una
sanción mayor.
Pero al cabo de una semana, la
empresa, por orden policial, debió cerrar sus puertas, expulsando hasta el
último hombre que trabajaba ahí dentro. Y es más, hasta lo último de trabajo en
pieles de simios dentro de esta empresa, debió ser retirado desde el interior
del local.
Unos meses más tarde, los noticieros
reportaron el caso de la empresa que traficaba y vendía productos de cuero
animal. La gente, reaccionó brutalmente, en contra de quienes estaban
extinguiendo inocentes simios en selvas brasileñas, al sur de América.
Las imágenes mostraban tanto a orangutanes
como monos aulladores, escalando árboles o arriba de las ramas, en la cima,
balanceándose desde lo alto, sujetándose con sus colas y manos. Era ver tiernos
simios en su hábitat natural, una selva espesa, con abundante vegetación, aún
sin ser intervenida por el hombre.
“¿Y los mandriles?, ¿Y los
chimpancé?, ¿Y qué tal los gorilas?, ¿Qué acaso dicha empresa no traficaba
pieles de todo tipo de primates?”
“Pues no. Sólo era la matanza de
orangutanes y monos aulladores, quienes día a día, eran cruelmente
sacrificados, para robarles su pelo y trabajarlo en la fabricación de carteras
o gorras”.
“¿No les parece mucha crueldad de
su parte?, quizás estamos hablando de miles de simios, que ya están muertos y
ahora, son vendidos exclusivamente a ricos, sólo por dinero, y a grande
precios”.
“¿Y qué podemos hacer entonces,
si ya no hay como volver a la vida a esos pobres animales?”
“No te preocupes. La empresa
cerró, y esos cazadores furtivos, ya están tras las rejas. No volverán a abrir
sus puertas para el tráfico de pieles ni tampoco matarán simios
clandestinamente”.
“Me parece bien. ¿Por qué no les
dan la idea de que funcione nuevamente, esta vez al trabajo de textiles,
sintéticos o en lana de oveja?, Es una buena opción. Así, no se sacrifican
animales y se produce de todo, sin contaminar el medio ambiente.”
“Creo que será una buena alternativa.
Sólo habrá que decírselo al gerente, quien decidirá si aprueba o no esta
sugerencia. Porque pienso que debemos cuidar nuestro planeta, también debemos
conservar a los simios en su hábitat natural, y evitar así su rápida
exterminación en el corto tiempo que nos va quedando por vivir”.
Felipe Andrés Vergara Unda – Chile
Hijo de los simios
Érase una vez
una dama que mantenía una relación extramatrimonial porque su
marido la trataba como esclava. Quedó embarazada de
quien en verdad la amaba.
Enterado el esposo de que le era
infiel, y siendo sabedor de que iba a dar a luz, se enfadó, acordando con su
señora que, para guardar las apariencias, cuando fuera visible su embarazo, no
saliera de su residencia ni asistiera
a ningún acto. Y, al nacer esa criatura, como no era hijo suyo, lo abandonaría a la puerta de algún
convento. Mucha aflicción sentía ella por tener que
aceptar esa inhumana condición.
Pasados los meses dio a
luz un niño. Ella le puso una
cadena muy valiosa a su hijo, lo besó llorando y, preguntó al esposo a
que convento lo entregaría. Este le contestó:
-“Eso solamente lo sabré yo.”
Sus intenciones no eran llevarlo
a ninguna casa de acogida, quería
abandonarlo en un lugar remoto. Como ellos vivían en zona costera y disponían de barcos embarcó con el pequeñín dentro de una cestilla y , mandó a
sus lacayos que pusieran rumbo
a un islote situado millas más
lejos . Una vez estuvieron cerca fondearon y, en una barca subieron el
remero y él con el niño,
dirigiéndose al islote. Al llegar a la arena dice al acompañante:
-“Aguárdame!!”
Se adentró bajo
las palmeras y lo abandonó entre unas rocas. Al retornar a la barca apuñaló
al remero para eliminar testigos.
Empuñó los remos y ciando llegó al barco diciendo a los demás:
-“Es una isla poblada por simios.
Él murió, yo tuve suerte.”
No se equivocó, verdaderamente estaba
habitada por inofensivos simios
quienes, ocultos entre las plantas, observaron como aquel hombre dejaba el cesto. Cuando marchó
fueron y vieron que allí había un pequeño. Una de las gorilas lo cogió en sus brazos y
gritaba con alegría considerándolo un regalo, ya que aquella hembra nunca tuvo hijos. El niño fue creciendo
con su madre y el resto de la
manada. Todos lo respetaban y admiraban, era
considerado el gran simio. Aquella
isla eran sus dominios. Siempre
llevaba consigo aquella medalla
que él desconocía quien se la puso.
Un día un navegante comentó de
que aquella isla estaba habitada
por monos .Aquel señor, el
que abandonó al niño hacia
décadas, vio un negocio ir y
capturarlos, haciendo un zoo y el
resto venderlo a
compañías circenses para que, cual esclavos, distrajeran al pueblo.
Dicho y hecho, reclutó a sus
tropas y
embarcó hacia el islote en un
par de naos grandes. Al avistarlo en
barcas se dirigieron hacia
allí dispuestos a capturarlos. Una vez
en la playa apareció frente
a ellos aquel
gran simio acompañado de los demás. Al verlo y reconocer que sobre su pecho llevaba
aquella medalla, la del niño abandonado, quedó desconcertado pero, nada
comentó.
Él
hombre simio acercándose le dijo:
-“ ¿ Quien de vosotros
manda? Libraré combate con él. El vencedor impondrá sus condiciones”.
Aquel terrateniente gritó:
-“¡Soy yo, Dispuesto a
derrotarte!”
Entonces, adelantándose uno de
sus oficiales así habló:
“ Seré yo quien me bata en duelo
contigo. Los simios tienen derecho a su
libertad!!.”
El déspota exclamó:
-“ Prendedlo”!
Ningún soldado obedeció. Los chimpancés sorprendidos
se apartaron. El tirano espada en
alto avanzó furioso para matarle.
El animalista de un mandoble le hizo perder el equilibrio. El cruel hombre cayó sobre unos peñascos, con
tan mala fortuna, que muerto en el acto quedó. Los simios y su
prócer se mostraron tristes, eran
inofensivos y no deseaban
el fallecimiento de nadie aunque, como en este caso, malvado fuera.
El vencedor se
despidió de los primates
diciendo:
-“Nunca vendrán a prenderos. Nosotros partiremos en nuestros
barcos lejos; si allí volvemos, seríamos
castigados. Nadie aceptaría que,
por defenderos, matáramos a nuestro
señor.”
Entonces así habló
el hombre mono:
-“Antes, decidme de donde procedéis y, cededme una barca
para llevar el cuerpo de
este hombre junto a su familia.”
Dándole un plano y un pequeño
esquife se despiden. Los barcos
parten rumbo a lo desconocido.
El gran gorilas
ordenó a un par de ellos le
acompañaran con el cuerpo del finado pues, al amanecer embarcaban. A todos les pareció
bien, pero rogándole que
regresasen y que tuvieran cuidado pues los humanos podían no creer sus palabras y meterlos
en jaulas o matarlos. Él
les comentó que
habían de correr ese riesgo pero ese hombre
no podía quedar en
aquella isla.
Embarcaron con el
difunto y a golpe de remo en un par de jornadas, siguiendo el plano que
aquel soldado les
proporcionó, pronto avistaron la
torre del homenaje de
aquel castillo. Al desembarcar en
una cala, descubiertos por unos
centinelas fueron detenidos y, acusados
de ser los asesinos
de su amo, los llevaron a punta de lanza hasta
su señora.
Cuando aquella recibió
al jefe de la fúnebre comitiva;
pues los otros dos fueron encadenados y llevados
a unas jaulas, se quedó mirando
aquella reluciente medalla y ,emocionada
se abrazó a él llorando exclamando:
-“ Hijo miooo!”
Él, seriamente contestó:
-“Mi madre es la
gorila que me crió, la que me amamantó pero, explíquese, por favor, a qué se
debe tal confusión.”
Una vez aclarado todo, por parte de la señora, comprendió
la situación vivida por su madre biológica. Dieron sepultura a los
despojos de tan cruel hombre. La anciana
dama mandó poner en libertad a los
simios y
nombrar heredero a su
hijo pero él no aceptó diciendo:
-“Gracias, he de volver a la isla. Allí para siempre viviré con mi
familia, los simios .Vendré a
verle y, usted puede ir
cuando guste. Me debo a los
que me arroparon con cariño
cuando, desvalido y desnudo
estaba.”
La mujer
comprendió su actitud resignada quedó sabiendo que él
era dichoso .Se despidieron
efusivamente.
Marchó con sus fieles
acompañantes al islote
y, hasta el final de sus días, feliz fue
viendo que los suyos, aquella manada, y él mismo, disfrutaban
de la preciada libertad.
José Reinaldo Pol García – España
Nosotros y ella
(Chimpancés y humana)
Época actual, en algún lugar
aledaño al Rio Congo, África. Estaba muy tranquilo retozando en la gran rama.
Eventualmente y sin salir de este letargo, alargo mi brazo para alcanzar una
tierna hoja que por ahí viene acompañada de alguna caminante. El luminoso está
bien arriba y se cuela entre las ramas altas para traer calor que viene y va.
Nada podrá interrumpir este descanso luego de la cacería de ayer que costo
tanto a la familia.
Escucho un ruido, no muy distante, detrás de mi cabeza. La briza trae un olor extraño, no es de uno de nosotros, tampoco de los que corren abajo ni de los que andan por el aire. Todo en mi está en alerta, el aire se espesa, escucho solo en una dirección y ahora veo solo hacia atrás.
Giro bruscamente hacia ese lugar y me sostengo de la rama con manos y patas. Alguien con colores distintos se va asomando entre las matas de abajo y mi cuerpo lo percibe en el temblor del árbol. Pisadas torpes, que no hacen base con el suelo, no se agarran. También en el aire se siente el temblor de un cuerpo largo, pero lo que aturde es el olor, entre dulce y rancio, muy mesclado como con flores, se va esa ola de olor y llega otra de la misma dirección, este es parecido al nuestro pero más fuerte. Es una hembra.
Ahora la veo, me asusta muchísimo, esperaba algo más parecido a nosotros. La confusión y el miedo me hacen subir y me oculto en la parte alta entre las ramas. La veo abajo y ella me busca con la mirada, veo que no tiene pelo tiene en su lugar algo de muchos colores que se cruza en pliegues, como pieles sueltas una sobre otra. Esta parada sobre sus patas sin buscar otra forma de moverse o descansar.
La cara es lo más difícil de mirar sin temerle: la nariz esta hacia afuera y los orificios también; los ojos hundidos, separados con pelos sobre ellos, el resto todo pelado, pálido; la boca tiene un color distinto de sangre, no sé si esta lastimada o esa así y salen sonidos sin parar, distintos, fuertes y bajos, muy violentos y cortados. Toda la cara pelada y el cráneo con pelos muy largos, oscuros. No se cómo contarlo cuando se lo tenga que decir a los nuestros.
Me acomodo en una rama más fuerte pero sin bajar. Ella (y lo digo así porque su aroma me lo indica) se mueve torpemente hacia un lado, luego hacia adelante y lo más asombroso es que se puede sostener con esas pequeñas y precarias patas, sin dedos, de una piel brillosa del mismo color que la rama y atadas con pequeñas lianas. El miedo se pone en contra de la curiosidad y el instinto me sigue indicando que me quede aquí pero a la vez que hay algo que nos une.
Agudizo la vista y enfoco hacia su cara, sus ojos, distintos a los nuestros, hay algo muy claro, que me asombra y que por otro lado me genera confianza, poco a poco voy descendiendo y ella va subiendo. Con distintas idas y vueltas de mi parte, ella confiada sigue subiendo. Ahora veo que se ha sacado la piel de sus patas y las ha dejada abajo, sus patas de ahora son pálidas, pero parecidas a las nuestras, más torpes y con dedos más cortos.
Luego de varias idas y vueltas, nos encontramos en la gran rama, nos exploramos, yo más a ella que ella a mí, me asombra su piel y sus pliegues de distintos colores, atados, el color de su boca, siendo hembra sus mamas están ocultas y también su rabo. Pero me centro en sus ojos y a través de ellos nos comunicamos, dado que sus torpes ruidos sonidos, que salen de la boca son imposibles y no sabe entender nuestros gestos ni hacerlos.
Ahora me asalta una inmensa duda, nosotros los de aquí, estamos acostumbrados a vernos y comunicarnos, también a los que corren abajo y los que vuelan arriba, ¿cómo les podre contar que he visto, tocado y comunicado con un diferente, una hembra parecida a nosotros pero a la ves distinta?. Para nosotros en fácil saber que existimos, vivimos en familia y clanes y nos reconocemos. Ahora he visto alguien diferente ¿qué hará mi clan con ella?
Nicolás Roberto Chimento Ilzarbe -
Argentina
Reconocimiento
Mi amigo Samy
Hoy, es un gran día, voy a ir al
trabajo de mi mamá a conocer a su nuevo amigo, ella cuida de la mente de las
personas creo que se le dice ¿doctologoa? ¿Doctora?, no, no, no, es psicóloga,
si así es, ella me contó que ahora está
trabajando con lindos monitos.
Yo me llamo Diana, y tengo 5 años
de edad, ya soy una niña grande y soy muy responsable, ya puedo atarme sola los
cordones.
Esta mañana mientras mamá me
peina frente al espejo, me habló de Samy y como lo rescataron de un lugar muy
feo, donde le hacían muchas cosas malas.
Mamá ¿puedo jugar con Samy?
Mmmm, puedes, pero al igual que
cuando jugas con tus amigos ¿qué se debe y que no se debe hacer?
No debo gritar, pegar, tengo que
respetar a mi amigo, no ser egoísta y compartir.
Muy bien.
Mamá, me da un beso en la mejilla
y toma de mi mano, pero antes de irme agarro a mi peluche favorito, mi monito
Tomy, mi papá me lo regaló, porque tengo miedo a la oscuridad, y las tormentas,
pero desde que Tomy está conmigo nada me da miedo.
Nos subimos al auto de mis papas,
me siento muy emocionada, nunca había visto un monito tan cerca, además de mi
amiguito Tomy y de los que están en el zoológico, pero mami dice que ahí no es
un buen lugar para ellos.
Mientras mamá conducía, me
preguntaba ¿cómo sería hablar con el monito?
¿Mamá?
¿Sí?
El monito que vamos a ir a ver
¿es como mi monito Tomy?
Mamá se rió un poco, no entendí
¿qué fue lo que le hizo tanta gracia? no me gustó que se riera de mí.
Mi amor no te enojes. Samy es un
chimpancé, no es como Tomy, Samy es muy inteligente.
Pero Tomy es muy inteligente, me
cuida de las tormentas ¿como habla Samy contigo?
Samy sabe hacerse entender, como
tú cuando eras una bebe y no sabías hablar
Ya no soy una bebe, soy muy
grande.
Mamá estaciono el auto y
desabrocho el cinturón de seguridad
¿Llegamos mamá?
Si, ya llegamos.
Tomé a mi amigo Tomy, y con ayuda
de mi mamá bajó del auto, ahora que soy grande puedo hacer muchas cosas, pero
mis piernitas son cortitas y a veces necesito su ayuda.
Entramos a un edificio muy, muy
grande, hay muchas personas, y todas son muy amables, saludan a mi mamá, y a mí
me acarician mi pelo, no me gusta porque me despeinan, con lo difícil que se le
hizo a mi mami arreglarme mis dos coletas.
Después de saludar a todos los
compañeros de trabajo de mamá, llegamos
a una habitación y ahí había un vidrio muy grande, parecía una pecera
gigante, pero no había peces, había un árbol y un monito, no, un chimpancé
porque mamá dijo que él era un
chimpancé, tal vez por eso es más grande que mi monito Tomy.
Diana, ese de ahí, es Samy- dijo
mi mamá
Hola Samy, mamá ¿por qué no me
saluda?
Porque no puede escuchar por el
vidrio, ven vamos a entrar con mi amigo Adrián, el cuida de Samy.
El amigo de mamá, Adrián, era muy
alto, y tenía una sonrisa muy grande.
Hola Diana ¿cómo estás?¿Cómo se
llama tu amigo?- me pregunto el señor Adrián
Se llama Tomy, es mi monito
Dime Diana, tú y Tomy ¿quisieran
conocer a Samy?
Sí. los dos queremos
Vamos entonces.
Entramos por una puerta, a la
casita de Samy, había muchas plantas, pero también paredes muy blancas, apreté
con fuerza la mano de mamá, y me escondí atrás de ella mientras el señor Adrián trajo en sus brazos a Samy,
era muy bonito, mami me tomo en brazos así podía estar cerca de Samy, toque su
linda carita y él tocó la mía, pero después se escondió en los brazos del señor
Adrián.
mami, creo que lo asuste- me
preocupe mucho, no quería asustarlo
Es que lo lastimaron mucho, si a
ti te lastiman, tú también te asustarías ¿verdad?
Si, ¿él es un bebe?
No, es más chico que tú, pero ya
no es un bebe, tiene un poco de miedo nada más. Venimos a despedirnos
porque mañana Samy va a viajar a Brasil
con Adrián.
¿Por qué?
Porque ahí hay una reserva muy
grande para chimpancés, y lo van a cuidar muy bien
¿Puedo hacerle un regalo a Samy ?
es para que ya no tenga miedo
Pregúntale a Adrián que es su
cuidador
Señor Adrián, ¿puedo hacerle un
regalo a Samy?
Si, si puedes
Toma Samy, este es mi amigo Tomy,
él va a cuidar de ti, como me cuido a mí.
Samy abrazo a Tomy, y me sentí muy feliz de ayudar a mi nuevo
amigo, pero el señor Adrián y mamá dijeron que era hora de despedirse y le
dijimos adiós a Samy.
Esa noche cuando papá llegó a
casa le conté todo lo sucedido, él me abrazó y me explicó que aunque Samy se
fuera lejos, siempre seremos amigos.
Ya que regalaste a tu peluche
¿quieres que te compre otro monito como Tomy?
No papá, muchas gracias, pero yo
ya soy una niña grande, ya no tengo miedo.
Fin.
Lorena Paola Rodríguez Pérez –
Uruguay
Bajo el delirio
Anoche, sufrí una locura tétrica
en la casa. Fue como si hubiera vivido una pesadilla. Me sucedió cuando bajé al
primer piso, para tomar agua, tenía mucha sed y sentía malestar en la cabeza,
no podía soportarlo, así que fui rápido por la bebida para refrescarme.
Por cierto, yo estaba solo en mi habitación.
Dormía entre lo menguante, recostado en la cama, todo hasta cuando el calor de
la noche, me despertó. Entonces por necesidad, me puse de inmediato en vigilia
y me levanté y corrí a abrir las ventanas para recibir aire, pero no sirvió de
nada, porque la oscuridad era sofocante y perturbadora. Desde lo subjetivo, no
percibía el equilibrio espacial. Pronto comencé a padecer un delirio, que
recorrió toda mi humanidad. No sabía en ese momento, que era exactamente en
realidad. Parecía poseer una fuerte fiebre, cuyo ardor me hizo ver sombras y monstruos
en el recinto, tal tribulación fue terrorífica.
Debido a esta extravagancia, salí
presuroso en dirección a las escaleras y bajé hasta el primer piso, agarrándome
de las paredes, lleno de ansiedad. Luego pasé los umbrales, cogí por el pasillo
principal y me acerqué a la cocina. Allí encendí la luz amarilla. Más decidido,
pasé a tomar un vaso de la estantería, cuando de improvisto, se me rompió el
objeto entre las manos. De súbito en el acto, recaí en frenesí, me supe
gritando ahogadamente, porque creía ver un espectro horrendo, temerario con su
apariencia de gorila. Al mismo tiempo, su cuerpo acorazado y sus ojos negros,
generaban horror en mí, tanto que yo chillé con pánico entre la estrepitosa
desesperación.
Un segundo después, pareció
lanzarse el gorila sobre mí, para acabar conmigo. Todo rabioso, me tomó por el
cuello para matarme, fue espantoso sentir sus garras peludas. En lo personal;
yo obvio reaccioné, me revolqué en el piso con agresividad para tratar de
mandarlo lejos, hice unos manoteos bruscos, pero a pesar del esfuerzo, no pude
librarme de la bestia, sólo hasta cuando los vecinos del barrio se despertaron
y convinieron acercarse a la residencia para ver qué pasaba, cambiaron las
circunstancias.
El señor Augusto, quién dormía en la casa
solariega de atrás, entre tanto, bajó al patio por una de las palmeras, que
había entre los arbustos; más pronto corrió hacia los cuartos de adentro y
llegó rápidamente al sitio donde yo estaba todo desvariado.
A propósito, Augusto me descubrió tumbado en
el suelo, ya con el rostro contraído de terror. Entonces con agilidad, pasó a
recogerme, me tomó por los hombros y de inmediato me dirigió a la salida.
Una vez en las afueras, los
presentes reunidos en la calle, resolvieron llevarme al hospital en un taxi.
Con dos conocidos, arribamos en poco tiempo al edificio azul. Ellos para lo
seguido, me entraron a la sala de urgencias y me recostaron sobre una camilla.
La enfermera de turno, vino bien al trote para atenderme y pronto me llevó
hasta donde el doctor Tarfher, más al final, después de la consulta médica, me
diagnosticaron una psicosis tremenda, que pudo acabar con mi vida, por haber
obsesionado este arte de Poe.
Rusvelt Julián Nivia Castellanos – Colombia
Sesiones en el zoológico
Pancho se llamaba mi
psicoanalista. ¿Apodo de un hombre llamado Francisco? No, típico sobrenombre de
simio. Así es, se trataba de un pacífico chimpancé macho. Para mejor
imaginárselo agregaré que parecía viejo, con una cara de animal sabio,
rebosante de experiencias fuertes. Ustedes comprenderán: eran años difíciles
para mí y para el país, estaba desempleado y al borde de un ataque de nervios.
Y los psicoanalistas humanos no razonan esto, tan elemental, quizá porque están
muy encumbrados en sus pedestales: si uno está deprimido porque no consigue
trabajo, pagar por sesiones (y nada baratas, por cierto) es un contrasentido,
pues lo que ese hipotético paciente no tiene es justamente dinero... A
propósito, Pancho se contentaba con tres bananas por sesión, que su comprensivo
cuidador dejaba que yo le pasara por entre los barrotes de la jaula. Ya lo
sabemos, pues don Sigmund lo analizó muy bien: siempre debe haber un
“honorario” (un aliciente) por el servicio de catarsis prestado.
Me psicoanalizaba con mi gran
simio una vez por semana. Los martes, luego de repartir mis Currícula Vitae por
toda la ciudad (a esa altura de mi angustia de desempleado ya había renunciado
a mi rubro, el gastronómico, y me presentaba ante cualquier llamado),
aprovechaba las horas muertas de la siesta para acercarme al zoológico
municipal. En la boletería mostraba mi ya caduca libreta universitaria para no
pagar la entrada. Como si Pancho supiera que yo necesitaba descargarme, al
descubrirme allí, de pie junto a los barrotes, sosteniendo el racimo con los
tres óbolos amarillos de la sesión, dejaba lo que estuviera haciendo
(mayormente despiojarse) y se acercaba hasta mí todo lo que la seguridad del
zoológico le permitía. Muy pocas veces me ignoró, mostrándome su trasero pelado
en señal de protesta o aburrimiento (reconozco que mis conflictos eran bien monotemáticos:
todo giraba en torno al dinero que no me alcanzaba. Y, dicho sea de paso, en
alguno de esos diálogos de uno solo que yo entablaba, creí entender que con sus
ojos Pancho me reclamaba: “¿Por qué esa obsesión por el dinero? ¿O acaso usted
no experimenta el estar vivo, justamente ahora mismo, y sin embargo no hay
ningún billete entre nosotros?”).
Pero por lo habitual fue un
analista atento a mi necesidad de hallar oídos que me ayudaran a desahogarme de
una vida de fracasos. Recuerdo que el vigilante pasaba haciendo su ronda, me
veía otra vez ahí, hablando con el primate, se sonreía y seguía su camino sin
pedirme que me alejara un poco de la jaula por seguridad. Ese buen hombre
toleraba que yo limpiara de angustias mi chimenea consciencial de esa manera
tan poco ortodoxa. Sucedía que él también compartía la crisis de todos, y no se
asombraría de mi particular rebusque para enfrentar la necesidad de catarsis.
Por favor, déjenme solazarme un
momento intercalando aquí una breve anécdota, que a mi ego tantas veces
vapuleado le hará más que bien. Verán, en esto de la psicoterapia con primates
yo fui pionero: un día llegué a la jaula de Pancho y encontré charlando a mi
terapeuta peludo con una vieja desgreñada y harapienta. Seguramente la mujer me
habría visto y ahora me imitaba. Cara conocida del barrio, esta vagabunda medio
loca deambulaba por las fruterías de la zona reclamándole a los empleados que
le regalasen la fruta de descarte, ésa que estaba a punto de echarse a perder.
Noté que traía como paga dos peras bien maduras. Se había conseguido una silla
de plástico, que ubicó frente al mono, y farfullaba cómodamente instalada, muy
animada, casi a los gritos. Su gesticulación histriónica, vista a la distancia,
la señalaba como un caso delicado para Pancho. Fui respetuoso y aguardé a que
terminara la sesión deambulando por el zoológico. Cuando noté que la mujer se
iba, la abordé. No fue fácil hacerme entender con la otra paciente del
chimpancé, estaba más ida de lo que yo suponía, pero al fin pudimos ponernos de
acuerdo: yo seguiría viniendo a terapia los martes y ella lo haría los jueves.
Mi tratamiento marchaba viento en
popa, ya me sentía mejor, o por lo menos no tan vulnerable. Hasta que un día de
junio cerraron el zoológico por decreto municipal. Había que acoplarse a la
tendencia mundial de terminar con el paradigma victoriano del encierro de
animales para la exhibición, como si fueran trofeos de guerra ganados al
exotismo colonial, y en este contexto surgió un grupo de conservacionistas que
recolectaron firmas para que el intendente clausurara el zoológico centenario
de la ciudad.
En fin, allí, frente al portón de
rejas cerrado, me enteré por boca de un excuidador que habían llevado a los
animales a un parque nacional ubicado en el norte del país. Y en la mudanza
entró, claro, mi psicoterapeuta antropomórfico. Pensé en seguirlo, pero este
país sudamericano es muy extenso, y para mantener el ritmo de las sesiones yo
debía recorrer unos mil quinientos kilómetros semanales. El tiempo no era un
problema, pues como ya he dicho estaba desempleado; sí lo era el costoso boleto
del ómnibus de larga distancia. Pero, por otro lado, conjeturé que resultaría
difícil atraer la atención de mi catártico amigo Pancho viviendo en estado de
semilibertad, sin contar con el hecho de que las visitas siempre serían
guiadas, con algún guardaparques que vigilaría a su contingente turístico a sol
y sombra. Y sabemos bien que el psicoanálisis requiere de cierta privacidad
para que la catarsis pueda fluir. (A la pobre Eduviges, mi compañera de diván,
una vez la vi tratando de dialogar con el guacamayo de una pajarería de la
zona, pero el empleado de la tienda la echó amenazándola con el palo de una
escoba.)
Así fue como terminó mi
experiencia con el darwinismo freudiano.
Maximiliano Nicolás Sacristán – Argentina
El mensaje
Era una tarde lluviosa cuando
recibí una propuesta de lo más extraña. Nunca he sido amiga de las citas previa
recomendación de un allegado, pero Marta, mi amiga, me dijo que tenía que
conocer a Bubali porque tenía un mensaje para mí.
“¿Cómo iba a tener un desconocido un mensaje para mí? Eso solo sucede en las películas”. Pensé mientras buscaba en Google la ubicación del lugar donde debía llegar cualquier día antes del anochecer. Esa condición fue lo más extraño de su propuesta. ¿Por qué antes del anochecer? Y además informándole previamente del día elegido.
Una cita a ciegas siempre es un riesgo para una mujer, sobre todo si es, como fue para mi sorpresa, ver que me había citado en la puerta de una tienda de animales. Tras unos minutos plagados de indecisión decidí aceptar. Bubali sonaba a africano, así que imaginé que sería un chico alto y moreno. El enigma estaba servido y seguía creciendo ¿Para qué una cita a ciegas si ella era consciente de que no buscaba pareja?
Quise abreviar y le dije por teléfono que iría al día siguiente sobre las seis de la tarde.
Por la mañana recibí por “What´s
up” un mensaje suyo que decía:
“Cuando llegues a la tienda dile
al dueño que vienes a ver a Bubali. No temas, él te llevará dentro y haz lo que
te diga”.
Confieso que pasé las horas sin saber que ropa ponerme. Cita a ciegas, tienda de animales, un intermediario. Aquello empezó a sonarme a broma, y, tras elegir ropa discreta pero cómoda y nada pretenciosa, decidí seguir con el juego.
A las seis de la tarde, me recibió el dueño de la tienda, pregunté por Bubali y me dijo que esperase un momento. Al poco volvió y me dijo que debía esperar un rato porque Bubali estaba durmiendo y no era buena idea despertarlo.
Aquello me sacó de mis casillas, encima debía esperar a que el “señorito” terminase su siesta. Le dije al dueño que me marchaba y él me detuvo, me dijo que era importante el mensaje que tenía para mí. Sin estar del todo de acuerdo accedí a esperar. Fue casi una hora en la que me dio tiempo a conocer a todos los inquilinos de aquella tienda. Pasar una tarde entre animales en cautividad no era para mí la mejor forma de decirle adiós a un bello día.
Eran casi las siete cuando el dueño me invitó a bajar a un sótano. Al final de la escalera había un pasillo y me dijo que fuera sola hasta el final, que allí me esperaba Bubali. Cuando el pasillo se terminó me di de bruces con un cartel que decía Bubali. Al bajar la vista casi salgo corriendo, allí estaba Bubali, mirándome con sus ojos negros. Creo que estaba más asustado que yo, me acerqué a él sin dejar de mirarle a los ojos. Los dos guardamos silencio unos largos minutos.
Volví a la tienda y comenté al dueño que había recibido el mensaje. Le pregunté por qué estaba allí:
—Bubali fue abandonado en la
puerta de mi tienda hace un año. Supongo que pensaron que era un chimpancé y al
crecer y ver que era un bebé gorila, se deshicieron de él. No imagino como
pudieron traerlo el pueblo desde su selva, pero allí estaba y tan solo hice lo
que pude, acogerle y darle un hogar provisional porque ese tipo de animales es
muy caro de mantener. Mi tienda es una tienda de mascotas pequeñas y no da para
mucho, así que solo se me ocurrió correr la voz entre mis amistades y clientes
para que me ayudasen—.
—¿Y por qué no llamó a la
policía? — Pregunté.
—La policía lo habría llevado a
un zoológico y no es eso lo que quiero para él. Yo quiero que vuelva a sus
árboles, con sus hermanos y primos—.
—Ese fue el mensaje que recibí al
mirarle a los ojos. “Llevadme a casa”. —Respondí.
— Por eso lo he mantenido oculto,
para que no me lo quiten. Cada vez que he conocido a alguien con poder
económico para hacerlo, le he invitado a conocerlo, pero nadie ha captado el
mensaje y si lo ha hecho, no se ha querido implicar. Marta compra aquí la
comida de su perro. No hace mucho, oyéndome hablar por teléfono, me preguntó y
ahora usted está aquí. Ha sido la única que ha entendido el mensaje. El mensaje
lo tenía él, no yo, por eso cuando alguien venía a verlo, y preguntaba por el
mensaje y por Bubali, yo no decía nada, como a usted, lo invitaba a llegar al
final del pasillo—.
Mi despedida fue una sonrisa y, sin añadir nada más, me marché. Antes de salir de la tienda dejó en mi mano un mapa. Horas más tarde, Marta me llamó y me preguntó si había recibido el mensaje. Le dije que sí y que la llamaría en unos días. Cuando todo estuvo listo, la llamé y le dije que hiciese las maletas, nos íbamos de viaje. Todo se preparó con la mayor discreción, se firmaron documentos de propiedad y compra-venta y Bubali viajó con nosotras hasta el lugar de donde vino cuando era un bebé.
Aquél día en la selva, cuando caminó por primera vez y se quedó mirando un gran árbol, parecía conocerlo, nos miró por última vez y se perdió en la espesura, llevando consigo un localizador por si algo le sucedía. Marta y yo lloramos de felicidad, los miembros de nuestro equipo hicieron lo propio. Bubali estaba en casa al fin.
José Gabriel Elena Gil – España
La cita dominical
Rosa, una dulce octogenaria de
sedoso cabello cano y piel color durazno se acicala, con el mismo esmero con que lo ha venido
haciendo, cada domingo, desde hace cinco semanas...
Con mano ávida y temblorosa se aplica su polvo facial con el que intenta atenuar los surcos que el tiempo, con indolencia, ha labrado en su rostro.
Para sus labios, enjutos y cuarteados por el inexorable rodar del calendario, recurre al lápiz de un candoroso color rosa, ligeramente nacarado, buscando conferirles una tenue vitalidad.
Tímidas pinceladas de sombra color salmón obran en sus ojos el milagro y le otorgan una suave luminosidad a su nublosa y marchita mirada, que no evidencia el fulgor de sus ojos, tan celebrado en su mocedad.
Es la quinta semana consecutiva en la que Rosa se evade del hogar de ancianos al que la confinaron sus hijos, Alberto y Paula, desde hace un lustro, argumentando para tan drástica decisión, que sus respectivos trabajos les demandan ingentes cantidades de tiempo y que cada uno tiene su propia familia, cónyuge e hijos que exigen de ellos afecto y atención permanente, lo que les impide satisfacer los requerimientos de tiempo y cuidados que, esporádicamente, les hacía su madre.
Todos los domingos, sin falta, Rosa ejecuta con religiosa puntualidad, todas las tareas necesarias para cumplir a cabalidad con su plan semanal, sin dejar pasar por alto ningún detalle.
Antes de salir, posa por última vez frente al espejo, ansiando recibir de éste, un indulgente dictamen. Se mira, sus ojos emiten un destello inusual y en sus labios se dibuja una inocente sonrisa.
Baja las escalas con sigilo, cruza el pasillo conteniendo la respiración para no alertar, ni con un suspiro, a las abnegadas cuidadoras. A tientas, logra alcanzar la puerta principal, abre el cerrojo temblando de pavor y sale del geriátrico con una sonrisa pícara, como la de quien saborea una dulce victoria, reflejada en su rostro.
Aborda el autobús ayudada por un empático transeúnte. Encuentra, al fondo del automotor, un lugar disponible al lado de la ventana, por la que observa embelesada el paisaje que cruza raudo ante sus ojos, como si fuera la primera vez, que el edénico escenario los acariciara...
La ruta entre el pueblo de la Macarena y Tinigua, en los llanos orientales de Colombia, con su exuberante mosaico de verdores, su cristalino y serpenteante río Guayabero, su luz dorada que se filtra entre las densas nubes, su olor a exuberante y fértil boscaje, su brisa tórrida aunque serena, atestiguan, con complicidad, el periplo dominical de la anciana; además de miles de flores que en vibrante policromía, le sonríen.
Alcaravanes, garzas y corocoras, que pintan el firmamento de arco iris, le cantan en armónica coral, celestiales tonadas que la alientan en su temerario empeño.
Sus manos no cesan de temblar, la ansiedad del encuentro con Tomás, el misterioso depositario de su amor, la pone ansiosa y le hace perder su serenidad y aplomo; en ellas porta, con especial cuidado, el mismo presente que cada domingo prepara con genuino esmero para su amado.
El autobús se detiene. Con la ayuda de una joven, Rosa desciende del vehículo; se desplaza con paso lento y cansino por un zigzagueante sendero entre los árboles; sin pausas, da un paso tras otro. El temblor de sus manos se intensifica al saber cada vez más cercano el anhelado encuentro.
De súbito, Tomás, su amado, se cruza ante sus ojos, haciendo que retorne a ellos, providencialmente, su luz juvenil.
Exultante, Rosa entrega a Tomás el obsequio que de forma tan esmerada preparó y con tanto celo guardó: una apetitosa torta de bananas, que el tierno y juguetón chimpancé color ámbar devoró con deleite.
Luis Eduardo González García – Colombia
John Green
John tenía cinco años cuando supo
que dedicaría su vida al salvataje de los grandes simios. El niño se había
criado en una casa enorme con un gran jardín prolijamente cuidado por el
jardinero Peter y las mejores comidas elaboradas por la esposa de Peter, cocinera
de la familia. Tenía muchos, pero muchos juguetes, los zapatos más caros del
mercado y un rincón de juegos personal en uno de los sectores del jardín.
Pero John se sentía solo. Muchas
veces gritaba sin razón o rompía caprichosamente sus juguetes cuando realidad
solo buscaba llamar la atención.
Papá Williams era un hombre de
negocios, sus empresas llevaban gran parte de su tiempo, más los viajes, las
fiestas, los amigos. John sentía que todos eran más importantes que él para su
padre y peor aún después que Williams y Rose, la madre de John, se separaran el
año anterior.
Mamá Rose, estaba siempre muy
bien vestida y calzada, impecablemente peinada de peluquería y oliendo a
perfume. Solía levantarse tarde, más tarde que John. Nunca compartían el
desayuno ni los juegos en el jardín que tanto gustaban al niño, nunca lo
llevaba al colegio como hacían las mamás de los compañeros. Rose salía al
gimnasio, salía con amigas y en los últimos meses salía con Paul. El jueves
pasado no fue a la fiesta del colegio de John porque iba al aeropuerto a
recibir a Paul que volvía de un viaje al exterior.
-John, ven acá. Llegó un mensaje
de tu papá- llamó Mary la niñera de turno (John nunca llegaba a ser amigo de la
niñera cuando su madre ya la había cambiado por una nueva).
Mary, había entrado hacía casi un
mes, intentaba ser cariñosa con el niño. Ya no era muy joven, no podía casi
correr o jugar a la pelota con él pero a su modo lo mimaba hasta donde el mismo
John se lo permitía, intentaba contarle cuentos y enseñarle canciones y poemas,
lo consentía con las comidas y le preguntaba por la ropa que quería usar cada
día.
-¿Dónde está papá?
-Dice que está en África, en un
zafari.
-¿África es lejos?
-Sí, mucho.
-¿Por qué se fue papá?
. Fue a ese zafari con unos
amigos.
-¿Qué es un zafari?
-Es un viaje por la selva para
ver animales raros. Mira, papá te mandó fotos.
Eran muchas fotos, casi todas
mostraban animales, algunos dormían, otros comían, otros corrían pero aquel
enorme mono estaba sangrando, su cara humanoide trasuntaba dolor, sobre todo
sus ojos. John nunca podría olvidar aquella mirada.
-Mary, yo quiero ayudar al mono.
Pide a papá que saque plata de mi mesada para pagarle un veterinario que lo
sane.
-¡Qué lindo eres, John! ¡Tu padre
va a estar muy orgulloso de ti!
Seguidamente Mary tomó el
teléfono y simuló hablar con Williams para trasmitirle el deseo de John. Este,
que había vuelto corriendo al jardín, quedó feliz porque su padre llevaría un
doctor al mono herido.
Un rato después John se acercó a
la casa de Peter y Jane, la cocinera. A Rose no le gustaba que él entrara en la
pequeña casa en un rincón del jardín junto al depósito de las herramientas pero
al niño le encantaba ir allí y charlar o mirar televisión con la pareja.
Justamente ellos miraban televisión en aquel momento, o mejor dicho la tenían
encendida, aunque cada uno estuviera haciendo lo suyo, Jane dando vueltas en la
cocina y Peter lavando cuidadosamente sus manos con algún resto de tierra de
las labores cotidianas.
-¿Cómo estás, John? Adelante dijo
Jane desde la cocina sin dejar sus tareas. Justo en ese momento aparece en la
tele la imagen de un mono. John quedó petrificado, era el mismo mono que le
había mostrado su padre en la foto, solo que esto era un informativo y además
de la imagen tenía palabra:
-Este es uno de los siete monos
gravemente heridos durante una cacería de zafari en Kenia, África Central.
Parece ser que en el hecho estaría involucrado un grupo de acaudalados
ciudadanos norteamericanos. El gobierno de Kenia reclama justicia. Ampliaremos
en próximas ediciones.
-No, no, no-gritó John y comenzó
a dar patadas a los sillones mientras Jane intentaba preguntar qué le había
pasado.
El niño rompió en llanto y solo
un prolongado abrazo de Jane y Peter que también se había acercado. logró
calmarlo.
La vida de John no tuvo muchos
cambios desde aquel día solo que cada poco tiempo y en los lugares más
inesperados se encontraba con la mirada del mono y su honda tristeza. La mirada
crecía con él. Cuando pudo leer comenzó a buscar información sobre los grandes
monos en los libros, en las revistas, en Internet. Se compraba todas las
películas que trataran del tema. Hasta llegó a mandarse mensajes con gente de
Kenia que trabajaba por salvar a los monos.
Cuando llegó a la mayoría de edad
y contra todas las presiones de la familia, John abandonó los estudios y se
tomó un avión a Kenia para estar cerca de los grandes monos.
Blanca Estela Castro – Uruguay
Mis amigos invisibles
Se despertó temprano aquella
mañana. El sol se filtraba rápido ya por los rincones del poblado. En un par de
horas, haría muchísimo calor para ir a ver a sus amigos. En la tribu todos los
hombres ya estaban a esa hora en el campo, cazando o recolectando lo poco que
cultivaban en aquella época del año y las mujeres y niños aún dormirían media
hora más. Eran, a cambio, las últimas en acostarse dejando todo preparado para
el día siguiente. Ella, Nourinibi, de apenas 6 años de edad, cada mañana desde
hacía muchos soles, se levantaba antes que su madre y sus dos hermanos pequeños
y se marchaba por el camino Norte del poblado hacia lo profundo de la selva.
Ella sabía que aquella zona tenía un nombre pero no sabía pronunciarlo. A ella,
al revés que a la mayoría de los diez niños de su edad, no le daba miedo
aquella zona. Es verdad que era más oscura, que era más densa y más silenciosa
que el valle donde se asentaban en verano, pero estaba protegida. Ellos, sus
amigos, no dejarían que la pasase nada malo. Nourinibi cogió un pedazo de pan
del que hacía su abuela de la despensa de la choza. Se lo comió por el camino,
no llegó a conservarlo ni cinco minutos porque apenas había cenado. No se le
había dado bien el día a su papá y no había habido cena para todos. Lamentó no
llevar nada para sus amigos pero no pudo resistirse a comerse ella sola el
pedazo pequeñito de pan. A veces les llevaba frutas o frutos secos que encurtía
su mamá pero hoy no llevaba nada. Tan solo jugarían. A veces lo hacían sin más.
Corrían y jugaban al escondite, se tiraban cosas o simplemente a las peleas
como hacía ella en los ratos libres que tenía entre la escuela de las
misioneras blancas y el trabajo en la aldea.
Procuró pisar haciendo ruido para
que supieran que era ella y no se asustaran demasiado. A veces tenían miedo y
ella no sabía porqué. En su pueblo todos eran muy amables y muy cariñosos. Pero
ellos parecían estar siempre alerta. Solo al rato de estar jugando con ella o
comiendo alguna cosa, parecían relajarse y divertirse de verdad. Aquel día era
especialmente silencioso todo, solo sus pisadas que cada vez hacía más fuertes
para informarles de su llegada, quizás algo antes de la hora de siempre.
Nourinibi se paró al llegar al árbol más grande. Allí solía encontrarse con Ra.
Así llamaba ella al más pequeño de todos, al que calculaba era como de su edad
y que era el primero que salía a su encuentro cada mañana. Hoy esperó. Al rato
se sentó incluso en la parte dura de la hierba a esperar. Al cabo de unos pocos
minutos y debido al madrugón, se quedó incluso dormida. La despertó el
silencio. Denso y arraigado. Extraño y profundo. Dio un par de vueltas por los
sitios habituales entre bostezos. Nada. Entonces ya se atrevió a decir en voz
alta los nombres. Todos inventados por ella, basándose en cosas que hacían
especiales. Ra por ejemplo era porque la recordaba al dios de la guerra. Era
pequeño y de piel muy negra y brillante. Los ojos pequeños, muy juntos y
grandes manos de blancas palmas. Donde estaría hoy?. Empezó a ponerse triste.
Aquel era el mejor momento de su día. Le encantaba aprender con ellos a subir a
los árboles, estaba progresando mucho y en la aldea era la envidia de todos los
chicos, que trepaban mucho peor a pesar de ser más fuertes.
Cuando empezó a hacer mucho
calor, comprendió que tenía que volver, dentro de poco su madre se asustaría y
llegaría tarde a clase. Hoy tenían letras y tampoco quería perdérselo.
Aprendían español. Ella era muy buena y se le daba bien. Ya sabía decir más de
cuarenta palabras. Monos. Esa era la palabra en español para sus amigos. Ra era
un mono. Aún no sabía decir simio pero mono era de las primeras palabras que
había aprendido. En su dialecto nativo no había una palabra igual. Eran muchas
palabras para definirles. Algo así como “el que se parece al humano pero en los
arboles”. Esa podría ser la traducción en cualquier otra lengua.
Triste, se dispuso a abandonar la
selva pero al agacharse para recoger dos flores que había arrancado para
regalo, notó algo raro en la parte más al este, detrás de ella. Miró atentamente.
Parecían rocas. Brillaban al sol aquel comienzo de mañana. Muchísimo. No había
visto otra cosa igual antes y las piedras no solean tener aquel resplandor. Se
acercó despacio. Que extraño. En aquella parte de la selva, nunca había visto
rocas como aquellas. Tenían bastantes insectos alrededor. Cuando estuvo a pocos
metros, el olor la obligó a taparse con el antebrazo la nariz, arrugó el
entrecejo esperando algo de aire limpio y despejado de aquel olor tan intenso.
Durante unos segundos eternos no
supo lo que estaba viendo. Quedó paralizada en mitad de la nada con los brazos
colgando a ambos lados de su frágil cuerpo. Horrorizada y tratando de buscar en
alguna parte de su mente la explicación para aquello. Dio un paso hacia ellos,
quería tocarles y consolarles, darles vida de nuevo, pero tuvo que alejarse
corriendo al escuchar pasos rápidos y desconocidos.
Más tarde, mucho más tarde y
después de horas de alternar mutismo y ataques de llanto, su mamá la tuvo que
explicar que algunos humanos no cazaban solo por hambre y para comer como
hacían ellos. Algunos humanos lo hacían por diversión y por crueldad. En su
idioma no existía la palabra crueldad así que dijo humanos malos sin
sentimientos. Nourinibi supo entonces que no era la primera vez que pasaba, y
que no sería la última.
Marta María Quintana Álvarez – España
Un mono llamado Noé
Me desperté con un presentimiento
vivo: el Gran Diluvio estaba cerca, ¿pero y Noé, dónde estaba? Acabé una barca
de otro tiempo, con esmero reuní un pareado de cada especie impura, y siete de
los de pura. Sin embargo, hubo una especie (el mono) que se negó a subir.
Huía como si quisiera salirse de su cuerpo, y me condujo largamente a una carpa en sombra. Él, un mono amaestrado para un circo de desinteresados torturadores. La forma con que su boca se mordía las palabras, no era nada con lo que su dolor de estómago hacía con las que se tragaba. Había quien se silenciaba inadecuadamente, y había quien se comparaba con superar su duro estremecimiento. Pero los niños, que entre el público ya eran adultos, no entendían por qué les mandaba un saludo tan especial con la mirada.
Ese
día, un niño quiso comprobar si en su corazón también latía ese ímpetu de
brillantez singular correspondida, y le puso la mano en el corazón. Con lo que
el mono fue respondiente poniéndosela en el del niño. Aquel acto de
sobrecogimiento insuperable vio su fin cuando al mono le rugió la tripa del
hambre y sonrió con unos dientes no en absoluto blancos, sino mellados. El
látigo del más tirano de los capataces no fue capaz de contener el lloro de un
mono que comulgó con un grito de impotencia democrática, pues el charco que
hicieron entre los dos se hizo extensivo cuando la multitud se enteró. Y ese
llover de un rumor no demasiado lejano, hizo crecer ese charco más y más, y
empezó a inundar el corazón del espectáculo, la calle, la ciudad, el mundo, a
razón de que se protegiera más a los animales. Un charco que Dios llamó El
Diluvio Universal, y que reunió todas las fuerzas para materializarse en firmas.
Así
fue como se acabó el maltrato del mono, y desde entonces el amo va de la correa
de ese mono llamado Noé.
Donís Albert Egea – España
El reencuentro
Charles y Evered eran dos
cachorros de homínidos. El primero, una cría humana. El segundo, de orangután.
Se conocieron en un laboratorio de pruebas farmacológicas. Allí el padre del
niño oficiaba de carcelero en jefe de un proyecto médico y el orangután, de
banco de pruebas. Ambos primates no tardaron demasiado en entablar amistad. En
las horas muertas entre prueba y prueba, solían jugar con una pelota de trapo
que se pasaban mutuamente a través de los barrotes. Y pasado un tiempo,
comenzaron a comunicarse a través del tacto. A veces era Evered quien estiraba
el brazo a través de los barrotes. Y otras, Charles. En ambos casos y luego del
tanteo de rigor, acababan chocando puños, saludo infantil que a base de
prácticas furtivas, el uno le había enseñado al otro.
-Ten cuidado y aléjate de allí
–le advertía a diario el padre-. Que esté encerrado y conviva con humanos no
significa que no sea salvaje.
Pero Charles no hacía mucho caso.
Sabía de sobra que Evered disponía del vigor suficiente para arrancarle el
brazo pero que jamás haría algo así. Por ese entonces, ya eran más que amigos.
Hermanos de un mismo centinela. Y sin embargo, toda sentencia llega a su
término y por fin, a los pocos meses de conocerse, el niño tuvo la oportunidad
de escapar de allí. Primero, a una escuela y luego, a un instituto, en donde
aprendió todo tipo de saberes de humanos, de esos que diferencian al Homo
sapiens de los demás homínidos: matemáticas, artes, literatura, ciencias y
también y principalmente, a olvidarse de todo lo que realmente importa.
Volvió un día convertido en un
hombre. Su anciano padre, seguía allí. Y también, Evered. Charles no lo
reconoció. Por el contrario, le daba la espalda a la jaula y hablaba amenamente
con su progenitor de los espectáculos de la capital, sus luces, sus coches, sus
balcones vacíos…
El orangután aguardó en silencio
a que ambos humanos se pusieran al día. Después de todo, una reunión padre-hijo
en cualquier especie, es algo que distraería y abstraería a cualquiera del
resto del entorno. Recién a los diez minutos y con algo de timidez, Evered
comenzó a golpear suavemente los barrotes para llamarle la atención. Luego dio
unos saltos prodigiosos, de esos que daba siempre para atrapar la pelota con la
que jugaban en el aire y a falta de una esfera real, estiró los brazos como si
arrojara realmente un objeto hacia Charles. El muchacho ni se inmutó. O no lo
reconocía. O peor aún, ya no era un crío que se divertía jugando con primates
menos evolucionados. Ambas posibilidades le hacían cosquillas en el pecho al
pobre de Evered. Mejor dicho, alimentaban una llama que tenía dormida desde
hace mucho.
-Cuidado –volvió a repetir el
padre advertencias del pasado a Charles-. Te has sentado demasiado cerca de la
jaula del orangután. No querrás que te arranque un brazo.
El muchacho se encogió de
hombros.
-¿Y por qué iba a hacerme e…?
Y no dijo más. Efectivamente, el
gentil homínido acababa de hacer cierta la profecía paterna y atenazaba uno de
los brazos de Charles con el suyo. Luego tiró con suavidad hasta colocar a su
hermano frente a él, resoplando con cierto aire de enojo e impaciencia. Desde
los labios de Charles se escurrió una especie de alarido de terror. Pese a
todo, pese a encontrarse cara a cara, seguía sin reconocerlo. Evered, por
supuesto, no podía hablar. No era un ser humano. Y tampoco había aprendido
nunca lenguaje de signos como algunos de sus primos más afortunados. No
obstante, disponía todavía de una bala comunicativa en la recámara. Casi diez
años después y a pesar del encierro, atesoraba todavía en su memoria sus recuerdos
más felices. Luego, chocó su puño libre contra el que todavía sostenía del
jovencito.
-¡EVERED! ¿¡Eres tú!? Yo… lo
siento mucho –dejó caer infinitas lágrimas-. Ya sabes cómo somos los humanos…
cuánto más evolucionados nos creemos, con más torpeza nos comportamos.
Felipe Tenenbaum – Argentina
Jaque mate por un día
Este cuento comienza con la bella orang
hután, que en un proyecto de desconservación de simios, había perdido su
identidad, en una red siniestra de tráfico de duendes, descendientes de una
fuerte estirpe que supo de longevas selvas. Había quedado sola en su selva de
ladrillos, en el zoológico empresarial Ecolindozoofeliz, de la ciudad de Santa
Marina de las Incoherencias. Ya no estaba con Rama, un joven apuesto con el que
había llegado desde el continente de monarcas caza elefantes y que un día, de
buenas a primeras, desapareció de la rainforestsinforest. Ya no sabía nada de
la flaca Maguita, que había llegado para un romance con Rama. Y sí que lo tuvo,
pero la que terminó preñada y pariendo a Chino fue ella, con quien aprendió a
ser madreselva, pero que un día, se lo arrebataron. Lo esperó meses hasta que
comprendió que se había ido con los desaparecidos. La Mona, así la llamaban,
estaba sola y lejos de su noble selva y sus conocidos orang hután.
Los días eran similares en
Ecolindozoofeliz: a las 6 PM, adentro! A dormir en el cuartito apretado. A las
9 AM, comenzaría su rutina de exhibición y tendría que soportar estoicamente a
todo tipo de sapiens gesticulando y gritándole tonterías; a ella le gustaba
taparse y arruinarles la juerga, pero no le daban nada para cubrirse. A veces,
el viento traía un cartón, otras veces una bolsa, pero casi siempre se
conformaba tapándose el rostro con sus manotas. La rutina también era lidiar
con los kapos que lucían orgullosos sus chaquetas amarillas con
Ecolindozoofeliz grabado detrás, así se pavoneaban entre las visitas. Como en
una partida de ajedrez, tal vez, moviendo el peón adecuado, podría al menos
hacerles un jaque, momentáneo, pero jaque al fin. Y si ese momento llegaba,
tenía el día ganado y todo se justificaría… o casi todo.
Un día estival, si bien temprano era, el
sol ya calentaba demasiado la losa donde solía echarse afuera, a esperar que
algo pase. Pero adentro no volvería, ni mareada ni distraída. Después de 10
horas en el cuartito, necesitaba aire, no importaba cuan caliente, pero aire al
fin. Se pudo acomodar en una franja de sombra a la vera del foso, proyectada
por el tronco de un viejo árbol, que estando fuera del recinto externo, había
visto el rostro desencajado del abandono sistemático. Si bien sus ojos cansinos
miraban la nada, tenía a su alcance todo el paisaje del foso, al fondo del cual
había un desagüe. De repente, algo se movió por debajo de la hojarasca, pero
intentó rechazar la curiosidad para no decepcionarse. Las alucinaciones claro
que existen; pero luego de dudar, algo sí seguía moviéndose trabajosamente por
debajo de las hojas. También sus tímpanos percibieron un tenue sonido. En fin,
con tantas horas por delante de un día nada alentador, como casi todos durante
su monótona década, decidió investigar. Bajó por el abrupto plano inclinado del
foso, tomándose el tiempo para no rodar y terminar desnucada, como le había
pasado a la chimpancé en el foso vecino. Al llegar al fondo, husmeó el desagüe
y la sorpresa fue tal que dio un paso atrás. -Mi Chino! exclamó. Decidida,
estiró la mano atravesando la hojarasca y tomó una mezcla de hojas y pelos con
cuatro patitas. Una mezcla de corriente termogélida le recorrió la obesidad
visceral. Quedó suspendida en el tiempo, ¿Rama? ¿Maguita? ¿Chino? ¿Por qué
desaparecieron? Del trance la sacó el percibir unas garritas que se hundían en
su cuero. Sonrió por dentro: -¿Y tú qué haces acá?, gatito lindo!, ven conmigo
….- Qué movedizo eres peludito!. Los años de encierro le había hecho duro el
pellejo y obeso su pecho, como para enternecerse demasiado con un gatito que
sabía se lo iban a sacar de todas formas: a fuerza bruta, ganaban los kapos.
Pero lo aprovechó al menos por un momento, que sabía estaba cronometrado por la
institucionalidad.
Alguien alerto del asunto. - No puede
ser!, exclamó uno de los kapos, -Qué horror! balbuceó el otro; -Se lo tenemos
que sacar antes que se enteren, cantaron al unísono. La Mona sopesando la situación,
abrazó contra su pecho al felinito susurrándole: - Fue un gusto pequeñito, que
tengas suerte. Poniéndoselo en el lomo, se aproximó a donde estaban los kapos
rogándoles que les entregara el botín. Se dijo riéndose por dentro: -Qué linda
situación!, los sapiens arrodillados!. Uno de los kapos intentó hacer un primer
trueque con una hoja de acelga, muy poco. El otro le ofreció sandía, tampoco.
Uno de ellos tomó una porción de torta de frambuesa de su propia vianda. -Eso
sí! –exclamo la Mona. Comprendió que el peón estaba por hacer jaque. Cuando
acercó al gatito y se disponía a tomar la torta, uno de los kapos se lo
arrebató cerrando la puerta sin el pautado intercambio. –Carajo! así no”!
traicioneros!, exclamó la Mona. Y con un puñetazo en la puerta descargó su ira,
pero ésta había quedado solo entornada y la sorpresa fue compartida por ella
que se quedo tiesa cuando vio que se abría y la de los kapos, que humedeciendo
los pantalones, dejaron escapar al gatito, que eléctricamente optó por volver
con la Mona. - Peludito, gracias, por darme una nueva oportunidad, ahora la
partida continúa con estos pelotudos. - El peón lo pensará mejor (…).
Un nuevo día traía una marea de niños que
corrían gritando, comiendo y escupiendo. Al pasar frente a la selva árida
inmune al cambio climático, un newboy, medio rezagado, exclamó: Mamá! hay algo
grande que se mueve debajo de esas chaquetas amarillas, ¿qué será? - No sé
hijo, anda y alcanza a tus primos que le están tirando galletitas a la
gorilamaguila.
Alguien me susurró que la Mona se la llevó
el viento, a la selva borneana de Biruté ya sin aburrimiento y es así que el
cuento termina esperando que cumpla su finalidad, porque muchos grandes simios
aún privados de libertad, intentan en soledad un definitivo jaque mate a su
dolorosa realidad.
Aldo Mario Giudice – Argentina
El gorila
Era un día de domingo, tenía diez
años e iba emocionada agarrada de la mano de mis padres. Aquella era una de las
decenas de visitas al zoológico que llevaba en mi cuenta. Me encantaba observar
a todos aquellos animales salvajes y extravagantes, nunca antes vistos por mis
ojos, a través de enormes y pequeñas jaulas. La nueva atracción del zoo era un
imperdible: el recién llegado gorila traído desde muy muy lejos. La fila para
observarle era infinita, todos se impacientaban por ver a la impactante bestia.
Mis padres me abrieron un
huequito para que avanzara entre la multitud y pudiese alcanzar el frente, pero
cuando por fin estuve cerca y levanté la vista me invadió la sensación de estar
dentro de una película de terror. Jamás me había sentido a un paso del peligro,
esa fue la percepción que recibí en ese momento al ver al simio inmóvil y
pegado al cristal. En ese momento no se me ocurrió que él fuese incapaz de
atravesar la frontera que nos separaba, tan imponente era su gesto y su cuerpo
que no dude en salir echando chispas.
Así que corrí despavorido sin
dirección y terminé saliendo por el sitio equivocado, ahí no estaban mis
padres, así que lloré a grito pelado, y aunque me desgañité el bullicio de la
multitud silenciaba mis alaridos. Entonces una familia se me acercó tratando de
calmarme, la madre me tomó del brazo y me condujo hacia un vigilante que me
llevó hacia la caseta donde se encontraba la cabina de sonido, ahogado por el
llanto no podía pronunciar palabra, mucho menos mi nombre, por lo que describieron
mi vestuario a fin de que mis padres se presentaran. 2
A la hora de encender el sonido en la cabina de vigilancia se escucharon mis berridos y de inmediato supieron se trataba de mí. Mis padres desesperados preguntaban por dónde llegar a la cabina y al saberlo corrieron a encontrarse conmigo. Cuando llegaron sentí un gran alivio y respirando profundo les dije: “jamás me vuelvan a soltar la mano”.
El pobre gorila estaba espantado
de escuchar tanto bullicio y observar tanta gente aglomerada frente a su
escaparate. Todo esto le tenía azorado y les aseguro él estaba más espantado de
lo que pude yo estar en aquel momento, tanto sufrimiento le había provocado
jaqueca, con desesperación agarraba su cabeza. El gorila miraba desesperado a
su alrededor con deseos de esconderse, pero era en vano, su jaula escaparate
estaba diseñada para no poder escapar de la mirada de nadie, era la atracción
principal del zoológico en ese momento y él era un inocente preso incapaz de
entender lo que les divertía tanto.
Ahora que soy adulto recuerdo
aquella escena con sufrimiento porque pienso en el dolor que experimentaba
aquel pobre animal e imagino lo que sentiría mientras los humanos disfrutaban
sin conciencia de su desgraciado encierro. Hoy me da gusto que las personas estén
empezando a tomar conciencia de que los animales sufren al igual que nosotros.
Se enferman, se espantan, se estresan y sienten miedo y dolor, se cansan y
descansan, padecen hambre, calor y frío. ¿Por qué entonces menospreciamos su
sentir?, de pequeños quizá cuesta más interpretar un gesto, ser empáticos es
algo que casi siempre aprendemos del ejemplo en casa, algunas veces nos viene
de forma innata, pero hay que educar la sensibilidad también para llegar a
entender lo que otro ser diferente a nosotros puede experimentar. Yo antes
también disfrutaba de ir a aquellos espectáculos circenses y gozaba con la
infinidad de suertes que eran obligados a realizar contra su voluntad. 3
Defendamos su derecho a no ser explotados y sometidos a castigos para aprendizajes no naturales para ellos, solo con el fin de atraer al público a circos y acuarios.
Ahora se sabe que algunos
animales rescatados se han logrado instalar en zoológicos y zafarís. Otros
animales con suerte han sido reubicados en refugios para que tranquilos y sin
sufrimiento vivan hasta el final de sus días, pero no es el caso de cientos y
miles de seres que aún viven en condiciones terribles en los zoos y acuarios de
todo el mundo. Desgraciadamente a muchos de esos animales sería imposible
liberarlos porque fueron mutilados de su dentadura, cuernos, o garras para que
los humanos corrieran un menor riesgo durante su manipulación.
Los animales en este estado no
logran sobrevivir en sus ambientes naturales, no saben ni podrían cazar para
alimentarse, no lograrían defenderse de un enemigo al carecer de lo que la
naturaleza les proporcionó para ello. Ojalá y pronto se terminen los abusos
humanos contra todos los otros seres vivos y se cierre cada uno de los centros
de entretenimiento con animales, por humanidad y por respeto a la vida en todas
sus maneras.
En el mundo hay lugar para todos.
No hay rey de la selva, porque hasta el rey de la selva tiene un límite.
Respetando a la naturaleza y a todos los seres que la componen se terminarían
los problemas y todos viviríamos más tranquilos.
María Teresa Arrioja Guerrero – México
El rey Sambomba
En esas vacaciones Mario decidió ir con su
familia a los parques naturales del Amazonas. Ese año no querían paraísos de
cemento, ni playas, ni lugares históricos. Decidieron un destino más original
para encontrarse consigo mismos, con su esencia. El paquete que les ofreció la
empresa de turismo era prometedor: avistamientos de diversos animales salvajes
en su hábitat natural, asistencia a ritos milenarios de la tribu local,
fenómenos de la selva y paisajes vírgenes que prometían un viaje en el tiempo a
un mundo exótico.
La estadía en el Parque Nacional
Natural Amacayacu, permitió cumplir uno de los deseos más fervientes de su
esposa: —una creyente en la religión budista y profesora de yoga— conocer la
flor de loto. Y, el de su hija adolescente: —una activista ambiental —observar
el delfín rosado. Mario era feliz de verlas felices, a pesar de que él no
creyera en sus ideologías. Nunca las había visto tan realizadas, el
cumplimiento de los sueños parecía que conectara sus más profundos y nobles
instintos
Al día siguiente el tour programó
la visita prometida que incluía la asistencia a la presentación del chamán en
una ceremonia de los tikunas, la tribu indígena del lugar. Y, a la vez, una
forma de mostrar respeto por las tradiciones milenarias. El chamán celebró su
rito y con palabras ininteligibles roció sobre ellos un agua extraña. Al final,
enunció como una profecía que decía: “Profanación trono homosapien iluminado y
salvador”. Ni siquiera él entendió a qué se refería con lo dicho. Después
siguió con unos cánticos en lengua tikuna que le respondían en coro algunos de
los indígenas que estaban alrededor de la gran fogata. Mario siempre se había
caracterizado por ser frío y lógico; desafiante de la superstición y de la
religión. Era irreverente y a veces hasta torpe. Solamente creía en el destino.
Por lo tanto, le pareció un
espectáculo muy divertido y hasta hizo mofas con lo visto esa noche.
Les faltaba entrar a la reserva
natural de los primates que fue programada para el último día del viaje.
Recorrerían una gran extensión de selva casi virgen en donde debían acatar
ciertas reglas, aunque parecieran supersticiosas. Entre las normas les
ordenaban no sentarse en el trono de piedra del gorila Sambomba, un antepasado
de los simios, del cual la leyenda decía que volvería para salvar a los
antropoides. En el recorrido avistaron monos, micos, orangutanes y toda clase
primates, fue una maravilla ver los comportamientos de estos animales, un
espejo de nuestras acciones.
Mario se recreó con los primates
y hasta llegó a parecerse uno de ellos y omitió las recomendaciones del guía.
En un descuido se tomó fotografías en el trono del gorila y se filmó con una
corona de hojas de palma. Lo que para otros era una profanación, para Mario era
un momento entretenido, quizá lo mejor del viaje. La gente lo miraba con asombro,
notaban como una posesión extraña en él. Su familia angustiada trató de
persuadirlo, pero fue imposible, había conectado tan bien con los animales que
la entronización parecía real.
Ya en el hotel, agotados de la
faena se durmieron pronto y al otro día la esposa de Mario se halló acostada
junto a un gran gorila. Ante tal situación, la escaramuza fue estridente y los
reclamos a la seguridad del hotel fueron coléricos. Y, como el esposo no
estaba, se asumió que había salido a caminar, pero pasado mucho tiempo de
ausencia, examinadas las cámaras y al notar que el gorila no se iba de los
alrededores, imaginaron lo peor. Confirmaron la metamorfosis de Mario en simio
por una cicatriz en la planta del pie del primate en cuestión. La locura de su
familia fue aparatosa. Ahora, Mario era un gorila negro, musculoso y de dos
metros de altura, pero tranquilo y pensativo.
Después del paso de las horas, en
calma, recordaron al chamán. Debían ir a buscarlo. Después de que el brujo
salió del trance les dijo que tenían hasta la medianoche del siguiente día. La
solución era encontrar la flor de loto gris y ofrecerla en sahumerio delante
del trono profanado. Si no cumplían con el sacrificio, Mario quedaría para
siempre como la reencarnación del gran rey Sambomba. Ante la seriedad del
veredicto, madre e hija asumieron el reto de pagar la ofrenda y deshacerse de
la maldición de su amado esposo y padre en el tiempo requerido.
Al otro día, madrugaron los tres
con el propósito de encontrar la flor. Por la tarde llegaron a los pantanos, su
búsqueda fue implacable pero infructuosa. Al fin, cuando el sol se ocultaba
atisbaron marchitándose la única flor gris en medio del basto humedal.
Volvieron deprisa y llegaron al trono cuando el tiempo ya había declinado.
Intentaron presentar la ofrenda, pero entendieron entonces que la profecía se
había cumplido y el destino los había traído hasta ahí.
Hebert Alberto Betancourt Rodríguez – Colombia
Disfruta tu lugar
Oranguita, peinaba suavemente los
pelajes rojizos de Pon orangután, ponía higos deliciosos en su boca, abundantes
en el bosque tropical del norte de Borneo. En las noches, construía un nido con
hojas tiernas recolectadas durante el día para él, como muestra de su gran
amor.
_ Mi Oranguita, no comprendes que quiero estar en un lugar donde vivir distinto, probar mis fuerzas haciendo algo más útil; aquí siempre es igual tumba frutas y come frutas. ¡Estoy harto de esto! Oranguita acariciaba su cabeza, revolviéndole el copioso pelo con masajes, mostrándole cariño y consideración.
Toti y Guille, dos monitos
macacos muy traviesos, escuchaban la conversación.
Pon orangután, daba largos viajes
zangoloteando, saltando de árbol en árbol. A veces, hacía sus caminatas a
través del suelo reconociendo nuevos lugares. Entonces, llegaba agotado, con
sus dedos pulgares hinchados por el esfuerzo de apoyar su gran peso. Oranguita,
ponía fomentos de hierbas vivas en sus manos y pies, reconociendo que él estaba
empecinado, que día a día haría lo mismo por su gran descontento queriendo
abandonar su lugar, cambiar de vida, conocer otros mundos, pero al final
reconocería su error.
Llegó el día por fin, en que Pon
orangután salió al amanecer. Iba de rama en rama por todos los árboles,
descansaba y volvía a emprender su marcha. Pasaron muchos días y noches sin
detener su impulso, hasta perder el camino de regreso, sin saber que los
macacos Toti y Guille con sus travesuras, habían cambiado la flecha de
señalización de su bosque. Pon con sus manos y pies cansados y agrietados,
logró llegar a un escarpado. Se sentía asustado, ya que era un terreno
pedregoso, seco, con árboles dispersos. De pronto, de entre los peñascos, a
poca distancia, vio moverse un cuello excesivamente largo y no pudo evitar un
chillido, cuando distinguió el cuerpo entero de una jirafa. Aunque sabía que
existían, nunca había visto una tan de cerca, y quedó asombrado. Después de
pasado su asombro, se puso a observarla bien escondido detrás de una cresta. Le
gustaba el contraste en la piel de la jirafa de color amarillo con manchas y
pelos de color oscuro.
_ ¡Jum! ya me habían contado, que las jirafas
eran muy elegantes e inteligentes; hasta su piel le ayuda con su camuflaje
perfecto para protegerse de los leones, ocultándose entre las enramadas. Si me
le acerco quizás me enseñe a vivir una mejor vida.
A la jirafa Tecla, altiva, de
gestos suaves, le daba gusto ir hacia un salto de agua, alejada de la madre
selva donde habitaba la familia de los simios. Subía con facilidad la cresta en
busca del salto, donde recibía el frescor del agua, y sacudía su cuerpo con un
manojo de hierbas olorosas. Pon Orangután se le acercó, pretencioso, para
hacerse atractivo ante la jirafa.
_ ¡Hola, jirafilla, hace días te observo!
_ Sé que hace un tiempo me observas, tengo
excelente sentido del oído y del olfato y una vista muy desarrollada, además,
soy lo suficientemente inteligente para darme cuenta de todo. Por lo tanto, soy
yo la que te observo, tontuelo. _le contestó sin mirarlo.
_ ¿Sabes? He perdido la selva buscando una
mejor vida y, como veo que estás tan rebosante de salud y belleza, creo puedas
ayudarme.
La jirafa Tecla lejos de sentirse halagada,
giró su gran cuerpo, creyéndose muy por encima de Pon.
_ Oye simio, tengo un salto de
aguas para mí sola y para algún que otro animalejo errante; además, vivo sola
puesto que me gusta hacerlo y no necesito de nadie. _le dijo con desdén.
Pon Orangután, ante tal
petulancia, no pudo menos que ir hacia su escondrijo sin chistar. Pasó varios
días con hambre y todo su cuerpo adolorido. _ ¡Uf, no puedo dejarme vencer!
¡Tengo que encontrar lo que busco!
De nuevo fue hacia el salto de
agua y, cerca de ella, emitió un fuerte sonido gutural. Tecla inclinó la cabeza
hacia atrás demostrando enfado.
_ ¡Oh! ¡Pero qué maneras tan
bruscas de aparecer! ¿Dónde has estado que te ves tan depauperado?
_ ¡Jirafilla! _ dijo triste_ Ya sabes que te
vengo observando desde hace tiempo y quiero que compartas conmigo tu felicidad.
_ No digas bobadas Orangután.
_contestó Tecla_ ¿Es que no te has visto? Eres horrible con ese pelambre sucio y
descolorido. Escucha bien: ¡Aléjate de mí, que no quiero a nadie cerca, y menos
a un animal tan infeliz! _le dijo la jirafa con desprecio.
_ ¡Uf! ¡Cómo extraño a mi Oranguita! ¡Sin ella estoy perdido, perdido!
Pon Orangután regresó a su
escondite con los ojos tristes y humedecidos. De pronto, una luz salvadora en
sus pensamientos le hizo estremecer.
_ ¡La Garza Real Encantada!
¡Sííí! Pensaré mucho en ella para atraerla en mi auxilio. ¡Es mi única
esperanza! ¡Ufff!
Mientras se dormía, una voz suave le despertó.
_ Oh! ¡Que bueno que llegas,
buena amiga! Dime, por favor, ¿qué será de mí?
_ ¡Vamos, amigo, he venido a
ayudarte! Siempre ocurre así, la
felicidad se tiene y no se ve. Volverás a tu territorio. ¡Vamos, te indicaré el
camino!
La Garza Real Encantada, guió a Pon Orangután
hasta encontrar su bosque perdido. Luego revoloteó satisfecha y, se alejó en el
azul más brillante del cielo.
Solo de encontrarse ahí en su
tierra, Pon recibió un gran regocijo. Con su mano tomó unas hojas frescas del
primer gajo de un árbol cercano. Ya recuperado, ansiaba llegar a su grupo. Al
reencuentro con Oranguita quien desconsolada esperaba su retorno.
Los largos brazos de los dos se
entrelazaron como para no separarse jamás. Toti y Guille los pequeños macacos
traviesos, les brindaron sendos cocos de agua dulce, para agasajar a sus
vecinos. Pon Orangután orgulloso, buscaba los mejores higos para Oranguita.
Estaba en estos días muy ocupado y
feliz, recolectando en los copos de los árboles las hojas más tiernas para que
ella, descansara en el mejor de los nidos del bosque tropical de Borneos.
Mirando la luna, peinaba suavemente el pelambre rojizo y oloroso de Oranguita,
su amada compañera.
Natividad Martínez Cabrera – España
Simón el redimido
Simón aun no tenía la habilidad
para caminar sin la ayuda de su madre, cuando esa mañana, se presentó el
domador del circo con la indumentaria característica y aperos de trabajo con la
firme disposición de reubicar a su padre, Salomón el grandulón, a la jaula
acomodada para llevarlo al centro de la carpa. Era un simio colosal de más de
En cierta ocasión, uno de los viajes a la ciudad capital, marcó el destino de la compañía circense. Una abrupta interrupción en la trayectoria del ferrocarril Amistad, fue la punta del iceberg que rasgó los cimientos de un sombrío negocio. El Capitán del ejército, Martínez Laguna, acababa de ser notificado con extrema urgencia sobre un comunicado aprobado por el Congreso del país y que debía cumplirse inmediatamente, el cual describía en forma resumida lo siguiente:
A los fines consiguientes, se
agradece a las autoridades competentes, brindar el apoyo logístico y operativo
necesario a la Organización sin fines de lucro, denominada PSG, con sus siglas
en español, en referencia a la Great Ape Proyect, dedicada a la Defensa de los
Derechos de los Antropoides en situación de cautiverio y/o sometidos al
maltrato físico y/o psicológico…
Al darse por enterado y en plena facultad en el ejercicio de sus funciones, dicho funcionario, esperó pacientemente en la estación más próxima al puesto de comando de su jurisdicción, para realizar el alto obligatorio de la ruta del tren que trasladaba a la empresa Hermanos López – Gandía, siguiendo el protocolo de la Ley con valor y rango Constitucional, según el artículo 1, numeral 1.
El oficial Martínez Laguna de profundas creencias cristianas, realizó el procedimiento de rigor con absoluta serenidad, por lo que expresó:
Hace más de 2000 años, un hombre
extraordinario llamado Jesús de Nazaret, redimió al mundo de la esclavitud del
pecado. Hoy, en el debido cumplimiento de mis labores, les informo que el
Comando Estratégico Militar de la jurisdicción bajo mi responsabilidad y en
nombre del Gobierno Nacional, tomaremos el control de las propiedades hasta
hoy, de la empresa circense denominada Hermanos López – Gandía & CIA,
resguardando para ello, a todas las
especies de animales en cautiverio, las cuales serán restituidas en su debido
momento y bajo estrictas medidas de bioseguridad a sus hábitats de origen con
la supervisión del personal experto y las personas designadas para tal fin…
Seguidamente, agregó:
Hoy, es un hermoso día por lograrse
bajo la justicia divina, la liberación de nuestro prójimo más cercano: los
simios.
Dos años después del suceso, Martínez Laguna relataba la presente historia en una exposición organizada por la PSG con el objetivo de describir los alcances de la recién aprobada Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Grandes Simios en España, la cual se realiza a fines de Octubre de cada año.
Y en donde finalizó su narración, comentando:
“Hoy en día, puedo decirles que Simón
es un simio feliz con su familia”.
Jesús Enrique Rivero Castro – Venezuela
Mi espalda plateada
Mientras el “skinner” anunciaba
el amanecer, yo me desperezaba en mi tienda de campaña, el crujir de viejo
cazador de mis huesos vino a recordarme cuando años atrás no me costaba tanto
empezar la jornada. Tras un frugal desayuno se levantó el campamento y la
columna inició su marcha, hacía varios días que nos habíamos internado en la
selva en medio de una espesura impenetrable que hizo que mis piernas curtidas
en mil senderos empezasen a quejarse, pero lo peor era el calor, el espantoso
calor y esos malditos mosquitos que jamás dejaban de molestar, a la cabeza el
guía avanzaba abriendo paso al resto con la ayuda de su machete, detrás los
porteadores habían dejado de entonar sus cánticos para no delatar nuestra
posición, yo era el único cazador europeo de la expedición, junto a mi caminaba
Nobu, el guarda forestal del parque nacional como garante de que las
condiciones de la captura del único permiso concedido por el gobierno en los
últimos años sé respetaba al pie de la letra. Pero mi máxima preocupación era
que, tras varios días, todavía no habíamos conseguido ver ningún ejemplar.
Después de algunas horas de marcha, el día hizo una señal conocida por todos,
nos detuvimos agachados en medio del sendero y de la espesura, el tiempo
pareció congelarse durante unos intensos segundos en los que los sentidos se
agudizaron, de repente algo se movió por el lado derecho, algo grande que se
desplazaba entre el follaje paralelo a la expedición, dada la frondosidad de
este, era imposible saber de qué se trataba, un rumor se extendió entre los
porteadores qué temerosos comenzaron a agruparse, de nuevo algo volvió a
moverse entre la vegetación, esta vez más rápido y en dirección a nosotros, en
un instante la pared verde pareció echarseme encima, de lo más profundo
apareció un animal de blancos colmillos y emitiendo un terrible rugido que
provocó la huida del grupo abandonando todo el material, agarré mi rifle, a mi
edad la huida ya no era una opción, también sabía que solo tendría una
oportunidad así que apunté y disparé, el dardo tranquilizante ultrarrápido dió
en el blanco pero el animal prosiguió su carrera, la cantidad del somnífero
estaba pensada para actuar casi inmediatamente, sin embargo, aquel animal se
acercaba a toda velocidad, cerca, cada vez más cerca, hasta que apenas a unos
pasos dejo de gruñir y se desplomó frente a mí, fue en ese momento cuando noté
que mis músculos se relajaban y pensé, “maldita sea soy demasiado viejo ya para este trabajo”, a mis pies se
encontraba un magnífico ejemplar de gorila, un macho de espalda plateada que me
recordó el color de mi pelo y que era justo lo que habíamos venido a buscar, a
ver si estos cobardes vuelven antes de que el somnífero empiece a perder su
efecto, me dije mientras me sentaba a prepararme una pipa.
Hacía un buen rato que las estrellas habían
conquistado el cielo africano, en torno a las hogueras los porteadores coreaban
cánticos tribales entre palmas y risas, a un lado del campamento, casi donde no
alcanzaba la luz, se encontraba una jaula donde un gran simio aguardaba para
emprender un viaje sin retorno a tierras lejanas, al pie de una de las tiendas
dos hombres charlábamos fumando en pipa después de la cena, “ha sido un buen
disparo el de hoy, comentó nobu, el encargado de vigilar la legalidad del
Safari, sí, y eso que mis ojos ya no son lo que eran,” contesté como autor del
disparo, dime nobu , crees que los animales tienen alma, pregunté mirando hacia
la jaula donde se encontraba mi más reciente captura, tras unos segundos de
silencio recibí una respuesta sorprendente, mire señor, yo no soy más que un
funcionario gubernamental encargado de vigilar la biodiversidad de este parque,
pero creo que ellos son el mismísimo alma de este lugar, sin los animales esta
tierra carece de sentido, cada vez que un ejemplar sale del país o es vilmente cazado
por los furtivos, una parte del alma de este sitio se pierde para siempre, me
quedé perplejo, nunca lo había visto desde ese punto de vista, después de toda
una vida de capturar animales para los zoológicos de medio mundo las palabras
que acababa de escuchar me habían llegado a lo más profundo.
Al rato nobu se retiro a
descansar y yo, antes de hacerlo también, me acerqué a la jaula a observar una
vez más aquel magnífico ejemplar que había capturado, frente a los barrotes ,
en penumbra, se intuía más que verse, la silueta de un gran animal, de pronto
alcancé a ver una cara que me miraba fijamente, con semblante tranquilo, sin un
atisbo de rencor o de miedo, lo que le hacía casi humano, pero con un toque de
tristeza resignada que parecía preguntar por qué, fue entonces cuando, a
recordar las palabras de nobu, algo hizo clic en mi interior, y una idea loca
se cruzó por mi cabeza, por qué no, después de tantos años de enjaular animales
se me presentaba una oportunidad de reparación, con la mirada recorrí el
campamento, todo se habían ido a dormir y era el momento perfecto, así que sin
dudarlo abrí el cerrojo de la jaula y me aparté muy despacio, el simio abrió la
puerta y salió a gran velocidad, ni en mis mejores capturas había experimentado
una sensación igual, el corazón me latía muy rápidamente, mientras, el gorila
se detuvo un instante, me miró, y después desapareció en la oscuridad de la
jungla para siempre.
Sabedor de que acababa de perder
mi último sueldo en África, pensé que tal vez era el momento devolver a casa y
disfrutar de una cómoda jubilación librándome, por fin, de el horrible calor y
de esos malditos mosquitos.
Francisco Pisonero – España
Como el bosque
Cogió aire y... respiró profundamente! Al
Berni le gustaba el olor que hacían los bosques y aún más, cuando era otoño. El
aire era húmedo y las hojas, mojadas por la llovizna, empezaban a fabricar una
alfombra de colores por donde pasaba. Rojos, amarillos, marrones, naranjas...
Siempre había pensado que tenía
una gran suerte de vivir cerca de un robledal. Cada día, volviendo de la
escuela, le gustaba ir a pasear entre aquellos robles altos. Imaginarse ser un
bandolero y hacer cabañas, leer tumbado en una sombra e, incluso, tumbarse y
mirar la copa de los árboles desde el suelo.
Se lo conocía muy bien aquel
bosque. Sabía decir el nombre de las plantas que crecían y, también, adivinar
si algún animal había pasado por allí antes que él.
Pero Berni guardaba un pequeño
secreto. Tenía un rinconcito preferido dentro de aquel gran ecosistema.
Su roble.
Un roble que tenía una copa muy
grande en la que le gustaba trepar y sentarse para poder mirar el bosque desde
otra perspectiva. Cuando estaba arriba de su roble, le parecía como si las
ramas del abrazaran, estaba muy a gusto. Se sentía grande como si formara parte
del magnífico paisaje que lo rodeaba y, a la vez, pequeño como una hoja
protegido por la grandeza del roble.
Aquel día, sin embargo, Berni
había llegado preocupado de la escuela. Una sensación extraña se le había
acomodado en el pecho desde buena mañana.
Durante el recreo había ido
observando a los niños y niñas de su clase y tenía la sensación de que todos
sus compañeros y compañeras mostraban alguna habilidad, algo que les hacía ser
únicos.
Ramón, bailaba como una peonza, Marta
le encantaba escribir, Núria le salían los números por las orejas de tanto
resolver problemas... ¿Y él? Tenía la impresión de que no encontraba ningún
aspecto que le hiciera ser único.
Le gustaba hacer muchas cosas,
era un torbellino (como dirían los grandes), pero no había nada que le resonara
tanto como para sentirse especial. Y, esto, la entristecía. ¡Él también quería
encontrar su pasión!
Llegó a casa y sólo tenía ganas
de subir a la copa de su roble y mirar el bosque. Un bosque que, ese día, parecía
inmóvil. Pensaba que era exactamente, un reflejo de cómo se sentía él,
bloqueado. Sin embargo, el movimiento de las hojas mecidas por la brisa fría
que avisaba la llegada del invierno lo hacía sentir mejor. Como si le
estuvieran llevando un mensaje de calma.
Aquella pregunta le retumbaba en
la cabeza. "¿Qué era lo que le salía bien, a él?".
¡Por más que lo pensaba, más se
impacientaba en saberlo! La impotencia le hacía estar gato. Las emociones, ya
lo dicen, ¡a veces se mezclan unas con otras!
Una tarde tras otra, Berni
trepaba las ramas de su roble, cada vez más pelado por la llegada del frío.
Unas ramas vacías y grises, como él, que por entonces lo veía todo sin color,
gris. Todo parecía estar helado, parado.
Había intentado preguntar a sus papás
para que le ayudaran.
Su mamá le decía que, si tenía
paciencia y se daba tiempo, lo podría llegar a descubrir él mismo.
Su papá le aconsejaba
explicándole que todos los sentimientos tenían su proceso y que, había que
saberlos escuchar para entenderlos bien y encontrar el sentido a todo.
Pero Berni no hacía más que
preguntarse el mismo. "¿Qué debería ser lo que le hacía ser único?"
Los paseos fueron acompañadas de
cambios en la página del calendario y el Berni no había manera de que
descubriera su pasión.
Él continuaba trepando a su roble
cada tarde para ver el bosque que tanto le encandilaba.
Veía como la primavera ponía fin
en invierno y daba paso a la llegada de algunos insectos que, como él, hacían
equilibrios para acomodarse entre las cuatro ramas del roble.
Pequeños cambios en el paisaje
que hacían que todo tuviera en una conexión mágica. Un pájaro empezaba a
sobrevolar las ramitas, algún rayo de sol se abría camino para calentar el
suelo cada vez más verde...
Berni pensaba que el bosque era
muy especial. Sabía que, sólo aquellos que tenían paciencia y ganas de
observarlo con detenimiento, podían captar los detalles que demostraban que el
bosque estaba vivo.
Alguien podía pensar que el
paisaje era siempre igual. Pero él había descubierto la ternura de los pequeños
cambios y había aprendido a entenderlos.
Quizás... ¡quizás eso era lo que
lo hacía singular!
¡Podía entender los bosques!
¡Saber descubrir, en ellos, la armonía de la naturaleza y la conexión entre sus
elementos!
Lo había encontrado, ¡por
supuesto!
Berni se levantó de golpe,
mirando a su alrededor. Aquel paisaje que, cada atardecer le acompañaba, ¡hoy
parecía más vivo que nunca!
Las hojas empezaban a nacer de
las ramas más altas, el sol lo iluminaba todo, alguna mariposa ya dejaba ver
sus colores llamativos…
Y, allí, tumbado entre las ramas,
pensaba en cómo se parecía, él, a aquel bosque.
Todo fluía a su alrededor y
pensaba en el bosque que un día pareció estar seco y frío, ahora había vuelto a
construir un paisaje lleno de colores.
Tal y como él le había pasado.
El roble, un árbol de hoja
caduca. Como las emociones, también caducas.
No duran para siempre y lo que un
día puede parecer enquistarse, acaba entrelazando con los pequeños cambios que
van apareciendo en nuestro interior. Imperceptibles a simple vista pero que nos
van haciendo avanzar.
Hasta descubrir la conexión entre
nuestro sentimiento y la razón de todo.
María Soler Rodríguez – España
El amigo Pancho
Nunca Francisco olvidara el primer día que fue al zoológico, fue una
visita muy anunciada por sus padres puesto que se trataba de un premio por las
buenas calificaciones del muchacho. La exaltación del momento es significativa
en la incipiente vida de Francisco quien se considera privilegiado por
visualizar una gran variedad de animales. El joven inunda de preguntas a sus
padres, todas las incógnitas van relacionadas a las numerosas especies que se
hallan en el lugar. Se deleita examinando meticulosamente cada animal como si
aplicara el subestimado ejercicio de extraer el lado más tierno de los mismos.
Francisco, grita con alborozo y respeto al ver la pletórica diversidad que lo
rodea, siente regocijo cuando avista a ese gigante impasible llamado elefante,
aunque su admiración equivale al tamaño de animal guarda una distancia
obligada, acaricia dócilmente a las cabras, cerdos y tortugas; sin embargo, se
enoja por lapsos esporádicos por el letargo que impera en las jaulas de los
leones, tigres y osos, a pesar del escaso movimientos de estos depredadores no
hay indicios de decepción terso del niño, por el contrario su ánimo sigue
indemne.
El niño mira una aglomeración de personas que se concentran en el área de los primates. La curiosidad le asalta el pensamiento y lo impele a escudriñar la causa de ese extraño tumulto moderado. Se aproxima: distingue una jaula de barrotes de acero con dimensiones grandes. De repente queda sorprendido con la actuación extrovertida de un primate, específicamente un chimpancé común. Francisco, contempla si esta criatura desbordada de pelos negros, ojos expresivos, torso sólido y brazos largos que usa para caminar pueda cumplir las expectativas de diversión. El chimpancés es llamado cariñosamente con el nombre de Pancho, el simio aplaude de manera efusiva copiando con fidelidad los gestos de los visitantes. El público lo anima, todos vociferan en forma unísona y expeditiva una frase que evolucionó a canción, es tan esbelta la sincronía que contagia y exhorta la participación de los presentes. ¡Baila Pancho baila, baila!.
Puede ser que sea un ritmo básico
pero funge como arenga hacia el animal. La acción surte efecto, el animal eleva
su cabeza mostrando una postura erguida, extiende los brazos para inclinar las
caderas ajustándola a una posición favorable, seguidamente se agacha y sube
asiduamente agitando las manos con vehemencia estimulando las carcajadas en las
personas. Francisco se deleita con el espectáculo, a pesar de la advertencia de
los empleados del zoológico el muchacho le arroja trozos de mandarinas a
Pancho, este le corresponde con una abultada sonrisa develando un óptimo estado
de ánimo, surge un intercambio de miradas que queda grabado en el niño como si
se tratara de un punto de inflexión evocando las similitudes entre el hombre y
el simio. Pancho es alegre, coqueto, dinámico y hasta educado, debido a que
fomenta el entretenimiento sin renuncia a la decencia, por otro lado parece
tolerar sin problemas la incordia y exigencia repetitiva propia del sitio.
Francisco y los demás gozan de los minutos de recreación y elocuencia que
imparte el chimpancé, quien salta sin obedecer patrones de movimientos
estructurados, muchos debaten si lo hace por instinto o por prolongar la
exhibición, lo cierto es que cuenta con la anuencia de los presentes.
Francisco, interroga a su padre en aras de saber más acerca de esta especie,
son preguntas sistematizadas que abarcan gran preocupación y curiosidad
saludable muy cotizada para el aprendizaje.
Fueron pasando los años, el joven Francisco se convirtió en un cirujano, no obstante, visitaba periódicamente el zoológico pero se enfocaba en la principal atracción que era Pancho, el travieso chimpancés continuaba siendo un imán de aplausos. Un día soleado, Francisco, con ya más de veinte años de edad invita a su novia al zoológico, su última incursión fue hace cuatros años por ende tiene una emoción acumulada similar al primer día que asistió al lugar. Francisco parece un guía profesional, pasea a su novia por las diversas áreas brindando información acerca de animal, percibe la introducción de nuevas especies en detrimentos de otras que ya fallecieron e igualmente nota novedades en el aspecto de infraestructura, hay mallas visibles en algunas jaula con estructura de filigrana que mejora la visión y otorga mejor seguridad a los que disfrutan del parque. Francisco, toma atajos, lo que desea es ver a Pancho, es lo imperativo en su itinerario.
El joven llega a la jaula del
chimpancés,. El muchacho se halla relativamente sorprendido, se encuentra con
un simio que anda sentado con actitud displicente y carente de fogosidad, la
observación no pasa desapercibida y muchos hasta cuestionan que ese primate
aburrido sea Pancho, pero en efecto si lo es. El primate ha estado desanimado
en los últimos meses, la mayoría aducen que es por causa de una enfermedad. La
gente trata de animarlo sin éxito y algunos apelan a insultos subidos de tono
aferrado a la absurda de teoría de la burla. Exacerbar a otros por capricho es
un pasatiempo soez creado por el hombre. El público exige espectáculo y no le
interesa la pesadumbre de un sucio animal. Francisco con su sensibilidad
desarrollada se da cuenta que Pancho ha perdido peso agregando deterioro
evidente hasta en el pelaje, ese análisis introspectivo lo traslada a un
terreno denso de lamentos. El simio levanta la cabeza, muestra una larga mirada
aciaga exhibiendo un estado de ánimo compungido que disuade a la reflexión. Tal
vez el simio extraña su hábitat natural y se cansó del cautiverio o se dio
cuenta de que es un entretenimiento somero y básico fácil de remplazar.
Francisco, siente empatía, parece que nada puede lenificar la gris actualidad.
El chico queda asentando en el lugar dispuestos hallar respuestas que permita
dilucidar quién dislocó la emoción de Pancho, su novia lo persuade abandonar
tal improductiva tarea. Además aprende que la melancolía no es exclusiva del
ser humano, ya que también los seres animales lloran, solo que tienen la
fortaleza de hacerlo en silencio y sin derramar lágrimas.
Luis Enrique Lugo Rodriguez – Venezuela
El rey albino
Esta es la historia de Guay, un
gorila albino que desde muy pequeño tuvo que sortear diferentes obstáculos para
llegar a ser un rey excepcional.
Todo empezó una mañana cuando su
padre y su madre disfrutaban de un hermoso y caluroso día, de repente fueron
atacados por cazadores, el valiente padre empezó a pelear con ellos para
proteger a su pareja que estaba en estado de gestación, pero durante ese
lamentable hecho el perdió la vida, un hombre le disparo su madre logro escapar
y refugiarse en la profundidad de la selva y cuando dio a luz a Guay ella
murió, él estuvo durante muchos años escondido, pero conto con la suerte de que
en ese territorio, donde lo dejo su madre había abundancia de alimentos y
encantadores manantiales que durante su estadía lo mantuvieron con vida.
Hasta que un día sintió
curiosidad por explorar y salió de lo profundo de la selva, algunos animales
estaban encantados con su extraordinaria belleza, él se sentía muy extraño,
debido a que durante los años que estuvo en la profundidad de la selva no había
logrado tener contacto con ningún otro ser, porque por esos territorios la
mayoría de los animales de la selva no se atrevían a acceder.
Ese día Guay seguía avanzando un
poco más, hasta que de pronto se dio cuenta de que unos hombres tenían
atrapados en jaulas a diversas especies de animales, él se sintió muy ofuscado
porque su deseo era que cada animal que existía en la selva tuvieran plena
libertad, así que decidió esperar a que la noche llegara; ingreso a ese
campamento donde se encontraban los prisioneros y con su extrema fuerza empezó
a liberar a cada uno de los animales que se hallaban en las jaulas .
Todos empezaron a marcharse
lentamente y llegaron a la montaña dragón donde los animales estaban felices y
agradecidos por todo lo que había hecho este gorila, ellos decidieron estando
ahí reunidos que aquella noche aquel gorila blanco se convirtiera en su rey, el
muy feliz y fascinado acepta y promete defenderlos a capa y espada de cualquier
enemigo o amenaza. Pero hubo algo de malicia en un grupo de gorilas que no
estaban de acuerdo con la decisión de que Guay fuera su rey, así que deciden
marcharse y planean como acabar con el nuevo rey elegido por los animales de la
selva y deciden unir fuerzas con los cazadores, pero uno de los gorilas se
retrata de querer traicionar al nuevo rey y decide contarle todo lo que estaban
planeando en contra de él. El estaba agradecido con el rey por que aquella
noche, él fue uno de aquellos prisioneros que Guay ayudo.
El nuevo rey les dice a todos los
anímales que están reunidos, que deben prepararse para la batalla que se
avecina, ya que un grupo de gorilas ha decidido traicionarlos y vienen en
camino con los cazadores; Guay les dice a todos que no tengan miedo, que ellos
saldrán victoriosos y le darán una verdadera lección a cada uno de ellos, por
lo cual el decide darles una calurosa bienvenida.
Empiezan a prepararse cada uno
con sus habilidades, hacen diferentes trampas donde harán caer a uno por uno en
su debido momento. Un cuervo que está surcando los aires dará aviso al rey,
cuando se acerque el enemigo. El rey a
cada uno les da las debidas instrucciones, algunos animales están asustados,
pero el rey Guay les da mucho ánimo y valor.
El enemigo venía imponente con
sus armas y dando alarde de su poder, pero lo que ellos desconocían que el rey
era un ser místico y excepcionalmente poderoso. Cuando ellos llegaron les
empezaron a disparar, pero el rey cubrió todo a su alrededor con un inmenso
manto, las balas no podían acceder, ellos lo intentaban una y otra vez.
Nada de lo que hacían les
resultaba, luego sacaron sus espadas y atacaron de nuevo al rey y a todos sus
protegidos, pero todo jugo en su contra, uno por uno fue cayendo en las trampas
porque ellos terminaron heridos y confundidos, entonces el rey dio la orden que
los encerraran; los gorilas traidores pedían clemencia para que no los
castigara, pero el rey en su infinita bondad los perdono, porque él sabía que
los había dominado el odio. Los cazadores debido a que los cobijaba la ley
humana fueron entregados a las autoridades.
Con esto El rey Guay, el cual
había aparecido de la nada, trajo paz y tranquilidad, porque él había llegado
con un propósito lleno de amor, defender a los animales inocentes, alejarlos de
manos inescrupulosas como lo eran los cazadores, que cegados por la ambición y
ansias de fama, hacían daño a las criaturas inocentes.
Guay había sobrevivido, se
preparó durante muchos años para ese gran momento, sus padres hicieron todo lo
que estuvo a su alcance para protegerlo y llevar una nueva oportunidad de vida
a los animales de la selva, que durante muchos años sufrieron atropellos, ahora había llegado una
nueva era y un nuevo comienzo, donde el despertar de la naturaleza hacia
escuchar su voz, una nueva generación se levantaría para defender los derechos
de cada uno de ellos, por eso el rey Guay trajo esperanza para los cautivos y
les enseño el valor de la amistad, el respeto y el amor propio.
En pocas palabras resumiendo todo
lo sucedido, el rey albino conquisto el corazón de cada uno de los animales de
la selva con su actitud y compromiso, les enseño que es más valeroso el perdón,
el amor y la valentía, donde hay aun humanos que tienen un corazón noble y
también aprendieron que más allá del miedo hay un futuro mejor. Desde entonces en la selva todo es felicidad
para los habitantes, que durante muchos años esperaron por ese momento de tan
anhelada libertad y de unión familiar, todo gracias al rey que dio todo por
ellos, les hizo ver también lo maravilloso que cada uno eran y que nadie tenía
derecho a tenerlos en una prisión cautivos, fin.
Eder Anthony Calvache Sandoval – Colombia
Mi amiga Bananas
Cuando yo era pequeña, vivíamos
en una reserva natural en Kenya porque mi padre era veterinario y había
solicitado ese puesto, ya que le gustaban mucho los animales salvajes, en
especial los simios.
Nos trasladamos a vivir allí
llenos de ilusión: mis padres, mi hermana Carmen y yo que me llamo Jazmín –mi
madre es una gran entusiasta de esta flor-. Estábamos dispuestos a superar
todas las dificultades que, según nuestra familia, íbamos a tener en esas
tierra lejanas y salvajes.
Nada más llegar a la reserva, lo
primero que vimos fue a una chimpancé que dando grandes zancadas y saltos se
acercaba a nosotros con un racimo de plátanos en la mano izquierda, mientras
que con la derecha parecía que nos invitaba a acercarnos a ella. Yo, no me lo
pensé ni un momento y corrí a su encuentro, con el consiguiente susto, sobre
todo de mi madre. La chimpancé me miró y me
tendió los plátanos, haciendo unos ruidos que a mí me sonaron como una
invitación a que cogiera uno. Como no me decidía, me tomó de la mano y me la
acercó al racimo; ya no me quedó dudas
de que quería compartir conmigo su tesoro.
Todos estaban asombrados porque
desde que llegó a la reserva, herida y enferma, no había consentido que nadie
se le acercara; de hecho, para curarla, tenían que sedarla. Menos mal que como
era muy tragona los medicamentos, camuflados en la fruta, se los zampaba que
daba gusto.
Me volvió a coger de la mano y
tirando de mí –con toda la comitiva de recepción y familia detrás- me llevó
hasta donde tenía su cobijo; una especie de choza que le habían hecho porque no
consintió, una vez que mejoró y la sacaron del hospital, entrar en una jaula.
Nunca me hubiera imaginado lo que vieron mis ojos al llegar a su choza:
juguetes hechos con palos, dibujos de gran colorido y, su tesoro oculto,
grandes racimos de plátanos bien ocultos bajo hojas. Se puso delante de mí
mirándome con insistencia, parecía esperar mi aprobación que, por supuesto, le
di con una gran sonrisa y aplausos. Con aquello me gané su amistad eterna. Me
seguía a todas partes o yo a ella; en algunos juegos era más espabilada, y en
estrategia –como decía mi padre- me ganaba sin lugar a dudas.
Aún no le habían puesto un nombre
fijo porque la llamaran como la llamaran, no atendía. Comía plátanos a una velocidad increíble, por
eso decidí ponerle Bananas, sin saber si respondería cuando la llamara; así que
un día que estaba bastante entretenida subiendo a un árbol y no me había visto,
la llamé e inmediatamente, volvió la cabeza dándome una gran alegría y
sorprendiendo a todos los que se encontraban cerca. Como decían mis padres y
demás habitantes de la reserva, parecía que me había estado esperando, como si
supiera que iba a llegar una amiga, desde muy lejos y quisiera reservarle el
privilegio de darle un nombre.
Un día, para mi desconsuelo, el
jefe de mi padre y encargado de la reserva, decidió que era hora de devolver a
Bananas a su entorno natural, entre los de su especie porque ya estaba curada y
en la edad de aparearse y tener bebés. Por la mañana del día siguiente de tomar
esta decisión -para no darme tiempo a sufrir con la espera del fatídico
momento- apenas salió el sol, nos montamos en el jeep grande que se usaba para
devolver a los animales a su comunidad y nos adentramos en la selva. Yo no
podía parar de llorar y aunque procuraba hacerlo despacito, Bananas se dio
cuenta de que su amiga Jazmín estaba muy triste y pasándome su peludo brazo por
la espalda me palmeaba con afecto.
De pronto, vimos un grupo
numeroso de chimpancés y entonces, a una distancia que los trabajadores de la
reserva y mi padre consideraron oportuna, paramos el coche y nos bajamos.
Bananas no tuvo ninguna duda de lo que tenía que hacer y, sin mirar atrás,
salió corriendo hacia los suyos. Me sentí herida, no se había despedido de mí y
me volví para montarme en el jeep. De pronto, oí que me llamaban, me giré y vi
a mi querida Bananas que corría de vuelta hacia nosotros; se acercó al coche,
metió la mano debajo del asiento donde habíamos venido las dos y sacando un
plátano me la entregó. Fue su regalo de despedida, igual que lo fue de bienvenida.
No podía haber elegido mejor nombre para ella.
Pasaron 10 años y mis padres
decidieron volver a nuestro hogar, sobre todo por nuestros estudios. Mi hermana
estudió turismo y yo, nunca lo dudé, veterinaria y volví a la reserva de Kenya.
No os podéis imaginar la sorpresa que me llevé cuando, al bajarme del jeep que
me había llevado desde el aeropuerto, una chimpancés adulta junto a la que
trotaba otra de la edad, más o menos, de mi querida Bananas cuando nos
conocimos, salió a recibirme con un plátano enorme.
Según me contaron, Bananas
encontró una pareja, tuvo una hija y caminado durante muchos días con su bebé a
cuesta, consiguió llegar a la reserva y allí se quedó. En su corazón de
chimpancés nunca me olvidó y tuvo la seguridad de que volveríamos a vernos.
Fueron inmediatamente adoptadas y al saber -por mi padre que había seguido en
contacto con ellos- que estaba estudiando veterinaria, al igual que mi amiga no
dudaron que mi destino sería volver.
Kenya 26 de Octubre de 2020
Julia Martínez Congregado – España
El paraíso de Alan
Estamos desperezándonos en
nuestra cómoda cúpula de los grandes arboles donde los humanos terminan de
llegar con esos cacharros con un sonido infernal que solo con apoyarlos a los
mas hermosos y viejos los dejan caer sin ninguna compasión. En cuanto llegue la
oscuridad atacaremos para inutilizar sus máquinas; Zala está a mi lado, mi hijo
Gumú sobre su espalda. Esto orgulloso de ellos y luchare por su futuro y el de
todos.
…………………………..
Los de mi grupo me llaman Alan
pues ese fue el nombre que me pusieron los humanos en aquella aldea a la que me
llevaron los leñadores.
Crecí feliz entre niños pues me
alimentaban y jugaba con ellos siendo para mi todo como un desconocido paraíso,
nada sabia de las penurias de los míos ni de sus sufrimientos. Todo cambio
cuando crecí y un olor que me volvía loco salía de los arboles cercanos al
poblado.
No sin miedo, pero sin poder
evitarlo, aquel aroma me atrajo como un imán.
Cuando escale el árbol desde
donde me llegaba aquel divino perfume allí estaba ella, la mire y la vi
perfecta como una Diosa diría yo,
Estaba en celo, por eso esparcía
aquel aroma por la selva. Nos olisqueamos dándonos vueltas como el instinto me
dictaba, la sangre hervía en mis venas apremiándome a hacer lo que la
naturaleza me decía. Me dejo acariciarla y ella me paso su hocico por toda la
espalda, lo que me volvió loco.
Pero cuando me dispuse a montarla
loco de deseo me paro con la mano.
- ¡Espera Alan!
- ¿Sabes cómo me llamo?
-Te he visto crecer desde estos
árboles y he observado como te hacías un gran orangután digno de tu padre
Demian el gran caudillo de las familias de la zona.
- ¿Quién eres tú?
-Soy Zala, mi madre herida me
salvo de aquella masacre en que todos los nuestros murieron, me llevo a lo más
profundo de la espesura y allí me cuidó lejos de los humanos que avanzaban
derribando sin compasión a los hermanos árboles.
-Casi no me acuerdo de eso, a
veces eso sí, veo sangre y muerte entre gritos y sollozos en unas extrañas
pesadillas que me asaltan de vez en cuando.
-Es natural eras muy pequeño, la
convivencia con los hombres ha hecho que olvides tus orígenes, pero te puedo
asegurar que el instinto esta vivo en tu verdadera alma, no en el esclavo en el
que te han convertido.
-Pero los humanos me tratan bien.
- ¡Me das pena! te tratan como a
un juguete, por eso desconoces lo bonito que es vivir en la libertad de la
Madre naturaleza que para nosotros es sagrada.
Mi madre me pidió antes de morir
que te vigilara y que te atrajese con mi primer celo, pues en sus sueños
chamánicos los arboles le dijeron que tenias una gran labor que hacer con los
nuestros. Pero eso si es tu decisión, puedes venir conmigo a que te introduzca
en la floresta y te enseñe sus secretos o continuar viviendo entre los que mataron
sin piedad a los de tu especie, incluso a tus padres y al mío.
Mire con pena el poblado que se
extendía a nuestros pies e incluso pude oír como los niños me buscaban, pero ya
en mi interior tenía una decisión tomada, Zala comenzó a saltar con gracia de rama
en rama y yo sin más le seguí, el deseo mezclado con el veneno de las dudas que
había creado en un solo momento en mi alma eran una mezcla demasiado explosiva
parra ignorarla, sabia que si dudaba nunca la volvería a ver.
La seguí sin mirar atrás, fue un
camino largo y la verdad es que aunque me constaba que me esperaba a cada
trecho, aun así me costaba seguir su grácil ritmo de saltos y piruetas, por fin
después de un agotador periplo llegamos a la orilla de un cantarín rio donde
había un gran Benzoin tan grande que imponía, algunas de sus ramas tocaban con
suavidad la corriente, estaba precioso lleno de inmaculadas flores blancas,
Zala se acurruco mimosa en una de sus grandes horquillas y me miro excitada, mi
corazón quería salirse de mi pecho.
Me acerque por detrás y ella se
ofreció como una fruta exquisita y madura, nos estuvimos apareando toda la
tarde, y en los intervalos que descansábamos nos hacíamos un ovillo recorriendo
con nuestras manos cada centímetro de nuestra peluda piel.
-Ahora ya has conseguido lo que
querías, quizás me dejes y vuelvas a tu aldea.
-Ya nada me separara de ti, este
árbol con su aroma mezclado con el tuyo me dice que este es mi verdadero hogar,
seré quien debo ser, tú me enseñaras.
-Pronto te presentare al grupo,
pero estos días estamos muy bien los dos solos, si volviese todavía en celo
tendrías que pelear por mi con los otros machos y la verdad es que lo que me
apetece es que tus fuerzas las vuelques en mí, estamos bien aquí en este
nuestro paraíso particular.
Por las noches mirando las
estrellas después de degustar los dulces frutos que conseguíamos sin esfuerzo
de árbol en árbol, me fue contando con todo lujo de detalles lo que hacían los
humanos avanzando y arrinconando a los nuestros, en las cada vez mas escasas
zonas vírgenes de selva húmeda.
-Debes saber Alan que algunos
humanos cerca de aquí luchan por defendernos, pero mi madre me dice en mis
trances que no es suficiente que debemos ser nosotros mismos lo que luchemos
contra los que matan a nuestros hermanos árboles.
- ¿Cómo lo haremos?
-Mi madre me indica en sueños
como parar las maquinas echando agua y tierra en sus depósitos
Lo he propuesto muchas veces,
pero temen demasiado al hombre, necesitan a alguien como tu que los conoces
bien.
Cuando el grupo llego supe en un
momento lo que haría, seria victoria o muerte.
Mi hijo que crece en el vientre
de Zala merece otro futuro.
Moisés Martínez Quintana – España
Ausencia
Me acerqué a ella, pese a que el
cartel me indicaba lo contrario. Ella hizo lo mismo. Nunca podré olvidar su
mirada: tierna, pero ausente. Sus ojos marrones, inmensamente expresivos, me
hablaban. De repente, un bebé comenzó a llorar. Su madre lo mecía para intentar
consolarlo. Lo acurrucó y se dispuso a amamantarlo. Tras las rejas, la
chimpancé observaba la escena con una mezcla de ternura y tristeza, quizás
nostalgia. Eché una vista rápida al habitáculo en el que se hallaba. En su
jaula no había nada más, sólo un mono de peluche que le dieron cuando le
arrebataron a su cría para venderla a un zoológico tinerfeño. ¿Cuántos bebés
habría visto desde entonces? ¿Cuántas noches había echado de menos abrazar a su
cría? Cuando me di cuenta, le estaba tendiendo la mano. Ella me la cogió y pude
sentir su calor. Nos miramos a los ojos y en ese mismo momento comprendí que el
dolor de la ausencia no entiende de especies.
Sonia Vega Sosa – España
Una gorila llamada Tootie
Un día, Tootie, la más joven de
los gorilas, le dijo a su cuidadora que quería ser una humana como ella y
conocer el mundo.
Así que Mindy, su cuidadora, la
disfrazó. Le puso una peluca, la vistió con un suéter, un pantalón ajustado y
unos zapatos de charol para disimular sus grandes pies.
En efecto, Tootie quedó
irreconocible y muy a la moda. Al mirarse en el espejo se sintió satisfecha.
Mindy y Tootie salieron a
escondidas del refugio y se fueron a recorrer las calles del mundo humano.
Tootie se sorprendió al ver
tantas variaciones de una misma especie. Había humanos lampiños y otros
peludos, de muchos colores, muchas voces y muchas personalidades distintas.
Los humanos casi no hablaban
entre ellos, sino que se comunicaban a través de pantallas diminutas que
emitían sonidos.
Tootie sintió curiosidad e intentó
entablar conversación con uno de estos aparatos, pero los ruidos que hacían
eran tan raros, que Tootie no entendió lo que le decían. Luego recordó que
Mindy le había dicho que los humanos hablaban diferentes idiomas y pensó que
ese debía ser el caso y como ella no sabía nada de idiomas humanos, dejó de
insistir.
En vez de eso, Mindy y Tootie
fueron al centro comercial, vieron una película y comieron helado. Tootie pidió
uno de bananas con chispitas y Mindy uno de chocolate.
Luego montaron en una cicla para
dos y subieron muchas fotos a Enstagram, una plataforma para fotos.
Después grabaron un vídeos
haciendo muchas caras graciosas y lo subieron a Tik tak, una plataforma para
vídeos.
Tootie se sorprendió al ver que
había tantas plataformas para todo tipo de cosas y aunque le pareció
interesante al principio, terminó por aburrirse y pronto sintió hambre.
Así que Mindy y Tootie fueron a
comer. A Tootie se le antojaron unos ricos gusanos guisados, pero como de esos
no había, tuvo que conformarse con una ensalada de frutas tropicales.
“Ummm”, saboreó, no estaba mal,
pero la que le preparaba Mindy en el refugio era sin duda más sabrosa.
Después de comer, Tootie sintió
sueño y Mindy la llevó al parque para pudiera descansar, mas allí había tanto
ruido que le fue imposible dormir.
“Los humanos son muy ruidosos”,
pensó Tootie.
Entonces Mindy la llevó a la
playa. Allí pusieron una manta sobre la arena y se recostaron, mas cuando
Tootie estaba por quedarse dormida una bolsa de plástico le fue a dar a la
cara.
“Y no son muy limpios”, bostezó
Tootie.
Mindy y Tootie decidieron caminar
de regreso a la ciudad, pero justo era horario pico y entre automóviles y
busetas les fue difícil respirar con normalidad.
“¡Y cómo apestan los humanos!”,
tosió Tootie.
Cuando se hizo la noche, Tootie
estaba exhausta, así que Mindy decidió llevarla a la azotea de un gigantesco
edificio para que pudiera ver toda la ciudad.
A Tootie le encantó la idea. La
vista era muy hermosa. Podía ver todos los lugares en los que habían estado,
pero no pudo ver las estrellas del cielo y eso puso muy triste a Tootie.
“Las estrellas de los humanos no
son tan bonitas”, sollozó Tootie.
Y ser humana ya no le pareció tan
bueno.
Extrañaba el bosque, su camita de
hojas y a todos sus amigos los gorilas. Además los zapatos le tallaban y la
peluca se le desacomodaba todo el tiempo.
“Quiero ir a casa”, le dijo Tootie a Mindy y
Mindy lo entendió.
Regresaron juntas al refugio,
donde todo estaba en calma. Se acostaron entre las hojas, saludaron a las
estrellas y les contaron un cuento.
Doris Tatiana Tovar Díaz – Colombia
Personas del bosque
Hebat sostenía en su mano derecha
una ramita. Era todo lo que quedaba de su casa. Su pequeño nido era ahora un
recuerdo, pues había desaparecido con la tala. En la otra mano, guardaba
celosamente una palma en la que resguardaba algunos frutos. “Por si no hay
termitas donde vamos” pensó, extrañando los huecos de los árboles que la
empalagaban con insectos deliciosos.
Hebat no quiso mirar atrás, ¿para qué entristecerse con la niebla que las máquinas levantaban entorno al que había sido su hogar? “Estúpidos monos brazos cortos”, pensó sacudiendo su cabeza. Tenía sed y el corazón agitado. A cuestas llevaba a su pequeño hijo de ojos suaves. Lembut parecía no enterarse de nada de lo que sucedía ¡y cambiaba! alrededor. Sin embargo, con su mirada tranquila sobre los ojos de su madre, alzó uno de sus largos brazos y la acarició. Hebat descansó en esa mirada, se abrazó a ese gesto sabio y cariñoso de Lembut. “Tal vez había llegado la hora en que él debía aprender a sobrevivir solo en el bosque”, se dijo. Aunque, en ese mismo instante, advirtió que casi no quedaba hábitat para lanzarlo a su propia aventura.
Tenía sed, una persistente que arañaba su garganta tanto como el dolor que se anudaba en grito sordo. Como las exclamaciones que sus congéneres lanzaban para advertir que por allí andaban, para que a esos grandes solitarios nadie se acercara. Pensó en sacar alguna fruta, pero temíó quedarse sin provisiones y desconocía cuán largo sería el camino. Frunció el ceño y trató de divisar cuál sería la dirección correcta a seguir.
Recordó lo que le habían enseñado –porque sí, tiene memoria a pesar de lo que algunos quieren negar- de sus ancestros. La historia que contaban sobre bosques lejanos y caminatas errantes para llegar a algún lugar al cual llamar hogar, para no extinguirse como algunos hermanos de otros tiempos. Hebat volvió a sacudir la cabeza. Necesitaba concentrarse. Bajó a Lembut al suelo que se sentía árido y rugoso bajo las plantas de sus pies, acostumbradas a las suaves hojas de sus tiernos árboles. Entonces, se sacudió para despejar los miedos y su cabellera pelirroja hizo destellar el sol. Lembut se sentó a sus pies. Hebat dejó la palma con provisiones y la ramita a su lado. Con la mano como visera, oteó el horizonte.
A la derecha creyó ver pequeñas palmas. Quizás por allí era la ruta. Le indicó a Lembut que espere y comenzó a caminar en esa dirección para inspeccionar si era sendero oportuno. Comenzó a sentir unos ruidos que le provocaron tensión en el estómago. Máquinas. “Estúpidos monos brazos cortos”, masculló Hebat. Volvió a mirar: un campamento improvisado organizaba el botín. Ahí estaba su nido, su hogar, su historia reducida a materia prima para ejecutar vaya a saber qué empresa humana. Una lágrima rodó por su rostro y se alegró de saber que Lembut no veía más que su espalda.
Entonces, oyó algo familiar. Sin dudas, ese era Sangatkuat. ¿Qué hacía entre esas sucias criaturas? Caminó con sigilo unos pasos más y espío. Lo que vio le encogió el corazón. Sangatkuat en una jaula en la que sus largos brazos apenas cabían. Un grupo de brazos cortos hincaba palillos en sus costillas por divertimento. Sangatkuat gritaba y ellos reían. Si Sangatkuat callaba, ellos ponían mayor empeño para provocarle dolor y hacerlo aullar. Sangatkuat volteó su cabeza para sostener su quebranto y su mirada encontró la de Hebat. En un instante, con una fuerza que jamás creyó tener, hizo estallar la jaula en pedazos. Mientras alrededor se organizaban para contratacarlo, Sangatkuat le indicó a Hebat que se alejara. Lo más rápido posible.
Un ruido sordo acalló todo y aunque fuera mediodía dejó un halo de penumbras. Un tiro de arma de fuego derribaba a Sangatkuat que había distraído a todo el campamento para salvar a Hebat y a Lembut de esos humanos. Porque lo que no había visto ella, es que la estaban por divisar cuando montó el espectáculo.
Hebat alzó a Lembut y corrió en dirección contraria. “Estúpidos y malvados monos brazos cortos” pensaba mientras se alejaba de ese horrendo paisaje que alguna vez había sido su casa. Allá quedó su ramita y su palma verde envolviendo tesoros. Ya nada quedaba de lo que había sido su apacible vida.
El sol preparaba su despedida; la luna ya casi comenzaba a girar. Esta noche no tendría canciones para ella, aunque tal vez la acompañara a buen destino. “Amiga luna, ¿dónde ir? rogó Hebat mirando al cielo. Se detuvo, Lembut se había dormido en su regazo, tenía hambre, sed y estaba adolorida. Quisiera poder columpiarse y llegar a su nido y acunar a Lembut. Sin embargo, estaba sola.
De pronto, oyó un ruido que la sobrecogió. Una máquina. Sintió el peligro, abrazó a Lembut y se hizo abrojo en el suelo. Silencio. Nada se escuchó por un rato. Hasta que sintió una caricia sobre su anaranjado pelaje. Permaneció quieta. “Monos brazos cortos, váyanse y déjenme tranquila” sollozó. Silencio. De repente el sonido cristalino del agua sobre una palma. Hebat tenía sed y no pudo resistirse. Volteó la cabeza y se encontró con ella. Una mona brazos cortos estaba allí acercándole a modo de ofrenda el recipiente fresco.
Hebat la miró. Encontró en los ojos de esa brazos-cortos su mismo dolor. Este espécimen no le pareció tan estúpido como el resto que había conocido. Aceptó el agua y refrescó a Lembut con ella. La criatura brazos cortos se había sentado y los observaba con respeto. Sus miradas volvieron a cruzarse: una agradeció y la otra pidió perdón en nombre de los suyos. Algunos sonidos salieron de la boca de la criatura que Hebat no comprendió; pero sí sintió esos ecos tan suaves como las hojas de su nido.
Al rato, ya un poco más descansadas, caminaban Hebat y Karmele de la mano, llevando en andas al pequeño Lembut a un nuevo hogar.
Silvina Isabel Patrignoni – Argentina
Gustavo
A Gustavo no le gustaba que le
llamaran Gustavín, manía que las personas mayores habían cogido para
distinguirlo de su padre, Gustavo. El niño quería mucho a su papi, pero no se
sentía bien con ese diminutivo. Menos mal que viajaban a muchos lugares tan
remotos que ningún compañero de cole habría nunca soñado llegar a ellos. Así
que él se hacía el importante cuando, después de una larga estancia en África,
contaba a sus colegas las aventuras que había vivido cada día en la selva… y
cada noche.
Pero lo mejor de todo era que le
podía echar toda la imaginación del mundo a sus relatos, porque papá analizaba
la vida de los animales, su comportamiento en la selva, desiertos, junto a ríos
y lagos, en cataratas y playas.
Y les decía así, imitando como
podía el lenguaje de su papá.
“Para mejor realizar sus
investigaciones, la convivencia con múltiples especies de mamíferos, aves y
reptiles tenía lugar en el particular hábitat de cada animal estudiado, era
absolutamente necesaria. Mi trato, pues, con ellos era el que se tiene con los
amigos de la infancia. Yo no podía distinguir a mi corta edad -tres o cuatro
añitos- cuál era la diferencia de jugar a echarnos la pelota con un niño o con
un chimpancé. Ambos me la devolvían casi siempre. A veces, no. A veces se
quedaban con la pelota amarrándola en su regazo en un arrebato de
individualismo egoísta, uno de ellos con el entrecejo fruncido y morritos en
forma de “o” cerrada; el otro emitiendo unos gritos agudos, abriendo
enormemente la boca mientras me dedicaba una sonrisa con todos los dientes.
¡Aquello parecía más, en lugar de sonrisa, una mueca amenazante! En ambos
casos, mi respuesta era el llanto. Ya no tenía la pelota en mi poder, nadie me
la echaba de nuevo y, además, su comportamiento inesperado era de lo más
peregrino.
Y, sin embargo, los mejores ratos
de mi infancia eran los que tenía con todos ellos, seres pequeños como yo, que
descubríamos juntos las maravillas de la vida y de la naturaleza o de la
ciudad. En ésta nos limitábamos a jugar
en la acera o en el callejón cercano a casa, y con mucho cuidado de no romper
ningún cristal con el balón de reglamento. Sin embargo, en el pueblecito de mar
donde veraneábamos nos estaba permitido casi todo: hacer merienda-cena con un
bocata en plena plaza jugando a churro, a bailar la peonza, al escondite, o a
tirar piedras planas haciendo ondas sobre el mar. Éramos niños sanotes, de
mejillas arreboladas, con un montón de energías infantiles, envidia de los
mayores.
Y, en la selva, mi comportamiento
era el mismo con el reino animal. No sabía distinguir una amistad de la otra.
Sólo se diferenciaban en la transmisión oral: la una inteligible, la otra. La
primera, producto del aprendizaje con las personas; la segunda, basada en un
intercambio de sentimientos, de instintos que nos llevaban a entendernos sin
hablar; comunicación de gestos, de sonidos guturales, de contactos de piel a
piel.
Y todo fue bonito y feliz hasta
que me “regalaron” aquella especie de mono grande, cuya función era la de
cuidar de mí en mis escarceos por la selva. Al principio, nuestra relación fue
la misma -e incluso mejor- que la que ya mantenía con todos los animalitos
pequeños de la selva, compañeros míos de juego hasta entonces en aquella
sociedad no civilizada. Me subía a sus hombros y caminábamos por entre los
árboles, él muy erguido; yo, agarrado con fuerza a sus orejas. Cogía frutas,
las pelaba y me las ofrecía como merienda, o simplemente como aperitivo. También
escalábamos juntos hasta la cima de los árboles y desde allá arriba divisábamos
el comportamiento de los humanos que parecían hormiguitas. Veíamos atardeceres
preciosos, chapoteábamos en charcas con cuyas fangosas aguas los elefantes se
acicalaban coquetamente.
Pero este chimpancé parecía
distinto, como si fuera más un vigilante de mis actuaciones que un amigo de
veras. Tenía un aire de superioridad dada su gran estatura. Me hacía el efecto
de que no era únicamente mi amigo sino un chivato que contaba a mis padres cada
noche todo lo que podía yo haber hecho mal durante la jornada. No andaba yo muy
equivocado cuando, un día, harto de no comprender del todo su comportamiento,
le pegué con una rama seca en sus costados para hacerle galopar, a ver si corría
más que el guepardo. ¡A ver si era tan chulo como aparentaba! Me dejó atónito
su respuesta. Con el ímpetu de sus enormes pulmones, arrancó de su garganta un
gruñido tan fuerte y estremecedor, que fue escuchado más allá de los límites de
nuestro poblado, llegando a oídos de la plantación en donde se encontraban los
trabajadores de mi padre¨.
Al unísono, y como si se tratara
de una única persona, corrieron todos a los camiones, preocupados por mi
suerte. Me encontraron en el suelo, dolorido por mi caída al soltar las manos
de sus pelos para llevarlas a mis orejas. Él también yacía, a mi lado,
observándome con dolor y cariño a la vez. Su mirada era triste y huidiza. Entre
todos lo ataron de pies y manos. Lo condujeron hacia un claro entre varios
árboles milenarios y lo ataron con seis cuerdas: una, de cada una de sus manos
hasta dos sicomoros; otras dos, desde sus piernas a otros dos; desde su cuello,
otra. La última desde su cintura.
Fue construida una resistente
jaula que aguantara el traqueteo del camino que llevaba a la línea de
ferrocarril más cercana.
El siguiente paso, el primer
barco destino a Europa. Durante el trayecto, las autoridades competentes
elaboraron una exhaustiva trama de lo que iba a ser su destino: un circo
mundial en el que se exhibiría la rareza de este Gran Simio.
Todo ello, a cambio de una comida
amarga, sin bayas de los árboles, sin carne fresca, sin cocos de los que sorber
el néctar.
Y, sobre todo, sin nuestra Amistad.
Inmaculada Concepción Megías Gadea – España
La estatua de los gorilas
rockeros
Esta es una estatua de mármol
azulado, sin pasado aparente, cuya silueta se torna diáfana y caleidoscópica
durante crepúsculos invernales (para quienes confiaban en observarla). Muchos
rumores indican que se construyó a finales del siglo XIX, por un barón de
nombre y procedencia desconocidos. El cual, estando enamorado de una hermosa
zoóloga y de la vida, la edificó a merced de estos honores.
Una leyenda local cuenta que, el
navío del barón encalló en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, cuando la nieve
sepultaba al valle y lo cubría de niebla frondosa pero hermosa, de brisas
ansiosas aunque tortuosas y, de silencios desoladores como apacibles.
El barón, noble de corazón,
descendió de su embarcación de plata, cubierto de heridas letales que pronto
tendrían que sumirlo en el sueño eterno. No obstante, cuando logró descender de
su barco, dispuesto a dormir, descubrió una pareja de gorilas azulados, ceñudos
como raudos, expresivos como sorpresivos y, risueños como sin sueño que, al
vaivén de la gelidez del tiempo, entonaban una melodía dulce cuasi perfecta
para desfallecer en paz.
—¿Acaso compartir alegría es lo
ideal para partir? —clamó el barón.
—Eso es lo que desea, pero no lo
vea—le respondieron prestamente.
—¿Acaso… me hablan los gorilas o
es que soy capaz de entender su lenguaje? —sonrió vehementemente el barón.
—Si me considera una mujer peluda
o barbuda, entonces es lo uno o lo otro —le respondió una joven de belleza
impresionante y cuyos ojos rasgados embelesaban hasta las dolencias—. Mi nombre
es Vania, soy la zoóloga del lugar. Los espíritus del valle presumen una virtud
magnánima en ti, pero ¿cuál es?
—Mucho gusto, Vania. Le informaron mal, pues
carezco de tal cualidad.
—Aún así, está por partir y no
puede sonreír —se sonrojó la zoóloga y continuó —: puedo ayudarle a sobrevivir.
Para ello le ofrezco un trueque, que sólo un duque ejecuta y puede que caduque.
¿Quiere oír de él?
—Adelante —consintió el barón
casi desfallecido y totalmente helado.
—¡Bien! —Es simple. ¿Puede
observar a los gorilas con guitarra? Detrás de ellos, hay una jaula en cuyo
interior se halla una gorila dorada pero pequeña. Hace tiempo, fue encerrada
ahí… si observa bien, tiene una mochila que gira y gira… Para que sea libre,
necesita que la mochila deje de girar. Pero para que esto ocurra, un ser humano
debe otorgarle su nombre… sin embargo, en este valle quien osa revelar su
nombre es convertido en piedra. Ya supondrá que no me llamo Vania… ¿entonces
qué decide?
El barón amoratado mas no
agotado, caminó hacia la jaula. Detenidamente, comprendió que vivir aprisionado
no es vida. Acarició a la gorila dorada, peluda como rauda, sólo traviesa como
pequeña, pero otra vida. Le susurró su verdadero nombre….
Más tarde, el barón despertó en
un barco mercante, con un gorila de arcilla que cabía en la palma de sus manos.
Además, sus heridas mortales habían sanado completamente.
Dicen que la estatua de los
gorilas rockeros, es la ofrenda de amistad del barón hacia estos seres vivos y
hacia la zoóloga. Asimismo, se presume que varios de sus materiales provienen
del valle de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas…
Algunas veces, cuando los
crepúsculos invaden la estatua, curiosamente unas siluetas
diáfanas-caleidoscópicas conjugan una danza de sombras idílicas que dejan a la
vista de cualquier espectador: la silueta de un hombre —probablemente el barón—
quien es arrastrado, en una camilla, hacia un barco, por unos simios grandes y
una mujer. ¿Tal vez, se trata del navío en el cual el barón recuperó la salud?
Víctor Hugo Pérez Pérez – México
Un reflejo en la pupila
Clara había trabajado con
animales toda su vida, pero en aquel momento, mirando directamente a los ojos
de aquel joven orangután de Borneo, sitió algo que provocó que su corazón se
acelerase. En el reflejo de las pupilas de aquellos enormes ojos, había un
brillo que hizo retroceder a su memoria veinte años en el tiempo, hasta los
días en que era una joven estudiante a punto de licenciarse en la facultad de
veterinaria.
En el último curso de la
facultad, como muchos de sus compañeros, Clara anhelaba poder realizar
prácticas en algún centro de animales. Su plan de estudios, como todos en
aquella época, no contemplaba este tipo de formación, y para alguien a punto de
salir al mercado laboral, poder establecer un contacto con el mundo real era
una necesidad no sólo desde el punto de vista de la mejora de su currículum,
sino también como una oportunidad de desarrollo personal, para poder poner en
práctica todo lo aprendido en la carrera.
Sin embargo, la oferta era mucho
menor que la demanda, y en las clínicas y centros de su ciudad las plazas se
agotaron rápidamente. Entonces, un día, paseando por el campus, vio un mensaje
en un cartel que le cambiaría la vida. La oportunidad de obtener una beca para
participar durante un año en un proyecto de conservación de primates en el
sudeste asiático.
En aquel momento, Clara
experimentó sentimientos encontrados. Por un lado era una oportunidad única,
pero el hecho de que fuese al otro lado del mundo, y durante todo un año, la
echaban para atrás. No obstante, como a ella siempre le había gustado decir, le
mundo es de los valientes y, tras meditarlo bien, cursó su solicitud.
Felizmente, un mes después, tras varias entrevistas y pruebas de aptitud, Clara
cogía un avión rumbo al aeropuerto internacional de Yakarta. Una decisión de la
que jamás se arrepintió.
Durante su estancia en las selvas
de Sumatra y Borneo, internándose en el hábitat de los orangutanes, Clara pudo
poner en práctica mucho de lo que hasta aquel momento tan sólo había visto en
los libros, además de aprender muchas otras cosas que uno sólo podía llegar a
conocer cuando las experimentaba en primera persona. Pero, por encima de todo,
aprendió a cuidar y comprender a aquellos animales excepcionalmente
inteligentes, capaces de desarrollar sentimientos complejos, como la empatía o
la protección, al tiempo que fabricaban herramientas al estilo de las que el
ser humano había desarrollado, en su día, miles de años atrás.
Por eso, cuando llegó el momento
de su partida, Clara sintió que no sólo se llevaba recuerdos en su memoria.
También sabía que una parte de su corazón quedaría para siempre en aquella
jungla. Y cuando su mente regresó al presente, y vio cómo, sin dejar de
mirarle, aquel primate levantaba su largo brazo hasta poner la mano sobre su
hombro, Clara pudo volver a sentir el vínculo que años atrás había forjado con
la naturaleza. Un momento, en el que las miradas de hombre y simio se unieron,
casi como si cada uno pudiese acceder a lo más profundo del alma del otro,
sintiendo todo aquello que habían experimentado hasta ese momento.
Entonces, feliz de haber
reencontrado algo que ni siquiera recordaba que hubiese perdido, Clara se
levantó, tendió su mano a la criatura para que ésta la agarrase, y juntos
avanzaron hacia el pabellón C, conscientes de que aquella tarde se había
forjado un vínculo que duraría eternamente.
Javier de Miguel Cerrada – España
Moni, el bonobo
Habían conectado de manera inmediata, por lo
que podríamos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que había sido una amistad a
primera vista, algo corroborado por el brillo que desprendían sus ojos.
El inicial enojo nervioso que
mostraba el joven bonobo desapareció como por arte de magia cuando se encontró
frente a Guille, renunciando a soltarse de la fina correa con la que el papá
del niño, veterinario responsable del centro de acogida y reinserción,
intentaba calmarlo, como al mismo tiempo desaparecía el más que patente
refunfuño del pequeño que había provocado la llamada de su padre, pues había
interrumpido su sesión televisiva de dibujos animados.
Es cierto que Guille estaba
acostumbrado a recibir a “invitados” temporales que llegaban al centro, ya que
el veterinario estaba convencido de que la interacción entre niño y animal era
un mecanismo altamente positivo, pero era la primera vez que percibía que no
estaba ante un juguete, sino que el bonobo era un compañero de juegos.
En un dechado de coordinación
ambos seres dieron, al unísono, un paso adelante, y también, con un movimiento
natural, se saludaron dándose la mano por primera vez para, a renglón seguido,
fundirse en un abrazo que sorprendió a todos los allí presentes.
El simio no quería abandonar a
Guille y se mantuvo abrazado a él, amagando un movimiento de protesta cuando el
veterinario intentó llevárselo con extrema suavidad para colocarlo en su nueva
ubicación, algo que le llevó a desistir pues no sería conveniente que el bonobo
se enojase al inicio de su fase de reeducación, pues había llegado al centro
para poder recuperar con garantías el espacio del que había sido arrancado para
convertirlo, irresponsablemente, en un juguete, y para conseguirlo era
necesario complicidad y connivencia.
- Moni, este es mi papá y te
cuidará bien. Mañana jugaremos a pelota.
Para sorpresa del padre, el simio pasó su mirada de Guille a él, le dio un nuevo abrazo al niño y se cogió de su mano, supuestamente esperando que lo condujese a su nueva residencia.
- ¿Por qué le has llamado Moni?
- Pues porque me ha dicho que así
se llama.
- Y ¿cómo te lo ha dicho?
La mirada de aquel niño de 6 años, ante la pregunta de su progenitor, denotaba escepticismo y burla.
- Papa, pareces tonto. Me lo ha
dicho como se dicen las cosas. Hablando.
No insistió más, y se comprometió con su hijo a que, al día siguiente, una vez cumplidas sus tareas de formación, Moni y él podrían pasar un rato jugando, lo que llevo a los dos pequeños “homínidos” a esperar con impaciencia su encuentro, y así continuar con la “amistad” que recién habían estrenado.
¡Una pelota! Ese fue el primer
juguete que compartieron, y el primer objeto que les permitió competir entre
ellos ya que, sin mediar aparente preparación, se dedicaron a lanzarse la
pelota con suavidad, estallando en alegres sonidos cuando acertaban.
La ventaja que tenía Moni en los
juegos donde las condiciones físicas tenían relevancia era indiscutible, pero
el simio, aparentemente consciente de ello, no mostraba interés alguno en
“ganar” al niño, sino que parecía que quería situar sus habilidades a la misma
altura, algo que desconcertaba al veterinario, pues la conexión entre ellos era
realmente sorprendente.
Tal era la simbiosis entre los
dos que al papá de Guille, responsable del proyecto de reinserción de simios,
le preocupaba que no entendiesen que eran diferentes, y que era imposible que
compartiesen vida futura, pues en los dos intentos que había hecho para ensayar
una separación entre los dos, ambos amigos cayeron en una depresión a la que
los especialistas respondieron dejando que las circunstancias marcasen la
evolución de esa relación fraternal entre Moni y el niño.
No fue extraño que una mañana se
despertasen compartiendo cama y almohada, del mismo modo que tampoco sorprendió
que Moni se “matriculase” en la escuela de Guille, provocando los gritos de la
maestra cuando, al entrar en clase, se encontró con un aplicado nuevo alumno.
Lo que seguía siendo un enigma
que no lograban aclarar, era saber cómo el simio lograba escapar de su
“alojamiento”, y así acudir al encuentro de su compañero de aventuras.
- ¿Tú le abres la puerta a Moni?
- No
- ¿Y cómo la abre?
- No lo sé
Cada vez la preocupación era mayor, pues Moni, el bonobo, se había integrado completamente en la vida de Guille, y aunque le costaba reconocerlo por cuestiones profesionales, también había pasado a tener un protagonismo singular en el entorno familiar, lo que podría dificultar que pudiese formar parte de una nueva colectividad.
Pero la pregunta de Guille
interesándose por el tiempo que faltaba para que Moni se trasladase a su nuevo
hogar le quitó un peso de encima pues el simio, estando presente cuando el niño
hizo la pregunta, posó en él sus grandes ojos esperando la respuesta.
Seguro que a ninguno de los dos
les gustó lo que dijo el veterinario, pero viendo su actitud tranquila, se
podía afirmar que ambos eran conscientes de que muy pronto dejarían de
compartir espacio.
Inevitablemente llegó el momento
y, aunque con comprensible tristeza, aquellos hasta ahora inseparables amigos,
estaban preparados para que sus vidas tomasen caminos diferentes.
Esta etapa de convivencia con el
niño se convirtió en una nueva terapia pues, a partir de ese momento, el
proyecto de reintegración de los bonobos contó con una nueva estrategia basada
en la convivencia, preparándolos para conseguir un papel relevante en su nueva
colectividad, tal y como había ocurrido con Moni.
Todavía uno de los evaluadores
del proyecto recuerda la imagen de un grupo de bonobos, escuchando en silencio,
las aparentes explicaciones de otro congénere, como si de un profesor se
tratara.
Juan José García Cañadas – España
Sueño en Sumatra
Cada vez se oían más cerca los ruidos de los
motores y los crujidos de la madera. Era un avance inexorable que ella esperaba
con la fría calma de quien conoce la fatalidad que entraña la existencia misma.
Todos los suyos habían escapado del pequeño parche esmeralda acorralado por el
desierto verde tras barruntar, primero, y comprender, no mucho más tarde, el
modus operandi del engranaje atroz, comenzando por la aniquilación del mundo
vivo y la ulterior eclosión de aquellas hileras infinitas y enigmáticas de olor
nauseabundo donde sólo vivían las moscas, atraídas por esa melaza pringosa que
inundaba el aire. Ella no había traspasado jamás la frontera del desierto y
como quien quiere exorcizar el mal más temido, se negaba a hacerlo, en espera
de que tal negación la salvaguardara de un destino amenazador. Lo más fácil
hubiese sido huir de allí, como habían hecho los otros, pero un apego
irracional la anclaba al terruño que habían habitado sus ancestros desde
tiempos inmemoriales y donde destacaba el inmenso paudak, al que también
llamaban palo de rosa, un árbol descomunal y centenario que había sido el
refugio y el ágora de la comunidad, el lugar de reunión, de juegos, de
deliberación y de entendimiento, y que todavía permanecía allí, impasible, con
un aplomo mágico que lo hacía indestructible y que ella había ligado a su
suerte, confiando en que de esta forma se ganaría su protección. Los únicos de
su estirpe que habían decidido quedarse, aunque por motivos diferentes, eran la
pareja formada por su prima y el compañero de ésta, y aunque al principio
habían colaborado con ella para sobrevivir en aquel pequeño oasis de escasez,
últimamente habían entablado una guerra de supervivencia contra ella con el
único fin de dilucidar quién sería el último guardián de su otrora exuberante
morada. La ansiedad y el miedo crecieron en su interior, al igual que una
soledad demente acuciada por el martilleo no tan lejano de la maquinaria
pesada, pero su ansia por vivir y proteger su hogar era tan fuerte que resistía
con firmeza, aguzando su ingenio por hacerse con las mejores raíces y frutos
del bosque, aunque cada vez tuviera que esforzarse más por conseguir una ración
menguante para subsistir. El hambre lleva a realizar actos desesperados que,
vistos con el estómago repleto, parecen obra de dementes, y así podría parecer
la última escaramuza que efectuó contra su pareja de adversarios cuando, de
noche, les robó la despensa con sigilo, aprovechando la confianza que les daba
saberse superiores a ella y gracias a la cual aún podían dormir con cierta
tranquilidad. El festín fue inmenso, así como su gozo, y aquella noche descansó
como no lo había hecho desde hacía meses, saciada y, por primera vez en mucho
tiempo, feliz de contemplar el cielo estrellado.
La mañana siguiente se despertó
fría, neblinosa y plagada de gritos amenazadores y estruendos metálicos con
olor a aceite y gasóleo. Iban a por ella, de eso no le cabía la menor duda,
pero confiaba en el talante de su clan, un temple que en los peores momentos
hacía emerger de manera enigmática una suerte de entendimiento mutuo con el que
finiquitaban las disputas. Estaban muy cerca de ella, los podía oler, su
corazón se aceleró como si fuese a salirse del pecho, tensó todos
sus músculos y se lanzó lo más
rápido que pudo a las ramas de los árboles circundantes; el jadeo y la
hojarasca rugieron detrás de ella. La persecución fue confusa y caótica, nunca
había huido así de nadie del grupo y el miedo pareció volverla más torpe que de
costumbre, haciéndola chocar una y otra vez contra las ramas y el follaje. Al
fondo se entreveía ya la luz del desierto, tan diáfano como el cielo, y fue
allí, en el mismo margen de la isla esmeralda, donde aguardaba el compañero de
su prima, agazapado tras un grueso tronco, para asestarle un golpe feroz. Lo que
siguió fue una lucha enmarañada y cruel donde lo único que pudo hacer fue
defenderse de las dentelladas, los golpes y los arañazos de sus contrincantes,
que no cedieron ante el baño de sangre y revolcaron a su rival, más allá de la
frontera, en el fango que inunda todo el desierto, un cieno pestilente y frío
por el que su piel entumecida se arrastró, afanándose desesperadamente por
escapar al dolor indescriptible y al aturdimiento que al fin terminó por
anestesiarla y hacerla sucumbir en un letargo mortecino.
Cuando entreabrió los ojos sufría
todavía un dolor espantoso en la barriga, la espalda y las extremidades, sentía
la cabeza hinchada y un vértigo nublaba su mirada, lastimada también por los
rayos de un sol implacable. Percibió sonidos extraños y melódicos, alguien se
acercó a ella y la miró con ojos compasivos y penetrantes -por primera vez en
mucho tiempo sintió que estaba acompañada-, unas manos femeninas y cálidas que
reconoció como familiares tocaron su cara mientras un susurro tranquilizador la
despertó del sopor. Era la primera vez que tenía contacto directo con los
temibles amos del desierto, que sin embargo curaron sus heridas y la
depositaron en un vehículo donde le dieron de comer y beber. Arrancó entonces
el motor y se desplazaron por un camino enlodazado tras el que se abría paso un
gigantesco monstruo amarillo que zarandeaba el majestuoso paudak -el crujido
del tronco le produjo un dolor más agudo que todas las heridas de la reyerta-,
tronchándolo sin aparente esfuerzo y derribándolo con una fuerza sobrenatural.
Con la mirada perpleja clavada en el árbol caído -¿acaso no estaría ella
también muerta?-, comprendió entonces que ningún orangután volvería a habitar
más aquella tierra.
Jesús García Pérez – España
El mundo de Pongo
Señor Mono fue su peluche de
infancia. Cinco certeros balines, en un puesto de feria, abrieron la puerta de
casa a aquel enorme orangután: El papá de Sandra se había mostrado como un
capacitado tirador. Pronto resultaron inseparables. Al borde de caer rendida,
mantenían inconexas e inocentes conversaciones en un intercambio de lenguas de
trapo. Devenía, para los suyos, una auténtica delicia verla imitar las
supuestas vocalizaciones estruendosas de un orangután macho. No hubo vacaciones
que no contaran con su presencia. Mami le compraba las bananas que tan poco le
gustaban a su hijita; la abuela Carla le tejió una bufanda para los inviernos,
que resaltaba su mirada melancólica… Sandrita solía preguntarse por qué nunca
sonreía si todos le enriquecían la vida. Pasaron buenos momentos, muchos de
juego, hasta aquel anochecer de verano… Su mullido primate ya no la aguardaba
sobre la cama para acabar otra jornada abrazados. La chiquilla lo aceptó sin
dramas ni pesadumbres: Sus motivos tendría para marcharse así.
Que la ventana estuviera
entornada explicaba una parte del misterio. Papá y mamá telefonearon a los
abuelos para referirles, con esa orgullosa satisfacción tan arraigada en los
padres, aquella equilibrada reacción. Quería dormirse lo antes posible, anheló
al cerrar los ojos, únicamente deseaba eso. Había intuido que algo lo
inquietaba: Desde días atrás que no era el mismo. Aprovecharía uno de sus
sueños para seguirle allá donde anduviera.
Debería haber imaginado que en la
selva. No parecía que el cometido de converger con un orangután en su
frondosidad presentara simplicidad. Las serpientes venenosas no entienden de
tiernas edades, tampoco esos leopardos que aparentan no estar, por no hablar de
los latosos mosquitos… Prefirió no pensar demasiado y hender por entre la vegetación.
La linterna, de las pernoctas de acampada en la habitación, le facilitó sacar
el onírico entramado de la oscuridad. Señor Mono había dejado notitas de ánimo
clavadas en los troncos y pistas con el objeto de encarrilarla en el
inexistente camino.
No solo ella precisaba de un
peluche para adormecerse, venía a decirle. Tras incontables tropezones, y algún
que otro espanto, Señor Mono y compañía salieron a su encuentro. Su compañero
se balanceaba en los largos brazos de una cría de orangután, visiblemente
cariacontecida. De inmediato supo qué lo afligía: La familia al completo de
Pongo había sido capturada. Sandrita tragó saliva. De seguido, extrajo esa
faceta resolutiva tan propia de su personalidad. Disponían de un experto en
bosques tropicales como Pongo y, aunque sus progenitores la iban a levantar
temprano para visitar el Museo del Chocolate, quedaban para encontrarlos las
horas suficientes. Pongo debía generar perspectiva desde las alturas.
Al descender, excitado, reveló un
claro lejano que proyectaba luz. Si se representaba un lugar donde no cabía a
priori la iluminación artificial, el listado lo encabezaría un paraje
selvático, así que hacia allí orientaron sus pasos. Pongo sabía cómo moverse
con agilidad, apoyado sobre sus muñones, sin montar escandaleras innecesarias.
Sandrita intentaba reproducir el sigilo de sus gestos, pero el éxito le daba la
espalda. Las ganas pudieron con el guía, que les había tomado ventaja volando
de rama en rama. La guinda, para Sandrita, consistió en trepar al árbol desde
el que oteaba Pongo. Una copa ayuda a completar la panorámica perfecta. Focos,
caravanas y numerosos hombres bebidos salpicaban el emplazamiento. Entre los
ocupantes de las jaulas, muchos conocidos de Pongo. Madre, el solitario tío
Fred y sus características callosidades en las mejillas… La locuela de Leia —su
gemela— hacía rato que olisqueaba el aire y, nerviosa, se desplazaba en zigzag
por el interior del reducido habitáculo que le había recaído en suerte.
Percibía que su hermanito no andaba muy lejos y que no tardarían en lanzarse
semillas durante las ocasiones de divertimento. Había empezado a llover y el
ingenioso orangután cortó tres hojas, lo bastante grandes para que les
cubrieran las cabezas. El trío descartó opciones mientras planeaban el rescate.
Que los traficantes portaran armas potenciaba su peligrosidad… Uno iría por
aquí, los otros... Sigilo y distracción liderarían las pautas de acción. Pongo
agitó el ramaje, envalentonado…
Sandrita despertó sobresaltada, entre gimoteos. Cuando sus ascendientes
entraron en el cuarto ya lloraba desconsolada. Quiso explicarse, recordar lo
acaecido en la pesadilla, pero un exceso de confusión reinaba en su mente. Algo
malo había ocurrido, sin embargo, no discernía concluir a quién… No, no podía
ser, repetía. La llevaron a la suite de matrimonio, como acostumbraban a
denominarla. También, al aparecido Señor Mono. Por la mañana, no probó bocado.
Ni el vaso de leche bien fría le entraba. Solo las apetecibles delicias
expuestas en el recorrido museístico le arrancaron un apunte de sonrisa. Se
puso el sol y declinó disfrutar de un huequecito bajo las sábanas paternas. Se
hacía mayor: Tocaba asumir las desgracias y, aún más, que alguna que otra noche
Señor Mono cruzaría al otro lado. Quizás aquella misma noche. En un robusto y
cálido nido, recubierto con ramitas verdes, confortaría el sueño de un
entristecido Pongo… o de su hermanita.
Rubén Martín Camenforte - España
¿Por qué los moitos tienen
cola?
Una mañana de verano, los
animales de la selva querían ponerse de acuerdo y repartir el espacio que les
tocaba para vivir.
La jirafa tan alta hablaba muy
bajito y los animales no podían oírla, su voz se la llevaba el viento.
Luego habló la serpiente, pero
los animales no le entendían porque decía: -Ssssseñoresssss, esssss,
necesssssario sssssaber sssssi Y la interrumpieron diciendo: -tú no sabes
hablar, sólo silbas, no podemos entenderte.
Después habló el pez, que estaba
muy inquieto, pero a él tampoco le entendían, porque al pronunciar palabras
solo se oía un glu, glu, por las burbujas del agua.
De pronto, todos se callaron,
apareció un animal grande, fuerte, peludo, que con un rugido paralizó a todos y
dijo con voz ronca: -es imposible escucharlos a todos, yo seré el jefe y por
eso ustedes me oirán y obedecerán En efecto, era la única voz que se escuchaba
en toda la selva
¿Saben quién es?
Sí, tenían razón… Era el Señor
León-Yo soy el más fuerte, todos me tienen miedo, por eso, yo escogeré el
territorio más grande con derecho al agua de los ríos-.
Nadie dijo nada, todos oían muy
atentos y el Señor León comenzó a repartir las tierras. A los peces, reptiles y
aves, les toca el área del río y las rocas de la montaña para que hagan sus
nidos. Y todos los demás animales, compartirán el resto de la tierra. Se
levantó y se fue. Todos hicieron lo mismo. De repente apareció un personaje
divertido, era el mono, que llegó tarde y a él no le tocó tierra, porque todas
ya estaban dadas. Sin saber qué hacer fue a buscar al Señor León y el monito
preguntó: ¿en dónde voy a vivir? El león respondió: -En mis tierras no vivirás,
si te veo a ti o a los tuyos me los comeré.
Los monitos se escondían todo el
tiempo, un día salieron y como son muy juguetones despertaron a otros animales,
ellos hacían muchas bromas, entonces los animales los sacaron de las tierras.
Los monitos caminaron y caminaron y al fin encontraron el río y dijeron: “¡Aquí
viviremos!”, pero los monitos no saben nadar, solo saltar, correr, caminar y no
pueden estar en ese lugar tan húmedo. Después se les ocurrió que en la selva
tan grande debe haber un sitio donde vivir. Hablaron con las jirafas, pero la
diferencia era muy grande, ellas son altas, con manchas en la piel y los
monitos bajitos y muy peludos. “No, no, no, no podemos quedarnos en este lugar”
Hablaron con las cebras, ellas no
son tan altas como las jirafas, pero tienen rayas en la piel, son blancas con
negro, y los monitos peludos. Las cebras les dijeron: -Aquí no se pueden
quedar.
Hablaron con los elefantes, y les
dijeron: -Sean bienvenidos-, Pero por ser tan grandes y gordos, los monitos
tenían miedo de ser aplastados y decidieron irse porque corrían peligro. Los
monitos tristes pensaban: “somos muy diferentes, tenemos necesidades y
costumbres distintas ¿qué podemos hacer?” -Los monitos somos pequeños, peludos
y muy graciosos, decían -estamos solos, nadie nos quiere, tendremos que hacer
algo pronto – Dito el jefe de los monitos dijo: Traeremos comida para varios
días y nos esconderemos en esta cueva, y yo iré a buscar ayuda y un lugar donde
vivir. Dito se puso en camino. Caminó por lugares desiertos que daban miedo, no
había agua ni había flores ni árboles. Pensó: -no se puede vivir aquí- Esto es
un desierto. Siguió caminando y se encontró en un lugar muy raro, donde sólo
habían aves y con sus picos lo echaron del lugar. Era un risco de piedra muy
alto, Dito pensó: “ellos sí pueden vivir en este lugar, tienen alas y saben
volar, nosotros no podemos vivir aquí.” Cuando Dito se sintió muy cansado, sin
saber qué hacer, se recostó en la hierba viendo pasar las nubes y empezaron a
aparecer las estrellas, pensó: “hasta ellas tienen lugar dónde vivir.” Al ver
una estrella fugaz pidió un deseo: tener un hogar seguro donde vivir y
compartir con los demás animales de la selva. Se refugió bajo un árbol, sin
darse cuenta se quedó dormido y tuvo un sueño muy extraño. Soñó que la luna era
un hada con vestido blanco que le decía: “Dito, en tu anhelo de encontrar
tierra donde vivir no has notado la ventaja que tienes sobre los otros animales
y debes darte cuenta de cómo aprovecharlo, ¿acaso no tienes cinco patas?”
Dito despertó muy asustado y no
entendía lo que el hada le había querido decir, “tener cinco patas”, se
preguntaba.
Cuando Dito siguió su búsqueda no
dejaba de pensar en su sueño, era tan raro y extraño que empezó a sentirse mal
por no comprender. De pronto sintió hambre y se puso a buscar comida, sin darse
cuenta, entró en el territorio del Señor León. Se asustó tanto que decidió
subirse a un árbol y comer frutas, pero no podía sostenerse y comer al mismo
tiempo. Entonces recordó su sueño, lo que el hada le había dicho: cinco patas y
dijo: -la cola es la quinta pata-.
Dito estaba feliz y decía: -con
ella nos podemos sostener mientras comemos y balancearnos para ir de un árbol a
otro sin correr peligro que nos lastime otro animal. Al fin dijo Dito: -
podemos vivir en donde queramos, hay muchos árboles en la selva y ellos serán
nuestro hogar. Entre brincos y carreras llegó a la cueva donde lo estaban
esperando y les dijo: -el Hada Luna se me apareció en sueños y me mostró cuál
es la solución a nuestro problema, viviremos en los a árboles.
Todos estaban muy contentos
empezaron a salir y jugar en los arboles y hasta la fecha los animales de la
selva y los monos comparten territorio sin molestarse. Ahora ya sabemos por qué
los monitos tienen cola.
Fin.
Karla Beatriz Weiss Vega de Salazar – Guatemala
Georges el SIMpático
Doy vueltas, aplaudo, sonrío, me
siento en el suelo y ahí quedo un buen rato. Solo te miro. Tu eres parecido a
mí. Ahí estas al otro lado. Haces señas, levantas los brazos, corres de un lado
al otro. Yo solo te miro.
Levanto mis brazos, los muevo de
un lado a otro. Con mis dedos, estiro cada lado de la boca, la lengua se mueve
para arriba y para abajo. Tú te ríes. Repites lo mismo. Te faltan algunos
dientes.
Ahora eres tú que corres de la
izquierda a la derecha, vuelves por el mismo camino, repites varias veces el
recorrido y paras en la mitad del sendero. Te acomodas sobre una grande piedra.
Tus ojos se mueven acompañándome. Estás solo. Me buscas.
Me encuentro en la multitud bien
cerca de la pared de vidrio que nos separa. Abajo, pegada al muro, una placa
brillante muestra algo escrito: “Georges, el orangután SIMpático!”.
Distraído con tus gracias, tu
nombre pasa desapercebido. Más tarde entiendo que el detalle de las letras
mayúsculas en la palabra simpático se relaciona con la palabra simio.
Te llamas como un niño, un
humano. ¿Por qué estás al otro lado de la reja?
Hago señas. Te aproximas. Tienes
miedo y yo también. Ahora estas pegado al vidrio, tus ojos un poquito rojos me
encaran fijamente, pero con dulzura. Ahí estamos uno mirando al otro, sin decir
palabra.
En pocos segundos, de la nada
lanzas un porrazo al cristal y yo, asustado por el golpe, caigo al suelo.
¿Por qué haces eso? ¿Me odias?
¿Sientes rabia?
Vives dentro de un área verde
llena de arbustos y árboles frondosas, recibes comida, agua. ¿Qué te pasa
Georges?
Me das la espalda por un rato.
Caminas al rincón bajo una gran rama caída. Es tu escondite.
Georges! Georges! – grito a pleno
pulmón pegando mi nariz al vidrio que nos separa.
De lejos veo tu espalda peluda.
No me das atención. Igual me acomodo y espero tu rabia desaparecer. Sólo te
mueves cuando escuchas al cuidador entrar en la jaula, con el canasto de frutas
que te gustan, entonces agarras un plátano y lo comes trozo por trozo.
Tomas otro plátano y te acercas
sin alardear.
Sentado a mi lado y separados por
el vidrio es como si pudiéramos conversar sin decir palabras. Ahora puedo
entender tu tristeza. Es como si estuviéramos abrazados y me confesaras tus
sentimientos:
“Sabes niño, nunca dije a nadie
lo que pasa por mi corazón. Se que me entiendes, aunque estés al otro lado de
mi mundo verde”
“Dime Georges. ¿Qué pasa contigo?”
“Dicen que soy libre, solo que paso todos los días de mi vida encerrado entre estas paredes y la reja allá al fondo. Cuando se oscurece sueño con la selva que conocí cuando era muy pequeño. Durante el día, las personas vienen a verme, se ríen si suelto un grito o golpeo mi pecho corriendo por todos lados. Nunca me van soltar de este encierro.”
“Sí, puedes salir. Yo voy pedir al dueño del zoo que te devuelva a tu hogar”
“¡No, niño! Tú tienes buen corazón, pero si me llevan de vuelta a la selva yo muero. Ya no sé cómo es vivir entre mis compañeros orangutanes.” _retruca.
“Igual voy a rogar para que te retornen a la selva, así podrás vivir en libertad.” _respondo para alentarlo
Georges lanza la última mirada del día. Pone su mano sobre el cristal y yo aproximo la mía de encuentro a la suya.
A un mes de lo ocurrido vuelvo al zoo. Georges ya no se encuentra en su espacio enrejado. Lo han enterrado afuera, en el bosque verde al lado de la jaula. Es libre.
Claudete Valiukenas – Brasil
Mini Cuentos Juveniles
Primer Premio
El caso de Amir y Alex
Hace muchos años, en un pueblo de Sierra Leona
existían dos hermanos llamados Alex y Amir. Alex tenía 8 años y Amir tenía 9
pero pese a la diferencia de edad tenían un fuerte lazo de hermandad. Ambos
muchachos vivían con la Sr. Clotilde, sin embargo, desde pequeños le decían tía
Clo. La tía Clo había encontrado a los hermanos en la puerta de su casa 9 años
antes, no vio quien lo entrego, pero supo que no volverían por ellos. Ella,
suponía que los niños irían a parar a un albergue donde esperarían años sino es
que toda su vida para ser adoptados por lo que decidió quedárselos.
La tía Clo era muy honesta y
trabajadora, tenía su puesto de textiles en el mercado donde ganaba dinero
suficiente para mantener a los muchachos. Lo malo es que pasaba casi toda la
tarde en el mercado mientras los muchachos estaban solos en casa.
Amir era un niño muy inteligente
y de buenas notas, por otra parte, Alex era muy travieso y desobediente. Pero
algo muy fuerte unía a los muchachos… su amor por la jungla. Todas las tardes
cuando la tía Clo iba a trabajar ellos iban a la jungla para jugar en los
arboles y entre ellos, también tenían una fascinación por los animales de ahí,
los grandes simios que se encontraban comiendo o trepando lo arboles con una
destreza y equilibrio que convertía al lugar en un show fenomenal para aquellos
muchachos.
Al principio iban 30 minutos a la
jungla, pero poco a poco pasaban más tiempo ahí. Sin embargo, siempre
regresaban antes de que la tía Clo llegará del trabajo. El que más disfrutaba
de la jungla era Alex, puesto que había ocasiones donde se escapaba del colegio
solo para ir a ver un mono en especial, tiempo después descubrió que se trataba
de un pongo hembra que justamente estaba embarazada. Alex, alimentaba a la mona
con mangos que la tía Clo le mandaba al colegio y después de un tiempo se
empezó a ganar el cariño de dicha mona.
Así pasaron los años y ambos
hermanos seguían con su rutina de ir a escondidas a la jungla. Un día la tía
Clo comento que planeaban demoler la jungla en un mes para construir un hotel
lujoso. Alex y Amir se miraron super preocupados y fueron corriendo a sus
habitaciones. Empezaron a ver formas de cómo evitar tremenda tragedia.
No podemos dejar que se los
lleven Amir ¡Debemos hacer algo! .- Dijo Alex muy histérico.
Temo que no podemos hacer nada
más que estar para ellos, somos solo niños. – Respondió con lagrimas en sus
ojos Amir.
Los hermanos se habían propuesto
ir las 3 semanas siguientes, toda la tarde posible, para pasar tiempo en la
jungla. El más afectado era Alex, puesto que sabia que no iba a ver a su amiga
mona nunca más, ni que podría ver a su hijo que llevaba recién unos días de
nacido y es que la relación que había entablado con aquella mona era muy
especial y significativa para él, aunque nadie lo supiera, ni su hermano.
Un día, mientras estaban
acostados debajo de un manzano, escuchan a una camioneta estacionarse. Eran de
esas camionetas que veías en la televisión y que solo los gobernantes tenían
cuando hacían sus visitas ocasionales en el pueblo. Un señor pelado con terno y
robusto bajo del carro, procedió a respirar del aire de la jungla como si le
perteneciera. Al mismo tiempo, una señorita bajo de la camioneta, aparentemente
su secretaria.
Este lugar es magnifico para el
hotel ¿ah? . - Dijo el señor levantando una ceja, confiado de si mismo.
Por supuesto, pero ¿que pasarán
con los animales? . - Respondió la señorita con una voz fácil de quebrar.
Los venderé a un zoológico o
terminaran en un matadero, lo que me parezca más barato. - Dijo sin
remordimiento alguno el señor.
Alex y Amir que estaban detrás
del árbol escucharon eso y se alarmaron inmediatamente, no solo era malo lo que
le esperaba a la jungla, mucho peor era lo que les esperaba a los pobres gorilas
y monos de la misma.
Los niños fueron corriendo a su
casa para contarle todo a la tía Clo, le lloraron para que no se llevaran la
jungla. La tía Clo estaba muy confundida y asustada por como los niños se
encontraban, todos nerviosos y despavoridos. Después de que los niños le
explicarán todo, desde lo que hacían todas las tardes cuando se iba a trabajar
la tía Clo, hasta lo que escucharon en la jungla; la tía Clo decidió
comunicarse con el gobernador de Sierra Leona y hacer público todo el asunto de
la jungla. El gobernador nunca se pronunció y enfrente a la falta de respuesta,
la fe se iba perdiendo poco a poco.
Cuando ya estaban por llegar los
grandes camiones a demoler la selva. Alex y Amir engañaron a la tía Clo y no
fueron al colegio, sino que se ataron con una soga a el manzano de la jungla.
No pudieron demoler la jungla a tiempo y cuando la prensa llego todos estaban
atónitos por la valentía de estos hermanos. La tía Clo cuando se entero fue y
los apoyo atándose a ella misma al manzano. Así, más gente se iba atando al
manzano en el trascurrir de unas horas. Las noticias llegaron a España,
Londres, Francia y Estados Unidos donde criticaban duramente la falta de acción
del gobierno, glorificando a los niños y la tía Clo.
Al final, el gobierno canceló el
proyecto y la jungla sería libre otra vez.
Alessandra Valentina Alban Valdiviezo – Perú
Segundo Premio
El regreso a la vida
A veces me pregunto, ¿Por qué
nuestra vida es tan triste?, Aquí hay pocos árboles y no hay libertad, somos
tres los que sufrimos tras estas rejas, el más joven no conoce la gracia de
gritar y saltar de liana en liana en una selva tropical, sin duda es una vida
agónica, nos tiran la comida y esperan felices a que nos movamos o hagamos
movimientos que para ellos son chistosos, los seres humanos son maléficos, nos
apuntan con el dedo y nos dicen salvajes, nos tratan de animales cuando ellos
los son, toda mi vida he estado aquí encerrado entre cuatro paredes cubiertas
por gruesos barrotes de hierro. Aún recuerdo el disparo que me separo de mi
madre aquel día en el cual me capturaron, yo era un simple gorila bebé que
dependía de su madre para todo, aún así recuerdo con alegría el poco tiempo que
estuve rodeado de árboles altos y de hermosas lianas, recuerdo la belleza de
las frutas maduras que rebozaban en la copa de los árboles y las rizas de mis
viejos amigos.
Saori es la madre del joven Jack
un muchacho revoltoso que cree saberlo todo, a crecido creyendo que estos
barrotes son el mundo y que es normal que nos molesten con gritos y burlas,
Saori siempre se culpa por no poder hacer nada pero yo la entiendo bajo los
efectos de un adormecedor; no podía escapar y con simpleza fue obligada a
llegar acá, soy Rucefor el gorila más viejo de los tres y mis esperanzas de
volver a la selva ya son muy pocas, mucho tiempo no me queda.
Mamá, mamá, ¿puedo comer otra banana?
Ya es muy tarde Rucerfor, es hora
de ir a dormir, mañana puedes comer más bananas.
Ese fue nuestro pequeño dialogo
entre yo y mi madre aquel día tan triste y amargo, me ayudo a trepar un árbol y
allí descansamos por un momento, un fuerte ruido me despertó y a lo lejos
observe unas luces.
Mamá, ¿qué es eso?
Hay que correr hijo, hay que
correr.
Puedo decir que su muerte fue mi
culpa, sino hubiera sido tan pequeño ella se habría salvado, pero me enredé
entre las lianas y por irme a buscar tuvo que pelear con esos monstruos, un
ruido ensordecedor me hizo gritar muy fuerte, luego la vi allí tirada en el
suelo en un charco de agua roja, grite y grite su nombre mientras me metían en
un costal y me arrojaban a una especie de baúl.
¡No más abusos!, ¡Déjenlos en
libertad!, ¡Ellos no merecen vivir así!
Un día la gorila Saori me fue a buscar
sorprendida al rincón de la jaula.
¡Rucefor!, ¡Rucefor!
Me gritaba mientras corría a mi
dirección.
¿Qué sucede Saori?, ¿Qué pasa?
Le pregunte mientras trataba de
entender la expresión en su rostro.
Allí afuera, detrás de estos
barrotes hay humanos tratando de ayudarnos.
Sorprendido al igual que ella fui
a observar, una leve sonrisa se dibujo en mis labios al ver esos afiches
coloridos y a esas personas apoyándonos con sus gritos, ellos estaban allí por
nosotros, adultos y niños gritan por
nuestra ayuda, pasaron días y días y estas personas continuaban con su marcha
por esta cárcel llamada zoológico, Saori estaba muy feliz y el joven Jack
disfrutada del bullicio y de la sonrisa de su madre, pronto volveríamos a la
selva.
Un día el sonido de unos camiones
nos despertó a mí y a mi pequeña manada, mire hacia todos los lados y gente
vestida de blanco y otros con estampados de pieles animales subían a distintos
camiones a diferentes animales, las jirafas meneaban sus largos cuellos, las
hienas reían y muchos otros animales gritan de alivio, felicidad y esperanzas. Con
un dolor en el pecho me asome a la entrada, entonces allí junto a Saori y Jack
nos recibieron con una gran sonrisa, una joven mujer de cabellos dorados nos
subió al camión y después de un largo viaje llegamos a nuestro destino.
Con cierto temor salí primero de
nuestra vagoneta, unas lágrimas salieron de mis ojos, estaba en mi selva, Saori salió cargando en sus brazos
a Jack y al igual que yo lloró, ella corrió a la selva mientras que yo simplemente
me senté debajo de un árbol, la amable mujer
de cabellos dorados se sentó junto a mí y me dijo.
Tranquilo amigo, ya puedes
descansar.
Entonces lo supe, era mi hora, al
menos me iré feliz y tranquilo de que Saori estará libre y el pequeño Jack
crecerá de ahora en adelante en plena libertad.
Bárbara Patricia Escobar Martínez - Chile
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